FúTBOL › OPINION
› Por Facundo Martínez
La vocación ofensiva de la Selección debe ser un sello de calidad, algo distintivo. Pekerman lo entiende así. Sus seleccionados juveniles campeones son un buen ejemplo del respeto a una identidad que, a pesar de los tiempos y de sus desalentadores metódicos, asoma nuevamente con intenciones y chances de instalarse. La de la picardía, el ingenio, la intuición, sobre el sistema y el esplendor de la fuerza; ésa es la nuestra, la que hay que respetar para que el fútbol nos divierta.
Con tantos delanteros, el entrenador dejó en claro cuáles son sus intenciones, las del equipo, de cara al Mundial. Es posible pensar una formación con el talento y desequilibrio de Messi, la explosión y viveza de Tevez y la capacidad goleadora de Crespo, incluso a pesar de su lucha sorda por prenderse en el vertiginoso ritmo de sus compañeros. Si a ese trío se le suman Riquelme –prolijísimo abastecedor–, Sorin y Cambiasso, soportes naturales, mejor todavía.
Porque ahí está la clave, no en que los jugadores se sientan piezas de un metegol humano y, presos de las repeticiones, se vuelvan previsibles, sino en las libertades que propician las apariciones punzantes, las repentizaciones. Eso sí, Argentina debe también ocuparse de recuperar más cerca del arco contrario, no dejar pensar al rival, ir de adelante hacia atrás en la cuestión. Ahí comienza el tan mentado equilibrio, en la lucha misma.
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