Lun 20.01.2003
libero

JEANNETTE CAMPBELL

“Mi gran orgullo es haber sido la primera argentina en una Olimpíada”

El jueves pasado murió Jeannette Campbell, una leyenda del deporte argentino. Algo más de trece años atrás –el 13 de agosto de 1989–, Susana Viau le hizo en estas mismas páginas el hermoso reportaje que aquí reproducimos. Creemos que es el mejor homenaje: oírla.

› Por Susana Viau

Hay quienes sostienen que actividades como el deporte o el arte pueden ubicarse por encima de la política. Un argumento difícil de sostener en aquellas olimpíadas berlinesas que empezaron el 1º de agosto de 1936. Trece días antes el general Francisco Franco se había sublevado en el norte de Africa arrastrando tras la consigna de “Una, grande y libre” el grueso del ejército y el pensamiento inquisitorial español. En 1932 el partido nacional-socialista se consagraba primera minoría en el Reichstag y en 1933 Hitler era ungido canciller. La Alemania del “Horst Wessel lied”, el ideólogo de las noches de los cristales y los cuchillos largos había planificado esos juegos como un ecuménico y monumental tributo al “Führer”; parte de Europa se dejaba fascinar por caudillos y conductores mientras se abotonaba sobre el pecho la camisa parda. Si la delegación francesa fue consciente del bochorno de plegarse al saludo brazo en alto, si Hitler se negó en verdad a entregar su premio al negro y mítico Jesse Owens es algo que todavía –y a su manera– algunos argentinos pueden contar. Por ejemplo Jeannette Campbell, la única figura femenina entre los cincuenta miembros de aquella delegación, la primera seleccionada por estos lados para concurrir al torneo revivido por Pierre de Coubertin. En el relato de esta mujer que ahora acerca un cenicero en la novena planta de un edificio elegante, con enormes ventanales que miran a las pistas de tenis del Belgrano Athletic, poseedora de una estatura considerable y ojos de un azul intenso, hermana, mujer y madre de nadadores, que habla pausada con un indisimulable acento inglés, la organización perfecta opaca las persecuciones, las charlas nocturnas con las australianas y las japonesas en la casa pequeña de la villa resultan más nítidas que los rumores de la guerra, el paso de ganso y las botas charoladas apretando el uniforme gris y avanzando sobre Polonia, Francia, Holanda o la URSS parece menos decisivo que las cuatro zancadas con que subió al podio para dejarse colocar la medalla de natación. Tenía veinte años.
–Nadar es en ustedes una pasión familiar...
–Mi familia fue siempre vecina del club Belgrano. Mi hermana mayor nadaba y fue campeona argentina. Yo iba a la pileta con ella y a veces participaba, pero como coladita. La primera carrera en que intervine consistió en hacer dos anchos. En serio, empecé en el año ‘33 o ‘34. En el ‘35 empezaron los sudamericanos de mujeres y fui a Río. Entonces tenía 19 años y trabajaba como secretaria ocho horas diarias. Por la tardecita, cuando terminaba, me entrenaba una hora más o menos. Me entrenaba con el que después fue mi marido, Robert Pepper. El participó en las Olimpíadas de Los Angeles, en 1932, y fue seleccionado para las de Berlín, pero no pudo ir porque no alcanzaba el dinero. Mi hija Susan también se dedicó a la natación y fue campeona argentina.
–Supongo que en Berlín pasó algunos de los días más importantes de su vida.
–Claro que sí. La delegación tenía cincuenta miembros. Como era la única chica me hacían comer en la mesa de los directivos. Pero a lo mejor me hubiera divertido más con los otros. El barco tenía pileta y yo meentrenaba ahí como podía porque solo me quedaba el recurso de ir y venir. En Río tuvieron la idea de comprar una goma. Entonces, yo nadaba hacia adelante y la goma me tiraba hacia atrás. Así nadaba todo el tiempo en dos metros. Pero mi gran orgullo es haber sido la primera mujer argentina que participó en una olimpíada y fui sola. Lo demás, los tiempos se pueden bajar, los estilos se pueden mejorar, pero eso no me lo quita nadie. Mi orgullo es ése.
–¿Cómo fue la llegada?
–Nos llevaron a la villa olímpica. A una casa chica que había porque llegamos a Berlín un mes antes de que empezaran los juegos. La casa grande se abrió cuando estuvieron todas las delegaciones. En la casa chica estábamos las que veníamos de lejos: yo, las australianas con las que me hice muy amiga y todavía nos escribimos y las japonesas. Todo ese mes lo pasamos así, sin salir de la villa, había además un teatro hermoso, al aire libre y semicerrado por un valle. Se usaba para escuchar música y a veces también para entrenar.
–¿Qué impresión le produjo Berlín?
–Sensacional. Pero no teníamos tiempo para ver mucho. Recuerdo, eso sí, que cuando Hitler pasaba la gente corría para verlo y nosotros corríamos atrás. Alemania estaba en su apogeo y para nosotros resultó todo perfecto. Con el que hablé una vez fue con Goering. Había ido a visitar la villa. Era corpulento, bastante gordo. Se acercó a la pileta donde yo estaba entrenando y me preguntó: “¿Usted de dónde viene, mi hijita?” Lo dijo así, en inglés: “My little girl”. Me pareció muy simpático, muy dado. Además, el hecho de que viniera a hablar con los que nos estábamos preparando nos llenó de emoción.
–¿Recuerda la inauguración de los juegos?
–¡Qué le parece! La organización fue maravillosa. Se abrió con una exhibición de gimnasia. Nosotros, los atletas, nos alineamos en la cancha de polo que estaba al lado del estadio. Hitler estaba en la tribuna. El palco oficial tenía uno de los laterales abiertos y allí estaba la llama. Las tribunas estaban abarrotadas de gente y banderas. Cuando entró Alemania fue el delirio.
–¿Se comentó la decisión francesa de saludar con el brazo en alto?
–No recuerdo que eso haya sido motivo de muchos comentarios. Por otro lado ésa era una forma de saludo muy común. Tal vez fuera yo que tenía veinte años y no prestaba demasiada atención a esas cosas. Veinte de entonces son menos de quince de ahora. Y la política que tenía mucho que ver. Por otra parte, las cosas importantes pasaron después. Hitler había levantado Alemania. Alemania estaba en ese momento en su apogeo.
–¿Y el día de la medalla, cómo ocurrieron las cosas?
–Bueno, yo tuve la suerte de competir una semana después de la inauguración y eso me dio todavía más tiempo para entrenar. Holanda tenía un equipo muy bueno y una gran preparadora, Frau Braun. A la que me ganó la preparó demasiado bien. Me dio una bronca bárbara. Y esperé el desquite de las del ‘40 que se iban a hacer en Tokio, pero estalló la guerra y ya no hubo más torneo hasta el ‘48. La mía fue una generación de nadadores frustrada por la guerra. Volviendo a lo que me preguntaba, el día de la competencia, al lado de la pileta había un podio pequeño y allí nos colocaron una corona de laureles. Al día siguiente, con estadio vacío porque no había competencia, nos hicieron entrega de las medallas. Pero, ¿sabe por qué? Todavía tengo dos o tres hojitas del laurel de aquella corona. Me emocionó mucho más. Una medalla es una medalla; el laurel es otra cosa.
–¿Vio competir a Jessie Owens, Jeannette?
–Lo vi en el último salto. Fue ahí, creo, cuando el alemán que era su rival más serio le puso un buzo para marcarle el lugar donde debía saltar. Y Owens ganó. Los dos dieron la vuelta, “embrazados”. Y no es verdad eso de que Hitler no quiso entregarle la medalla porque era negro. El mismo Owens cuando estuvo aquí se lo dijo a mi marido. Hitler, las autoridades,tenían que abrir los juegos. En eso terminaba su función. La entrega de premios la hacía el Comité Olímpico.
–El acto de cierre debe haber sido tan imponente como el inaugural...
–Mire, estaba atardeciendo, se iba la luz y había focos colocados, rectos, alrededor del estadio. Se encendieron y las luces, despacito, se empezaron a juntar formando un vértice, un punto luminoso. En ese punto, arriba, apareció el “Hindemburg”. Fue de escalofríos.
–En lo suyo, ¿quién fue la mejor?
–Desgraciadamente, para mí, la que ganó, Rita Mastenbrock. En el ‘36 participó también Willie Den Ouden, que había batido el record mundial dos meses antes. Pero en la Olimpíada salió en cuarto lugar. En esa época no sabíamos de “peaking” ni nada. Hoy un atleta sabe que su entrenamiento está pensado gradualmente para llegar a un punto máximo en el momento de la competición. Después de alcanzado ese punto se produce una baja en el rendimiento. Willie Den Ouden había alcanzado el punto máximo dos meses antes, cuando batió el record mundial. Cuando participó en las olimpíadas estaba en una etapa desfavorable.
–¿Los juegos de entonces o los de ahora?
–El deporte era otra cosa. Yo me quedo con los de entonces. Eran más disciplinados. El acto de clausura de los de Seúl se arruinó por la falta de conducta de los que participaron. Fue un desorden terrible.
–Su marido, Roberto Pepper, es miembro del Comité Olímpico. ¿La llevará a Barcelona en el ‘92?
–Me gustaría estar en Barcelona para entonces. Si es que estoy viva.

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