LOS HEROES DEL ‘50 VIERON ARGENTINA-YUGOSLAVIA
Los campeones no se jubilan
Jorge Canavesi, el “Negro” González, Omar Monza, Alberto López, Menini, Poletti... un puñado de los protagonistas de la hazaña del primer Mundial obtenido por Argentina hace medio siglo se reunieron en el mítico Club Palermo para ver la final.
› Por Susana Viau
En tiempo suplementario puede ganar cualquiera”, reflexionó Jorge Canavesi, entrenador del equipo argentino ganador del Mundial del ‘50. Fue la conclusión del final, en el quincho flamante del Club Palermo, donde muchos de los integrantes de aquella selección se reunieron a ver el partido que, en el 2002, abría la chance de reeditar la historia. Un cartel colocado en el árbol que enfrenta la puerta, en la calle Fitz Roy, instaba a los vecinos a presenciar el encuentro desde el televisor instalado en el bar. Pero nada decía de los invitados especiales. Un gesto de discreción de Carlos Galli, el entusiasta presidente de Palermo.
Igual, para los muy jóvenes nada significan los nombres de aquel team que hoy sería “dream” si no hubiera corrido tanta agua y los interventores militares de la Federación Argentina de Básquetbol no hubiesen resuelto inhabilitar a sus integrantes por aceptar, como premio, el permiso de importación de un auto. La burocracia en charreteras (la misma que custodiaba las giras al exterior y regresaba con las valijas rebosantes de contrabando) logró así lo que no habían podido las dificultades del amateurismo: el básquet argentino desapareció durante medio siglo de los podios en la competición internacional.
La vuelta a ese escenario ya era un triunfo ayer, cuando a las cinco de la tarde Ricardo “el Negro” González, capitán de los campeones del ‘50, Omar “el Chino” Monza, Alberto López, Rubén Nuré, Rubén Menini, Ignacio Poletti, Luis Villa, el técnico Canavesi y el preparador físico Jorge Borau ocuparon las primeras filas de la platea improvisada. A un costado, en una ubicación de privilegio, estaba sentado Rubén Chiesa, el presidente de Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque, el club que más jugadores aportó a aquel Mundial. En verdad, la cita era de honor y faltaron pocos. “¿Pillín no viene?”, preguntó alguien. “Dicen que está por llegar”, contestó otro. Las expectativas se frustraron. La larga figura del ex basquetbolista nunca se presentó en el bar. Notoria, sin duda, la ausencia de Carlos Furlong. Tan notoria como previsible: pese a que su apellido se asocia inevitablemente a esos años y como el mejor de todos los tiempos, Furlong es hoy un hombre del tenis y sólo muy de tarde en tarde, en ocasiones especiales, vuelve a la cofradía. La suya es una parábola curiosa: la empresa paterna –Transportes Furlong– había sido expropiado por el gobierno peronista; el golpe de 1955 cortó la brillantísima performance deportiva del hijo declarándolo “profesional”. Por esas épocas, Furlong no era una marca con suerte en el mundo de la política.
Durante el primer cuarto, para acompañar los cafés y las gaseosas que se consumían, los anfitriones hicieron circular fuentes con montañas de tortas fritas. Gentileza de la casa. “Los del ‘50” observaron el partido en silencio, demasiado pendientes para exteriorizar la procesión que iba por dentro. “No se apuren, no se apuren, que éstos son buenos”, les pedía, por cábala, el “Negro” González a los plateístas desaforados que reclamaban sangre y saboreaban el triunfo anticipado. Eso sí, se sumaban a los coros que de a ratos alentaban a distancia con el clásico “vamos,vamos Argentina”. En los últimos minutos, con el 75-75, alguno prefería no mirar, Canavesi meneaba la cabeza y Poletti, ahora sí, hacía expresa la furia contra el arbitraje. “Nosotros no gritamos porque lo vivimos de adentro”, explicaba Monza.
Alargue, desolación y final. También sentía el golpe el banco virtual que la Selección tenía, sin saberlo, en la calle Fitz Roy. González se identificó con los subcampeones: “Nosotros, al terminar el partido, no podíamos creer que teníamos el título. Ya era muy bueno salir terceros o cuartos. Creo que a estos muchachos les tiene que haber pasado una cosa parecida. Lo hicieron muy bien”.
Galli, el dueño de casa, había previsto que, se ganara o se perdiera, la cita no debía terminar así nomás. Los ex mundialistas fueron convocados al quincho bautizado “El Negro”, seguro que por González. En las paredes, una
camiseta número 3 y Monza y González en las tapas de El Gráfico, recuerdos que probablemente cristalicen en el Museo del Básquet que tratan de organizar. Todos se reunieron cerca de la barra y brindaron. Galli había preparado Chandon. “A lo mejor, después de este Mundial, el básquet vuelve a ser popular, como pasó con Vilas y el tenis”, se esperanzaba Chiesa, el presidente de Parque. Canavesi opinó: “Yo no hubiera arriesgado tanto a Ginóbili. Pero lo felicito al entrenador porque puso lo humano por delante de lo técnico. Y lo que hizo en la preparación se vio en la cancha: ninguno jugó con angustia ni con insatisfacción. El equipo tuvo conducta y equilibrio emocional. Claro, hubo tres pitos dulces, digamos “tolerancia subjetiva”. El arbitraje fue uno para Argentina y otro para Yugoslavia. La FIBA es de ellos. Pero no pesó sólo eso: tienen ya una historia internacional en este deporte y Argentina estuvo 50 años desplazada”.
Para el cierre, los cantos. El infaltable del “va fangú, va fangú” que practican desde hace más de cinco décadas. Y un compromiso: el martes, en patota, van a Ezeiza a esperar a la Selección.