Varios miembros del gobierno de Angola reaccionaron con decepción y amargura al ataque terrorista contra la selección de Togo, poco antes de que empiece la Copa de Africa. Pero la persona a la que muchos consideran responsable del incidente, el presidente José Eduardo dos Santos, no dio señales de congoja.

En el poder desde hace 30 años, el mandatario quería presentar al resto del mundo un país pacífico y floreciente. Pero su cuestionable decisión de apostar por Cabinda como una de las sedes del torneo, un lugar en la periferia considerado inseguro, demostró ser un error garrafal.

En la pugna tácita y despiadada entre China, Rusia y Estados Unidos por asegurarse las reservas energéticas africanas, Clinton casi se prosternó simbólicamente ante el gobierno angoleño y elogió la reconstrucción del país tras la guerra civil y los avances en la democratización.

Pero varias organizaciones de derechos humanos acusan a Angola de practicar la tortura y la arbitrariedad policial. Las diferencias de ingresos en el país, enriquecido de la noche a la mañana gracias a los petrodólares, son abismales, incluso para proporciones africanas. Más del 70 por ciento de los aproximadamente 13 millones de angoleños vive con menos de dos dólares al día, pese a la nueva riqueza del país.

Las elites angoleñas disfrutan sin ataduras de las rebosantes fuentes de dinero. La organización Human Rights Watch! cree que miles de millones de “petrodólares” desaparecen por canales oscuros en el país. Y el instituto Transparency International, con sede en Berlín, considera a Angola uno de los Estados más corruptos del mundo, que ocupa el puesto 158 sobre 180 países en la correspondiente lista de corrupción.

En el país se construyeron nuevos estadios e instalaciones públicas, así como calles, puentes y hoteles, sobre todo con ayuda de China. Los 5 millones de habitantes de Luanda, la capital, son testigos desde hace años de un “boom” en el sector de la construcción, sin que a la vez haya disminuido el número de barrios marginales.