FúTBOL › OPINION
› Por Pablo Vignone
Había una vez un jugador que atrapó a la masa desde el mismo momento en que transformó su sueño intangible de crack por un par de botines, una camiseta de fútbol y el tentador ulular de la tribuna entonando su nombre. Que sin edad de madurez puso la pelota bajo el pie y se dedicó a deslumbrar hinchas entre atónitos y arrobados, agregándole a su magia futbolera de pisada y engarce la picardía de los años puros. Un pibe transformado en jugador de fútbol que gozó de la entronización popular, a la que le aderezó una consagración mundial con el Sub-20 y que pasó demasiado pronto a pensar en el futuro, tanto deportivo como económico, como les gusta decir a los representantes, para asegurarse los días por venir, como si el fútbol pudiera extender un cheque a veinte años de esos que se pueden cobrar en cualquier ventanilla.
El lector puede pensar que se habla de Sergio Daniel Agüero, que ya se siente más jugador del Atlético de Madrid que de Independiente. Pero no: se habla de Andrés D’Alessandro, que trazó la misma parábola, pero le escribió un intermezzo que, acaso por precipitado, no dibujó la curva imaginada en los sueños: no es necesario recordar la grisura de los años últimos, en el Wolfsburg y ahora en el Portsmouth, para ver en qué terminó un proyecto de jugador de Selección. Agüero puede ser un futbolista de extrema categoría, pero no está exento de tomar decisiones que, por raudas o mal sopesadas, lo conduzcan al arrepentimiento. Que las lágrimas con las que se despidió ayer no se eternicen.
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