OPINION
› Por Daniel Guiñazú
La derrota inapelable de Walter Matthysse por nocaut en el 2º round a manos del puertorriqueño Kermit Cintrón pone en evidencia el engaño que significa llevar a un boxeador a pelear por un campeonato del mundo con un record inmaculado armado de entrecasa y sin el imprescindible fogueo internacional. El santafesino fue en procura del título welter de la FIB avalado sólo por su marca de 26 victorias en 27 peleas, 25 de ellas antes del límite. Pero cuando sonó la campana, detrás de esos números excepcionales, nunca estuvo el respaldo de un gran boxeador. El sábado a la noche, sobre el ring del Boardwalk Hall de Atlantic City, Matthysse duró apenas 3 minutos 29 segundos, en los cuales tres veces visitó la lona.
No es la caída rotunda lo que más duele. En la previa, era esperable un trámite breve y explosivo. Matthysse (66,678 kg) podía perder. Lo que sorprende es la manera en que se fue al piso, arrollado sin remedio por un púgil bueno y notablemente veloz como Cintrón (66,451 kg), pero de ningún modo un crack. No hubo equivalencias y las diferencias entre un boxeador de clase internacional y otro de consumo interno quedaron brutalmente expuestas en un asalto y poco más.
Ya se sabía que Matthysse, a pesar de sus 28 años, estaba tierno para mezclarse con los mejores welters del mundo. En mayo del año pasado, su manager, Mario Arano, en acuerdo con Oscar de la Hoya, lo probó contra Paul Williams (flamante campeón mundial de la OMB tras ganarle el mismo sábado por puntos al mexicano Antonio Margarito). Y la derrota por nocaut técnico en 10 vueltas dejó en claro que Matthysse era fuerte y corajudo, no mucho más que eso, y que su impresionante serie de nocauts consecutivos conseguidos ante boxeadores locales de segundo y tercer orden no tenía ningún peso a la hora de sustentar sus aspiraciones.
Otra victoria por fuera de combate ante un rival de cabotaje y los rápidos movimientos de Mario Arano le consiguieron a Matthysse una chance para lo que no estaba listo, apostando a que su pegada fulminante disimularía todas las carencias. Pero el milagro no se dio. Y la lógica del boxeo se cumplió con creces. La moraleja de esta historia aparece clara: no se pueden armar peleas por títulos del mundo sobre el espejismo de records estupendos pero dibujados. De ese sueño, los boxeadores argentinos se despiertan tarde. Y con el cuerpo y el alma, generalmente, molidos a palos.
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