Lun 22.08.2016
libero

La vida de Lange y sus marineros

› Por Gustavo Veiga

Es un instante. La lágrima asoma incontrolable, efímera. Santiago Lange emociona frente al televisor. Cecilia Carranza Saroli también. La lágrima no es de la pareja que acaba de ganar la medalla de oro en la bahía de Guanabara. Es mía. El relato de Gonzalo Bonadeo que llega desde Brasil acaba de confirmar el resultado de la última regata en Río de Janeiro. La prueba es la última (la Medal Race Nacra 17 que otorga doble puntaje) de una suma de regatas que navegaron el veterano timonel y su joven tripulante. Llegan sextos. Suficiente para cantar victoria. Lange tiene 54 años y su compañera 29. La misma imagen de deportistas argentinos con los brazos en alto, conmovidos, llorosos, se repitió cuatro veces a lo largo de los Juegos. Primero fue Paula Pareto sobre el tatami de yudo, la siguió Juan Martín Del Potro y su plata en tenis, después la pareja sobre el agua y la selección de hockey masculina cerró la cosecha más prolífica en medallas desde Londres 1948. Pasaron 68 años.

El deporte promueve situaciones ingobernables que brotan como esa lágrima. La sensación que surca mi cuerpo rebota en las cuatro paredes del living. No hay razón –me pregunto y no encuentro respuesta– para sentir lo que siento al ver ese momento que me entregan Lange y Carranza Saroli. Tampoco quiero citar por obvia la célebre frase de Pascal sobre el corazón. Sí tengo una certeza en ese momento placentero: a la vela o el yachting siempre los percibí distantes. Una actividad para pocos. Unos cuantos intrépidos con ganas de aventurarse en el río o el mar, con tiempo y dinero para gastar. Partía de un prejuicio. Hasta que encontré mis refutadores.

La cuestión es que 24 horas después, 48 horas también, empiezo a darme cuenta de una cosa; la sensación de proximidad que me transmite Lange. Me acerca a la náutica, que juzgaba lejana y en la que sólo había incursionado dos o tres veces acompañando a mi ex compañera, Adriana. Eso de tomar el timón no era para mí. Ni aún bajo la guía de un capitán avezado como Carlos Ancarola. Pero el preconcepto lo había dejado en el muelle de San Isidro o de Puerto Madero. Mi adrenalina pasaba y pasa por otro lado: correr, pero con los pies sobre la tierra. O jugar al fútbol o al rugby, como en la infancia y adolescencia.

Lange sigue ahí, en la pantalla del televisor, curtido, con su cabellera raleada al viento y una serenidad pasmosa que sólo pueden transmitir los grandes capitanes de la vida. Se lo nota feliz, sacudido por la dimensión de ese instante en que cruzó la meta junto a la navegante rosarina. Averiguo y me hablan muy bien de ella. De sus inquietudes sociales que van paralelas a sus aptitudes de deportista. Estas últimas quedaron a la vista en los Juegos. Ya había competido en los de Beijing y Londres como preanuncio de lo que vendría en Río.

Ahora exploro en la trayectoria del timonel de San Isidro. El arquitecto naval al que le extirparon el pulmón izquierdo en septiembre del año pasado por un tumor. El que vivió en un barco cuando se separó. El deportista obsesionado con lograr metas a la edad en que la mayoría de sus colegas están jubilados. No en vano dice: “compito contra los hijos de los que fueron mis rivales”. Y comparte la misma pasión con dos de los propios (Yago y Klaus), aunque tiene cuatro varones en total. Teo y Borja son mellizos, viven en Barcelona y prefieren el arte al deporte. Tres de ellos se zambulleron al mar cuando el Nacra 17 ya había cruzado la meta con la medalla de oro confirmada. Subieron a la embarcación de Santiago y todos se fundieron en un abrazo. Fue uno de los festejos más conmovedores de los Juegos.

Las respuestas que no encontraba a esa corriente de simpatía que siento por Lange, exceden la felicidad que puede darnos una medalla. También a la construcción de sentido que de ella hacen los medios masivos. La historia del deporte argentino se nutrió siempre de victorias como ésta para reafirmar su propia épica. Pero a esta altura me queda muy claro que compartimos más cosas que un oro con el gran timonel. Me identifico desde otro lado.

Somos de la misma generación. Tengo mellizos como él (Gabi y Thiago) y tres varones más (Mariano, Santiago y Emiliano). Se me pinchó un pulmón a los 54 –en mi caso el derecho– por un neumotórax espontáneo, típica patología de deportistas jóvenes, altos y flacos. Una rareza de la edad que puede parecer tan extraña como el tumor de un deportista de elite que nunca fumó (el caso de Lange). Compartimos el mismo amor por el deporte. Pero a diferencia de este gran navegante, siempre lo viví desde afuera como periodista porque nunca me dio el cuero para practicarlo con destreza a un nivel destacable. Escribir hoy sobre su pericia náutica o hacerlo sobre cómo superó su enfermedad, es un estímulo entre tantas miserias que rodean a la maquinaria deportiva.

Del medallista olímpico, la mejor frase se la leí a su propia compañera de regatas: “es uno de los mejores timoneles del mundo y una, navegando con él, siempre está tranquila”. Eso es lo que transmite Lange. Un hombre con el que es fácil identificarse en su esfuerzo por superar la adversidad. Un ejemplo de nuestro mejor deporte más allá de la medalla bien merecida que cuelga sobre su pecho.

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