FúTBOL › LA HISTORIA DE SUáREZ
› Por Gustavo Veiga
La isla donde podría haber sido arrojado el cuerpo de Roberto Daniel Suárez (foto) tal vez desapareció como su cadáver. Las grandes inundaciones producidas en la provincia de Santa Fe alteraron el paisaje lacustre frente al Batallón 601 de Santo Tomé. Sebastián, su hijo, nació en cautiverio. María Cecilia Mazzetti, la jovencísima compañera del conscripto, lo dio a luz después de sufrir torturas cuando estaba embarazada. Cuatro días tuvo que pasar hospitalizada por los golpes recibidos y casi un año y medio detenida por militar en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios).
En la Guardia de Infantería Reforzada de la policía santafesina recibía a su bebé Sebastián cada quince días. Lo llevaban los abuelos, gracias a que un enfermero le había pedido el teléfono a Mazzetti, se lo anotó en su mano y así les informó sobre su paradero. “Ellos contaban que me entregaban en el patio del lugar de detención; ahí me dejaban desnudo, bajo la helada y después venía mi mamá a buscarme. Por ese trato mis abuelos no me llevaron más y a los diez años contraje una neumonía. Tuve consecuencias por eso. Todo lo que pasé me provocó problemas personales, sufrí una ruptura forzada del vínculo con mi mamá y hasta llegué a odiarla. ¡Una locura! Terminamos viviendo en La Pampa porque a mi familia le recomendaron que se fuera”, recuerda con entereza Sebastián.
Su padre desapareció el 1º de agosto de 1977 después de tomar un colectivo de la línea 14. La familia lo buscó por cuarteles y comisarías, juzgados y dependencias civiles del Estado. Suárez había decidido acabar con su condición de desertor –militaba en la Juventud Peronista– y se presentó en el batallón. En su efímera vida de libertad vigilada, cuando ya resultaba evidente que lo seguían de cerca, en el 601 le pidieron que entregara un recado del que nunca más volvió.
Mazzetti había tenido su bebé y Roberto lo disfrutó cinco meses, haciéndose un hueco entre la vida cuartelaria y los escasos momentos hogareños. Los abuelos le contaron a Sebastián que su padre llegó a conocerlo. Su madre, una militante de los derechos humanos, reside todavía en Santa Fe. “La idea es que paguen los responsables de estos crímenes en su totalidad. Es hora de hacerlo, porque no habrá otro momento”, concluye el joven que hoy tiene 32 años.
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