Dom 05.05.2002
libros

RESEÑAS

Hombre en la orilla

CUENTOS COMPLETOS
Prólogo de Elvio Gandolfo,
Ilustraciones de Sanyú
Enrique Wernicke.
Colección Los Grandes, Ediciones Colihue
Buenos Aires, 2002
343 págs.

Por Guillermo Saccomanno

Enrique Wernicke (1915-1968) ensayó toda clase de oficios, desde topógrafo hasta redactor publicitario. Con frecuencia y hasta sus últimos días, supo ganarse la vida como fabricante artesanal de soldaditos de plomo. Pero fue el oficio de escritor el que le otorgó un reconocimiento tan clandestino como póstumo en la categoría rara de “escritor para escritores”. Wernicke escribió novelas, teatro y un sinfín de cuentos que prueban su maestría indiscutible en el género. Al morir dejó un diario de 1500 carillas mecanografiadas en las que se vuelcan tanto sus frustraciones personales como sus dudas y sus furias, sus incertidumbres y sus opiniones crispadas sobre el trabajo literario. En las solapas de sus libros las semblanzas de autor destacan, por lo general, la experiencia vital como motor básico de su escritura. En esos años, lo que va de los cuarenta a los sesenta, para la izquierda, era la experiencia la que validaba una literatura. Así, todos esos comportamientos ligados a lo vital (reciedumbre, actividades polifacéticas, peregrinajes) eran la garantía de un estilo. Sin embargo, aun cuando Wernicke disponía de estos datos curriculares de moda, con lucidez se fue separando en su tiempo de los modelos canónicos al confinarse en los bordes tanto existenciales como literarios.
Recluido en la costa, Wernicke eligió ese paisaje del río como territorio íntimo y mítico mientras su escritura se iba afilando cada vez más en cuentos más cortos. A medida que Wernicke avanzaba en el arte del cuento, su impronta “realista” se fue borrando en función de la asepsia y la neutralidad simbólica como sellos personales. Si bien en sus comienzos puede advertirse la relación entre la trama y una paradoja, la “enseñanza”, proveniente de su producción de relatos para chicos, Wernicke fue depurando con obstinación todo atisbo de mensajismo. En su brevedad y despojamiento, sus cuentos aspiran cada vez con mayor precisión al insight. Y, en su modo, anticipan los relatos últimos de Miguel Briante, otro marginal de circuitos y modas literarias, que supo conseguir con sus narraciones verdaderas piezas poéticas en las que el acento campero se entrevera con un decir firme y definitivo.
Alguien afirmó que hay escritores cuyas obras tienen que pasar el duro precio de la ignorancia durante años hasta encontrar su día de justicia. A Wernicke le gustaba definir su escritura como “una voz lerda para razonar pausado”. El tiempo le dio la razón. Y ahora, rescatados del olvido en una edición completa, los cuentos de Wernicke confirman su dones. Necesaria, imprescindible, esta edición, un auténtico acontecimiento, viene a probar el cuidado de orfebre que Wernicke le dedicaba a cada cuento. “Jamás imaginé que las palabras tuvieran un poder semejante”, anotó en su diario. “Apenas si voy por la mitad del cuento y siento como si me hubiera pasado toda la vida en este campo.” Su arte consiste en una persecución constante de la síntesis. Como si hubiera cruzado las lecciones de Chejov y de Hemingway. Wernicke toma del primero su concepción del relato breve: escribir cuentos es el arte de tachar. Y de Hemingway, su legendaria teoría del iceberg: la superficie engañosa de los hechos, que se sostiene sólo a condición de que se intuya su base.
Los Cuentos completos de Wernicke comprenden Función y muerte en el cine ABC (1940), Hans Grillo (1940), El señor cisne (1947), Los que se van (1957) y su producción posterior. A modo de ejemplo de su eficacia narrativa podrían citarse fragmentos, momentos que operan como iluminaciones, que no son pocas en Wernicke. Pero todo recorte, por más brillo que irradie, considerando la longitud acotadísima de sus cuentos, resulta parcializado en su apreciación. En oportunidades, las acciones, los hechos, simulan actuar como telón sobre el que disparan estos destellos. La pobreza, la intemperie, la desesperación, la infancia, la soledad y la muerte suelen presentarse como los ejes temáticos, pero articulados en una narrativa que tiene siempre en cuenta la fugacidad, esquivan hábilmente tanto la denuncia social de tinte zdhanovista como la moraleja consoladora. En la miniatura, como si se tratara de juguetes, pero rabiosos, Wernicke buscaba otra cosa. “En épocas en que, en una especie de irrealidad al cubo, hasta la sanata es virtual, leer todos sus cuentos impone su peso como una evidencia a la cual probablemente él mismo fuera ajeno”, observa Elvio Gandolfo en el prólogo. “La de Wernicke es una solidez conseguida paradójicamente a través de ese vaivén, esa vacilación que va desde la seguridad aplastante a la duda corrosiva sobre su propio valor, característica de tantos grandes escritores. Un subterfugio inconsciente o cultivado para librarse de cosas que perturba seguir percibiendo, con la mayor claridad y verdad posibles, la maravilla de vivir, por una parte, y las durísimas mezquindades humanas por otra, sin apartar la mirada.”

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