Lun 24.04.2006
libero

BOXEO › EL FORZADO RETIRO DE JORGE “LOCOMOTORA” CASTRO

El ring se puso triste

A lo largo de su vida, dentro y fuera de los cuadriláteros, el santacruceño sólo escuchó una voz, la propia, que lo aconsejó a veces bien, a veces mal. Tras el nocaut técnico ante Herrera, ya es historia.

› Por Daniel Guiñazú

En el mismo momento en que la nuca de Jorge Castro se estrelló contra la lona del ring del Luna Park, el duende de la tragedia se posó encima de las 12 mil almas que colmaron el estadio de Corrientes y Bouchard, como pocas veces desde su reapertura. Pero fue apenas un relámpago maldito, una cuestión de segundos. No bien el árbitro Fernando Peyrous evitó la cuenta inútil y decretó su derrota por nocaut técnico en el 4º round a manos del colombiano José Luis Herrera, el santacruceño volvió en sí, seguro sólo de una cosa: sus noches en el boxeo habían llegado a su fin. Todos lo intuían. Castro lo ratificó, por si alguna duda quedaba, de madrugada, mientras salía del estadio en penumbras, rodeado de su familia y un grupo de incondicionales.

¿Era necesario semejante padecimiento? ¿Tenía Castro derecho a manchar, con un nocaut en contra, una carrera legendaria, histórica, tan pródiga en proezas como en irresponsabilidades? ¿Por qué tan poca autoestima en esta escena final? ¿Por qué hizo sufrir a su esposa –que se tapaba la cara en el ring-side para no ser testigo de la paliza–, a sus hijos –que lloraban fuera de todo consuelo al borde del cuadrilátero–, a sus hermanos, a sus amigos, al público? Sólo Castro sabe por qué hizo lo que hizo. Sólo él conoce por qué transformó una multitudinaria muestra de admiración y cariño en un drama deportivo sin sentido.

La noche triste del Luna (nunca es grato ver rodar a un ídolo por la pendiente) puede explicarse tanto porque Castro quiso probarse a sí mismo, como porque, sabedor de que su vida de boxeador estaba terminada después de un terrible accidente automovilístico y 20 días de coma profundo, quiso regalarse a sí mismo un baño de afecto, una ovación de despedida, aun al precio de recibir una tunda inmisericorde. Si algo caracterizó su campaña es su resistencia al dolor, el desapego por su propio físico, el desprecio por lo que tenga que ver con una preparación seria. En 1991 enfrentó a Terry Norris en París por el título mediano junior del Consejo Mundial, sin haberse curado de una sífilis. Y como éste, un montón de casos más a lo largo de sus 19 años de trayectoria y sus 143 peleas profesionales.

Esa tendencia a la autoflagelación pugilística, ese gusto por dar todo tipo de ventajas en lo atlético y compensarlas con la picardía de un peleador de la calle y el corazón de un viejo guerrero del ring, volvió a comprobarse en esta, su última pelea. La derecha de Castro (81,100 kg anunciados, 87 kilos reales en el pesaje del viernes) estaba de adorno. No la sentía, carecía de fuerza. La sacaba sólo para impactar en las zonas blandas de Herrera (80,750 kg). Y con una mano sola, la izquierda, igual presentó batalla. En el 2º round, Castro se lo llevó por delante a Herrera y le ganó el asalto a fuerza de zurdazos y algunos ganchos de derecha al hígado del colombiano. Fue su último milagro como boxeador.

En la tercera vuelta, Herrera lo hizo flamear a Castro con una zurda en contragolpe y lo derribó con una derecha cruzada que reventó detrás de su oído izquierdo. El colombiano no se expuso al cruce, no fue a buscar el nocaut. Vino solo, montado en su pegada explosiva. Pero también (y sobre todo) en la falta de reservas de Locomotora, en su lentitud para concebir y ejecutar, en sus reflejos herrumbrados, en los visajes de dolor inocultable que se dibujaban en su rostro cada vez que pegaba y cada vez que le pegaban.

En el descanso entre el 3º y el 4º round, Castro se derrumbó, exhausto, en el banquito del rincón. Sus hermanos y el doctor Walter Quintero lo empaparon para reanimarlo. Pero resultó inútil. Estaba acabado, sin resto para nada. En el 4º asalto, Herrera asestó dos derechazos fulminantes en la mandíbula del santacruceño. El último lo mandó a la lona, nocaut desde la coronilla hasta la punta de los pies, mientras el Luna, de tanto silencio, parecía un templo. El ruido vino luego, cuando un sector de la barra brava de Boca, invitada especial de Castro a su banquete de despedida, la emprendió a patadas y a trompadas, en pleno ring-side, contra alguien que tenía una campera con los colores de Nueva Chicago y, según parece, había celebrado más de la cuenta el triunfo de Herrera, armando un escándalo como pocos se recuerdan en la historia del estadio de Corrientes y Bouchard. Esteban Livera, el coordinador general del Luna Park, le reclamó a la empresa que alquiló el estadio para promover la pelea el doble de los efectivos de seguridad que se pusieron. Dijeron que no por razones de costo.

Fue una pena que Castro no haya sabido irse a tiempo, con los brazos en alto. Que haya forzado tanto al destino sin entender que el milagro era haber sobrevivido a un coma de profundo de 20 días y la hazaña, el retorno, cualquiera fuese el resultado deportivo. Ahora está en la historia, que atraviesa tres décadas del boxeo argentino y que tiene los vaivenes de una personalidad singular, carismática, colorida, que interpretó el boxeo a su manera, al margen de cualquier convención. Su despedida deja un espacio vacío. Detrás de él vendrán muchos. Como él, seguro, no habrá ninguno.

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