FúTBOL › OPINION
› Por Juan José Panno
Si uno tuviera que hacer pan y queso con los integrantes del plantel de la Selección, seguramente empezaría por Riquelme, Messi o Tevez, pero no tardaría demasiado en elegirlo a Sorin, que es uno de esos jugadores que uno quiere en el equipo propio y nunca en el de los contrarios. Titular indiscutible con Bielsa, titular indiscutible con Pekerman, figura en Argentinos, querido en River, idolatrado en Cruzeiro, venerado en el Villarreal, Juan Pablo Sorin alcanzó la madurez plena a los 30 años –acaba de cumplirlos– con 64 partidos internacionales sobre sus espaldas.
Fugaz –y brillante– estudiante de periodismo cuando recién empezaba en el fútbol grande, muchacho preocupado por la realidad, solidario en todos los planos, entrega el alma en cada partido. Un corazón de fierro adosado a un motor que pasa de primera a quinta en segundos lo convierten en un auténtico polifuncional. Su principal defecto –dicen sus detractores– es que quiere estar en todos lados a la vez y no está en ninguno, y se preguntan: ¿de qué juega? La respuesta es sencilla: de lateral izquierdo que sube cada vez que las circunstancias lo permiten. Como le sobra coraje y estado físico, puede vérselo cabeceando un centro como puntero derecho adelantado en el exacto extremo opuesto de su posición original, muy poco después de haber quitado la pelota en terreno propio.
Cuando la pelota la manejan los que más saben, cuando los primeros violines del equipo suenan afilados, Sorin sabe amoldarse al rol de segunda guitarra y resigna protagonismo por el bien colectivo. No luce, no brilla, pero tampoco desentona porque dominio de la pelota no le falta.
Cuando el equipo pierde el rumbo, o cuando se necesita algo más que peine fino para resolver cualquier situación complicada, ahí está él. El cuerpo desparramado en el 3-3 contra Bolivia en La Paz, de las Eliminatorias del Mundial 2002, quedó registrada para siempre como una postal de entrega. Los cabezazos que no se dieron por poco en el fatídico partido contra los suecos en Corea/Japón, también.
Mete cuando hay que meter, juega cuando hay que jugar, corre y deja hasta la última gota y siempre con una sonrisa en los labios, propia de los que disfrutan lo que hacen y juegan en serio.
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