Dom 13.06.2004
libros

Esa extraña influencia

por A. P.

Con invitados de todas partes del mundo (pero mayoría argentina) y una asistencia casi perfecta (sólo faltó Francine Masiello, retenida en California por un problema familiar) se llevó a cabo en Francia, entre el 14 y el 17 de mayo pasados, el coloquio internacional César Aira: un episodio en la literatura argentina del fin de siglo. Coproducido por el grupo LI.RI.CO (Julio Premat, Diego Vecchio, Graciela Villanueva), de la Universidad París 8, y la Universidad Stendhal de Grenoble, búnker de Michel Lafon, especialista en literatura argentina y héroe taciturno del Fragmento de un diario de Los Alpes de Aira, el encuentro, signado por una extraña disciplina llamada “Argentinismo”, tuvo su cara urbana y su cara montañosa, ambas bendecidas por el clima más hospitalario que los franceses recuerden en años. La cara urbana, laberíntica, fue en la Universidad de París VIII, en Saint-Denis; la montañosa fue en Grenoble, ciudad que Stendhal detestaba y donde todo o casi todo se llama Stendhal.
¿Por qué Aira, a esta altura temprana del partido? Muchos blandieron la pregunta para neutralizar esos colores póstumos que suelen contraer los escritores tan pronto los roza la institución coloquio. Su pertinencia, en todo caso, residía en la paradoja que ponía en escena. A los 55 años, con la usina literaria funcionando a pleno y un contagio internacional que crece a pasos agigantados, Aira parece muy lejos del estado más o menos taxidérmico que exigen los coloquios para ser unipersonales. Y sin embargo... Aira está, al menos en la literatura argentina, en ese punto crítico en que el escritor empieza a confundirse con sus efectos; un punto inestable, ambivalente, en el que los síntomas de vitalidad –pocos escritores permearon tan velozmente el ethos del campo literario argentino como Aira– pueden volverse indistinguibles de peligros como la irradiación epigónica o la consolidación de un nuevo sentido común, excéntrico, probablemente, y saludablemente esquizo, pero tan homogéneo y omnímodo como cualquier otro.
De todos los Airas que pasaron por la lupa del coloquio (el “indigenista”, el metamorfoseador de espacios, el vanguardista, el cinematográfico, el Aira máquina soltera, el idiota, el filosófico, el artista del Todo Breve, el mitómano, el amigo de infancia de Arturo Carrera –responsable de la intervención más desopilante de todo el encuentro–, el autoficcionalizador, el ensayista, el suspensor del sentido, etc.), ese Aira adhesivo fue quizás el más interesante y problemático. Apareció al sesgo, recortado, quizás involuntariamente, por focos que apuntaban en otras direcciones, pero fue el que más interpeló –feedback imprevisto pero apasionante– a los discursos que se afanaban por merodearlo. Porque sihay alguna voz candidata a sucumbir al efecto adhesión, esa voz es la de la crítica. ¿Qué pasa cuando la crítica, para hablar de Aira, se pone a hablar en el idioma de Aira?
Entre el descubrimiento deslumbrado y la mímesis, la curiosidad desconfiada y la fascinación, la disección escrupulosa y el festejo, el coloquio (cuyas actas se publicarán en junio de 2005 en la revista Tigre, de la Universidad de Grenoble) funcionó como una suerte de pasada en limpio, un balance provisorio de algo que está y no está a la vez en la obra de Aira y que es su formidable influencia: ese poder tejido de impoder y fragilidad que hace que antes de Aira no parezca haber nada, que Aira aparezca al mismo tiempo como el primer y el último escritor de la literatura argentina y que todos los paisajes –de los más afines a los más refractarios– estén volviéndose un poco aireanos o ya lo sean, incluso, antes de nacer.

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