Dom 16.05.2004
libros

RESEñA

Pizarnik y sus metáforas

EL POEMA Y SU DOBLE
Anahí Mallol

Simurg
Buenos Aires, 2003
259 págs.

› Por Patricio Lennard

¿Por qué no empezar la lectura de un libro en la foto de su autor? ¿Por qué no ver en el gesto adusto, en la sonrisa fingida, en el cigarrillo mise en scéne consumiéndose entre los dedos, o en las muecas autosuficientes de los escritores consagrados, un índice de algo de lo que el texto nos depara? En El poema y su doble de Anahí Mallol, sin ir más lejos, la solapa la muestra leyendo atentamente, sobre un fondo de árboles frutales, un libro que –si se acerca la mirada– ostenta el nombre de Alejandra Pizarnik en su tapa. Y como leer muchas veces es dar cuenta del mundo que en algunos escritos se resume en un ínfimo detalle, bien vale ver en esa foto el álgebra de un texto que de entrada pregunta: “¿Quién no tuvo un affair con Alejandra Pizarnik?”.
De hecho, el mayor interés que tiene el mapa de la poesía argentina de los últimos treinta años, que Mallol diseña, reside en el análisis que hace de cómo la poesía de Pizarnik ha expandido su influjo sobre los poetas que vinieron luego. A lo que habría que responder –si se retoma la pregunta antedicha– “que quien esté libre de pecado, arroje la primera piedra”.
Mallol, poeta que lee a otros poetas (lo que hace de la figura del doble uno de los problemas teóricos del libro, en tanto la poesía misma, por momentos, se reescribe poéticamente en el discurso crítico), piensa el jardín como imagen del poema, como un espacio figurativo que le permite hilvanar –siguiendo su huella– las obras de autores tan diversos como Susana Thénon, María Moreno, Delfina Muschietti, Mirta Rosenberg, Tamara Kamenszain, Arturo Carrera, Diana Bellesi y Olga Orozco. Así, más allá del modo en que una selección de este tipo privilegia una cierta imagen de la tradición por sobre otras, el saldo de la “deuda Pizarnik” no sólo se expone en los ensayos que la autora dedica, en la primera parte, a cada uno de estos poetas, sino que también es un punto de aproximación a “la poesía joven de los noventa”.
La hipótesis de que la obra tardía de Pizarnik anticipa –en su progresivo barroquismo– el “neobarroso” de Perlongher y las humoradas y juegos de disfraces de la poesía de la última década, o aquella que piensa la obra de Olga Orozco como precursora –en las imágenes que revelan al sujeto poético sobre todo– de la poesía de Alejandra, están entre las más interesantes del libro. Por su parte, la idea de que en los noventa se pone en evidencia el agotamiento de esa “poesía del poetizar” que tiene, con seguridad, en Pizarnik a uno de sus más brillantes exponentes, expresa una de las marcas generacionales que la autora atribuye a los jóvenes poetas. En este sentido, en los textos de Martín Gambarotta, Santiago Llach, Washington Cucurto y Marina Mariasch (por nombrar tan sólo a algunos de los escritores que aparecen en la segunda parte), Mallol recorta el desparpajo, la furia, la fascinación por la cultura de masas, el humor y la polifonía exacerbada como claves para entrar a ese corpus poético que está en plena ebullición en el presente.
Si un poema o una obra literaria no puede ser leída (ni escrita) sino en función de la tradición que forman los textos que se han escrito previamente, la tarea de reponer un universo tan heterogéneo e inaprensible como la escritura poética de un período, y desde una perspectiva más o menos diacrónica, supone un riesgo que no cualquier crítico está dispuesto a correr. Mallol se anima y consigue momentos hartoiluminadores. Momentos en que la poesía parece hacer muecas desde esas fotografías que ella, como cualquier crítico (aunque ninguno lo diga), busca tomar a los inquietos sentidos de los textos que lee.

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