FúTBOL
Además de un talentoso escritor, dibujante y humorista, Roberto Fontanarrosa, de cuya muerte se cumplieron ayer dos años, era un excelente analista del fútbol que le tocó ver. Y así lo plasmó en el libro No te vayas, campeón (Editorial Sudamericana, 2000), en el que mezcló agudas y divertidas observaciones de la pelota de cada día con el recuerdo de varios equipos memorables del fútbol argentino. Si estuviera entre nosotros, el Negro seguramente incluiría a este Estudiantes campeón de América en reediciones y ampliaciones del libro. De todas maneras, para homenajear a Fontanarrosa, y paralelamente a Estudiantes, elegimos el capítulo Entonces yo daré la media vuelta en el que juntó a Nolo Ferreyra, el Beto Infante y aquel fantástico mediocampo de Ponce, Trobbiani y Sabella.
Hay programas deportivos de televisión dedicados a la nostalgia. Repiten fragmentos de partidos que se jugaron en el pasado. Pero no es un pasado tan remoto. Se trata de partidos pertenecientes a campeonatos de hace ocho, nueve años, cuando mucho. A veces suelen pasar pedazos de partidos que jugó Central. Y en la mayoría de esos casos me asalta una sensación cercana a la decepción. Decepción de mí mismo y de la real profundidad de mis sentimientos. Porque pienso que, en aquel momento, cuando se disputaba ese partido, yo debía estar sufriendo como un loco, nervioso, tenso, a la espera del resultado final, como todos los domingos. Y hoy, frente al televisor y a la repetición del encuentro, observando las jugadas de riesgo, no recuerdo ni cómo salieron. ¿Para qué entonces tantos nervios? ¿Para qué entonces tanta angustia, si las emociones en mí han sido productos tan poco imperecederos?
Por otra parte aparecen jugadores luciendo la camiseta auriazul que me hacen exclamar “Mirá quién jugaba”, con sorpresa, porque me he olvidado completamente de ellos. Pero completamente. Muchachos que alternaron la titularidad con la camiseta canalla, quizá durante todo un torneo, pero que desaparecieron un buen día, sin dejar huella, sin imprimir en la memoria el más mínimo de los recuerdos. Nombres, tal vez, que uno ha barajado durante la semana, calculando su presencia el domingo próximo; que uno ha leído en la prensa como firmes candidatos a ocupar la plaza de lateral derecho; sobre cuya capacidad uno ha discutido en el café posiblemente durante horas. Y después se desvanecen en las brumas de una pretemporada, como fantasmas, como entes incorpóreos. Hay jugadores, incluso, que son olvidados en el mismo momento en que están jugando y esto configura un caso más curioso. Cometen, por ejemplo, una equivocación gruesa, aciertan un pase difícil, los putea alguien desde la tribuna o les reconoce un plateísta el infrecuente acierto y entonces uno se despierta y dice: “¿Cómo? ¿Estaba jugando Menichetti?”. Por eso en ocasiones pienso: ¡Qué bien debe haber jugado el Nolo Ferreyra! ¡Cuántos comentarios elogiosos deben haber derramado los abuelos, los tíos, los padrinos, los tíos abuelos para que todavía, después de tantos años, la gente siga repitiendo que esa muchacho era un fenómeno! Cuántas anécdotas, cuántos relatos de jugadas increíbles habrán tenido que acumularse para que hoy alguien, en una mesa de café, deje caer ese nombre (como Borges dejaría caer el de Jacinto Chiclana) y todos sepamos que se trataba de un jugador de fútbol extraordinario, talentoso y elegante, y que vestía la camiseta de Estudiantes de La Plata. La misma que años después vestiría Infante, a quien recuerdo en un solo momento, como si su imagen hubiese quedado atrapada en una formación de hielo, congelada y quieta: haciéndole un gol de media vuelta a Central, en el arco que está de espaldas a la Avenida Génova.
Fernando me había anticipado: “Infante siempre hace goles de media vuelta”, como si fuera un vicio de ese hombre, una manía que lo llevaba a ponerse de espaldas al arco para definir con un giro. Aun cuando se hallara previamente de frente. Lo cierto es que esa tarde Infante nos hizo un gol de media vuelta, bien alta su pierna derecha para que no se le levantara el disparo. Hoy, dado el paso del tiempo, esa imagen se me mezcla con la de Pedro Infante, el legendario cantante mexicano, tal vez por aquella canción que decía: “... entonces yo daré la media vuelta y me iré por el sol, cuando muera la tarde...”.
El borroso equipo de Estudiantes campeón de 1982 (dirigido por el mejor alumno de Zubeldía, Carlos Salvador Bilardo) tenía, eso sí lo recuerdo con nitidez, un mediocampo formidable. Digo, como hincha, que en el mediocampo se definen los partidos. Tener un goleador es muy importante; hablo de un goleador goleador, del tipo “consumidor final” como Fernando Morientes del Real Madrid, de los que fuera del área no significan casi nada. Pero es como tener una bala. Si uno tiene una bala, pero no cuenta con una pistola para dispararla, esa bala no sirve en absoluto. Si no hay un mediocampo que alimente a ese tipo de goleadores, el goleador se muere de hambre, cambia de color, se le marchitan sus pétalos, se torna mustio y se seca. En el mediocampo se decide la tenencia de la pelota y en la tenencia de la pelota, por otra parte, está el apoyo del público. El aliento de la hinchada arranca cuando el equipo recupera la pelota. Allí se enfervoriza la parcialidad, grita, empuja, para que esa pelota se transforme en gol. Cuando el rival la tiene un tiempito, pasan a callarse incluso los entusiastas. Y cuando el adversario la tiene una hora seguida, entonces se callan hasta los más fanáticos.
Aquel mediocampo de Estudiantes podía tenerla durante mucho tiempo porque contaba con tres hombres enormemente habilidosos como Marcelo Trobbiani, Sabella y el Bocha Ponce, quienes además mostraban muchísima movilidad. Como volante de contención oficiaba Miguel Angel Russo, más silvestre quizá, más áspero, pero muy sólido y pensante como para saber adónde se debía estar en cada momento del partido. Tanto como su firmeza en la cancha me sorprendió un día su firmeza ante el periodismo cuando aún era jugador, en un reportaje al finalizar un partido. El periodista aventuró un esquema táctico que podría haberse implementado durante el encuentro. “Sí –le contestó Miguel–, pero adentro de la cancha es otra cosa.” El cronista insistió con su aporte. “Sí –repitió Russo–, desde afuera se ve de una manera, pero adentro de la cancha es otra cosa.” Tajante, drástico, dejando en claro que no son iguales las cosas vista desde una cabina alejada del verde césped, que vistas desde el fragor del combate, la urgencia y la transpiración. Arriba, aquel Estudiantes tenía un par de hombres que se movían con el concepto actual de “uno por adentro y otro por afuera”: Gottardi y Trama. Trama, más fino, más habilidoso, pero también más versátil. Gottardi, el de afuera, con mucha tendencia a venirse adentro aprovechando su enorme efectividad en el cabezazo, su potencia y su guapeza. Gottardi era casi siempre el disparo final, la bala de mejor calibre de este equipo platense.
Todavía hoy, cuando Estudiantes consigue un gol de pelota detenida, casi siempre de cabeza, no falta alguno que recuerde aquella escuela de Osvaldo Zubeldía. Un ejemplo esporádico de reconocimiento a esta rama de la docencia, en un país donde (y así lo recuerda Mercedes Sosa, cantando “Campana de palo”) no hemos sido demasiado justos con los educadores.
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