En el cuarto de las herramientas
Por Alan Pauls
Como el que tiene un sueño, tengo este flashback: soy joven, muy joven, y voy a ver a Aira. En el camino hacia Flores me asalta un viejo escándalo: ¿tienen casa los escritores? ¿Quiero decir: “casa” .-aparte de la mesa en la que escriben, la silla en la que se sientan, la libretita que los consume, la máquina de escribir, etc.?– La pregunta me deja tan perplejo que ni siquiera se me ocurre tomarme a mí de ejemplo para responderla. Tal vez sea demasiado joven para ser un escritor (aunque creo haber publicado ya una novela o dos), o lo que es seguro, en todo caso, es que a esa edad soy incompatible con cualquier ejemplaridad. (A tantos años de la escena, el síndrome, sin embargo, no me ha abandonado: basta que me encuentre con un escritor, no importa si malo o bueno, si admirado o indiferente, para sentir en el acto que yo no soy uno.) O quizá –más vulgarmente– me maree la proliferación de heladerías, negocios de ropa y galerías comerciales que hay a esa altura en la avenida Rivadavia. Tengo un solo miedo, todo el tiempo, y es el miedo infantil por excelencia: miedo de pasarme. (Y como un bobo pierdo, después, la oportunidad de preguntárselo al propio Aira: ¿por qué los niños, modernos como son, viven siempre bajo el imperio de lo lineal y tardan tanto en incorporar la idea de reversibilidad?) Llego, me hacen pasar. El camino me desconcierta: no veo libros por ninguna parte, y para colmo cruzamos por la cocina. (¡Soy tan joven, tan pre Puig, que no atino a pensar la cocina como espacio literario!) ¡Eh!, pienso. ¿Adónde me llevan? La entrevista tiene lugar en un cuartito decepcionante, pegado a la cocina –lo que alguien de otra época, mi abuelo, por ejemplo, hubiera llamado “el cuarto de las herramientas”. Si hasta hoy, al recordarlo, me parece confundir el escritorio de Aira con una de esas largas mesas de carpintero que engalanan de tosquedad los livings elegantes... La entrevista es sobre cine. Tengo un programa de radio sobre cine y por alguna razón he decidido que Aira tiene mucho para decir al respecto.
Y en un momento de la conversación, mientras trato con dificultad de familiarizarme con los signos de su estilo (la concentración distraída, la evanescencia, la mirada puesta siempre en otro lado, la impresión de que todo le resulta más bien insignificante, o frívolo, o mal formulado, y aun así inexplicablemente interesante), Aira lo dice. Dice (cito de memoria): “El cine es la resta de todas las artes”. Muy bien, pienso, he aquí una idea a considerar. Pero no tengo tiempo de considerarla porque la charla debe continuar, y la única forma de hacer que continúe es inventar nuevas preguntas, y si no pregunto yo, ¿quién? Así que improviso unas preguntascortina de humo y charlamos un rato, hasta que no aguanto más y le digo, citando de memoria: “‘El cine es la resta de todas las artes’. Me interesó mucho esa idea. ¿No podrías desarrollarla un poco?” Un silencio. El zumbido de la heladera se oye tan cerca que es como si estuviéramos en el corazón de la cocina. Y Aira dice, menos como disculpa que como advertencia: “Ah... Es que yo, cuando quiero pensar, no pienso. Y a veces, en cambio, me sucede pensar”.
Y bien: no hubo caso. Aira no desarrolló. Cuando la entrevista llegó a su fin, su advertencia –que yo, iluso, había tomado por un alarde de suave histeria budista– se había convertido en una especie de negativa irreductible, tan intransigente (pero también tan delicada) como la que Melville le hace poner en práctica a Bartleby. O tal vez la histeria, que en un noventa por ciento de los casos, mucho más cuando el portador es un escritor, es histérica, es decir: acontece y cede, pica y se retracta, tal vez la histeria, en el caso de Aira, por alguna razón, capricho o destreza misteriosa, se sostuviera. Aunque pensándolo bien, ¿hay alguna mitología más alejada de Aira que la del sostener? Desarrollar es eso, precisamente: sostener, y Aira, como quedó claro en esaentrevista, no desarrollaba. No, no era enemigo del desarrollar, tampoco se negaba –estrictamente– a desarrollar; a la enemistad o la negación, políticas frontales, demasiado deudoras, todavía, del imperativo de sostener, Aira oponía una táctica más sutil, que parecía aprendida en un remoto manual de beligerancia oriental: la declinación. “El cine es la resta de todas las artes”. Ese aforismo, Aira, como quien deja pasar una segunda taza de té, un scon, un escritor demasiado estentóreo, declinaba desarrollarlo. La diferencia no me parece inocua y es, creo, esencialmente narrativa. La negativa (la enemistad) es un gesto, una bravuconada, un límite, algo que nace y muere en el momento mismo de nacer. La negativa excluye todo devenir. Lejos de extenuarse en su fórmula, la declinación, en cambio, sigue actuando después, sigue trabajando, sigue declinándose en acto, todo el tiempo. (De ahí la frase, el mantra extraño, que yo no podía dejar de repetirme en silencio aquella vez, en el “cuarto de las herramientas”, mientras Aira hablaba de alguna otra cosa: “No está desarrollando, sigue sin desarrollar, el muy cretino no piensa desarrollar”.) La declinación, como el arte de narrar, es pura posteridad. Al declinar desarrollarlo, Aira, de algún modo, difería el sentido de su aforismo, lo transformaba en una promesa, una amenaza, una miniatura de bomba de tiempo llamada a estallar poco después, un poco acá, un poco allá, y a liberar su polen secreto en dosis homeopáticas.
Habría mucho para decir de esas maneras oraculares, mezcla de reserva, despiste y relámpago significante, con las que Aira desembarcó, desconcertándola hasta el malhumor, en la literatura argentina, tan afecta a construir a sus escritores como adalides de la intención, la voluntad, el trabajo. Aira, en efecto, tiene todo para ser un gurú, un gurú de la secta heterodoxa de Duchamp, de John Cage, de Macedonio Fernández: el gusto por la paradoja, el humor, el nonsense; la defensa de un concepto de verdad anintencional; el goce de lo instantáneo; la creencia en el azar; el culto simultáneo del secreto y de los mecanismos del secreto. Habría mucho para decir, sin duda, del modo en que Aira inocula, en una literatura tan abrumadoramente laica como la argentina, no me animo a decir un virus de religión pero sí, al menos, el cuerpo extraño, extrañísimo, de un esoterismo profano, a la vez inocente y perverso, alimentado con raciones parejas de budismo zen, de infancia, de surrealismo, de mística, de ciencia y de catatonia. Hay muchas maneras, seguramente todas atinadas, de designar ese cuerpo extraño. Yo propongo llamarlo misterio. (No invento nada; leo a Aira: ahí están, para darme la razón, “los misterios de Rosario”, que no llegan a 15, como los del Santo Rosario, pero cuánto más vertiginosos son.)
Sí. Esa tarde, volviendo de Flores, ya sin el terror de perder de vista la altura de la avenida Rivadavia y pasarme, yo también pensé lo que muchos: que Aira “se hacía el misterioso”. Pero lo interesante en él es que esa teatralidad, que sus detractores describen a menudo como una pura impostura, no disfraza, oculta ni enmascara nada –nada distinto, en todo caso, que eso mismo que despliega; es decir: la lógica del misterio. Sin duda hay una actuación, una performance Aira, y por cierto muy sofisticada. Pero pensarla según la lógica de la hipocresía, que es como se suelen pensar en la literatura argentina los sistemas histriónicos de los escritores, es literalmente ir muertos. En ese sentido, preguntarse si “detrás” de la proverbial disipación mental aireana no se esconde una maniática voluntad de cálculo es mucho menos pertinente, y sin duda mucho más anacrónico, que preguntarse, como más de una vez sucedió, si Aira, “en el fondo”, es un genio o un idiota. En todo caso digámoslo así: si Aira “se hace el misterioso” –y efectivamente, eso mismo es lo que se hace– no es porque tenga algo que ocultar, sino porque lo que su literatura trabaja (y lo que trabaja en y a su literatura) es la fuerza del misterio. En rigor, ¿qué hace Aira cuando declina la invitación a desovillar su frase misteriosa? Renuncia a mirar atrás, a regresar, a releerse. Renuncia a “transformar el proceso en resultado”, como él mismo escribe a propósito de la escritura automática en Alejandra Pizarnik. (Y cuando Aira escribe sobre otro escritor, ya sean Pizarnik, Copi o Edward Lear, no hace otra cosa que ventilar su “cuarto de las herramientas” propio.) Y esa renuncia, quizás el único imperativo estético-político de los años ‘70 al que Aira, que más de una vez evoca su remotísima juventud radicalizada, permanece fiel, es también la clave de su singular relación con la historia. Como Orfeo, Aira renuncia a darse vuelta y a volver; elige el olvido, el escándalo de un olvido voluntario -comparado con el cual el de la memoria involuntaria suena a juego de niños–, con lo que la historia es literalmente conjurada, es decir: suprimida e invocada a la vez; suprimida como arrepentimiento, invocada como una suerte de presente fantasmal, documentado por los accidentes que cualquier revisión más o menos atenta no habría vacilado en cepillar.
Así, el Aira que se niega a corregir, que renuncia a recordar, a volver sobre sus pasos, a rebobinar, y elige siempre la fuga hacia adelante (avanzar, avanzar: una frase más, un libro más), perturba con una particular insidia las dos alternativas imaginarias más o menos canónicas de que dispone el escritor argentino a la hora de relacionarse con su propia práctica: la espontaneidad (el mito del escritor que escribe “sin saber lo que hace”, atento sólo a la dimensión de los temas, las problemáticas, los contenidos y –en el mejor de los casos– las “técnicas”) y el control (el mito del escritor que, además de estar en poder de todos sus secretos, se da el lujo de revelarlos razonadamente). Aira, por su parte, ni sabe ni deja de saber; suspende la instancia del saber (tan decisiva para el escritor espontáneo como para el omnipotente) con la estrategia del niño que cierra los ojos y menea la cabeza y decide que no, que no quiere saber, pero lo decide no para declarar cuál es el valor que le asigna al pensar en lo que hace, ni para privilegiar otra cosa, ya sea el “narrar”, “la historia”, “el tema”, “el lector”, como quieran llamarlo, sino más bien para que lo que hace, su práctica, pueda convertirse en el lugar de aparición, el teatro de un pensamiento. (De ahí la pertinencia del dilema: ¿genio o idiota? Los genios, como los idiotas, son irresponsables; no “producen” exactamente lo que hacen: más bien posibilitan, dan lugar, autorizan.)
“De lo que se escribió un día hay que reivindicarse al siguiente, no volviendo atrás a corregir (es inútil) sino avanzando, dándole sentido a lo que no lo tenía a fuerza de avanzar”. Es lo que Aira llama el Procedimiento. Porque Aira el misterioso, el esotérico, el que renuncia a volver, es al mismo tiempo el adalid de la fórmula, el mago de las recetas, el número uno en el arte del manual de instrucciones. El mecanismo: eso es todo lo que parece interesarle cuando se pone a leer, lo que lo desvela, lo único que tiene entre ceja y ceja cada vez que escribe sobre otro. Se diría que todo lo demás –todo lo que se puede encontrar en un escritor– es un pretexto, una vía de acceso o un obstáculo para llegar a esa especie de ultima ratio que ya ni siquiera es literaria sino “artística”: el Procedimiento. (No es casual que cuando lee, Aira lea a menudo escritores que también hacen otra cosa, dibujan, pintan, hacen mamarrachos: como si esa vecindad con alguna forma de arte no literario fuera una suerte de condición esencial para todo efecto propiamente literario. Y tampoco es casual –es, creo, uno de los rasgos característicos de Aira en el paisaje de la literatura argentina contemporánea– que muchas de las categorías con las que nos invita a pensar su literatura no vienen de la literatura sino de las artes plásticas, del vector más duchampiano de las artes plásticas –la categoría de ready made, por ejemplo, o la utopía de una literaturaconceptual–, o incluso de ciertas ciencias duras –la noción de singularidad desnuda, la de catástrofe.)
“A veces me sucede pensar”, dice Aira en mi flashback. ¿Afectación? ¿Coquetería? Digamos mejor: vanguardismo –si la palabra, con esa desinencia drástica, pudiera retener por un momento algo de la fuerza anintencional con la que Aira a menudo intenta revitalizar gestos artísticos que a priori sólo se sostenían gracias al trabajo, la voluntad, el compromiso, etc. Roussel + Duchamp, digamos. O también Warhol –para repatriar una dimensión de puerilidad que acaso nos resulte más familiar, y también más irritante. (Es otro rasgo de Aira, ese estilo de irritar: no conozco escritor que en tan poco tiempo –20 años, digamos– haya recuperado, para reivindicarlas, muchas de las discapacidades y disvalores que rondan a la literatura argentina del siglo XX: la estupidez, la ingenuidad, el exotismo, la facilidad, la cantidad, el infantilismo, la frivolidad...) Pero el vanguardismo de Aira, como sus misterios, es esencialmente huérfano: no tiene dogma que lo apuntale ni autoridad que lo revele, y no parece obligar a ninguna clase de creencia. El mecanismo es lo que queda de la máquina vanguardia una vez que ha estallado: resortes, bisagras, piezas sueltas, todos esos órganos que la catástrofe ha convertido de golpe en instrumentos y que los niños se apropian con una fruición acongojada, no para reconstruir el juguete que colapsó (no para volver atrás) sino para ver de qué otra cosa pueden servir.
Aira dice que no corrige. ¿Hay que creerle? ¿Por qué no corregirlo, más bien? Aira no corrige antes de publicar; corrige mientras publica. O mejor: no es él quien corrige; es su literatura. “Viernes”, leemos en Diario de la hepatitis: “La ondulación de la realidad. No, no está bien así. Debe decirse: la ondulación. La realidad es adjetivo”. Y hay otro viernes donde la cosa empeora. “Viernes”, dice: “Voy caminando en una dirección... en una, no en otra... por la rue de Rivoli, bajo la lluvia... No, no la lluvia en sí... más bien lo que empieza; quiero decir: empieza a llover... No empieza sino que termina. Empieza y termina a la vez. Termina y empieza. Es una indecisión en la que está lloviendo, ¡me estoy mojando! Y encima: perdido. No, no perdido porque es la rue de Rivoli...” Aira, escritor de mecanismos, encuentra el antídoto contra todo lo que amenaza con ponerlo del lado de una “literatura mecánica”: la vacilación. ¿Cuánto hacía que la literatura argentina no se permitía ese lujo? La vacilación –gran valor gombrowicziano– es el modo específico, tonal, en que la literatura de Aira “resuelve” el problema de la corrección. Elimina de la corrección lo que a Aira más le molesta –el efecto de borrado, la falta de huellas– y, lo que es mucho más importante, agrega cambio, o impone una idea de cambio que no supone el reemplazo (de lo viejo por lo nuevo, de lo malo por lo bueno, de lo imperfecto por lo mejorado) sino una especie de vértigo de adición, un delirio de suma. Cambio y crudeza, es la ley del action writing: más, más, siempre más .-y que lo viejo quede, quede presente, no deje nunca de quedar...
Es la misma lógica que rige la proliferación monstruosa, como alcohólica, de la obra aireana. Un libro más, y otro, y otro, y juro que éste es el último pero no, éste es el último... Un libro aquí, en esta editorial multinacional, otro acá, en México, otro para los cartoneros, éste para los españoles, para Chile este otro... Libros que crecen como conejos, firmados por un escritor del que se dice, acaso por las razones más equívocas, que es “único”. (En un artículo célebre, Lévi-Strauss decía que la gran pregunta infantil era: ¿cómo de dos sale uno? La de Aira, escritor antiedípico, es: ¿cómo de uno salen múltiples?) Es, una vez más, el gran principio del misterio: eso –acontecimiento, milagro, nonsense original– que es mejor dejar en la sombra (“cuando quiero pensar no pienso”) para que pueda haber narración, para que los relatos se multipliquen, los libros inunden el mundo, el Sistema Editorial colapse...Y una vez más el dilema: ¿son malos o son buenos los libros de Aira? Pero no; una vez más, no: el procedimiento no tiene nada que ver con la calidad. No la produce ni deja de producirla: simplemente es de otro mundo. El mecanismo, diría Aira, es creacionista, no productivo. Lo único no se opone al vértigo de la serie: es, al contrario, su condición de posibilidad. En ese sentido sí, habría que decir que los libros de Aira no son ni buenos ni malos; son únicos –únicos en su especie, que es la especie de los libros de Aira, como es único el gesto de Duchamp, o de Cage, o de Puig, o incluso –en este sentido– de Borges: como sólo son únicas las cosas que imponen su ley, inventan su posteridad y condenan al mundo a repetirlas. n
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Intervención leída en el coloquio internacional
César Aira: un episodio en la literatura argentina del fin de siglo, París-Grenoble, mayo de 2004.
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