FúTBOL › OPINIóN
› Por Juan José Panno
No jugaban una final de campeonato ni de Copa; no presentaban a grandes estrellas, no jugaban dos de las principales figuras, Riquelme y Alvarez Balanta; no eran más que las mismas caras de siempre, con alguna excepción de dos equipos de poco vuelo, pero el estadio estaba a tope, como dicen los españoles. Las plateas bajas que valían 350 pesos se vendieron a mil y las populares que costaban 130 pesos, a 350. Y aquí ya hay una primera y casi exclusiva respuesta a esta pregunta: ¿a quién le sirven los clásicos de verano? A los dirigentes les sirven; y a los barrabravas, que manejan la reventa.
La expectativa generada por este duelo también tiene que ver con la novedad que presentaba el hecho de que después de bastante tiempo se le abría a la gente la posibilidad de ver un partido como los de antes, con tribunas de un color y de otro, con cantos de un lado y del otro, con el sonido del folklore futbolero en estéreo. En una Mar del Plata colmada de turistas de todo el país, que pocas veces tienen la chance de presenciar un Superclásico, el estadio José Minella, con capacidad para 35 mil personas, quedó chico. Más de 800 policías se encargaron de la seguridad y, como no hubo que lamentar ningún incidente, las autoridades provinciales se anotaron un poroto, o al menos evitaron tener que soportar la andanada de críticas que habrían caído en caso de producirse algún hecho de inseguridad.
Si se les pregunta a Carlos Bianchi y a Ramón Díaz para qué sirven esta clase de partidos, ofrecerán respuestas diplomáticas. Tanto el DT de Boca como el de River saben de la relativa importancia de estas confrontaciones, pero esta vez estuvieron sobrios. El año pasado, Bianchi se había quejado abiertamente de tener que jugar tres veces en el verano y había dicho que lo único que le interesaba era que no hubiera lesionados. Pero en esta ocasión no dijo nada, acaso para no fastidiar a los dirigentes que exprimen a la gallinita de los huevos de oro. El Pelado Díaz, por su parte, el año pasado había estado picante en las declaraciones, pero ahora adoptó una postura que tiene más que ver con el estilo de conducción que pretende la nueva dirigencia del club que con su naturaleza.
Como sea, algunas conclusiones –aunque mínimas– habrán sacado de este partido que los jugadores tomaron más en serio de lo que se podía esperar. Saben que están en plena pretemporada, que no conviene arriesgar más de la cuenta, pero sin embargo terminaron contagiados del ambiente y jugaron a cara de perro. En los tres clásicos del año pasado, River había sacado ventajas (2-0 en Mar del Plata, 0-0 en Mendoza y 2-1 en Córdoba), pero nada de eso le sirvió demasiado para su rendimiento en los torneos locales. En todo caso, aquellos resultados le sirvieron al Pelado para ahuyentar fantasmas, ya que en el año 2000 se había ido de River después de una derrota frente a un juvenil equipo de Boca. En definitiva, Bianchi, Díaz y los jugadores sabían que no se jugaban ninguna parada crucial, pero el empate los dejó tranquilos y conformes. Eso sí: de fútbol ni hablar.
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