Dom 08.08.2004
libros

Diario de Hieronymus Ponizalski

por Witold Gombrowicz

Justo hoy me enteré de que mi artículo “El animal hombre” fue rechazado. Bien pensado –me dijeron–, pero mal escrito. Un poco me dolió. Rechazarme a mí un artículo en el diario, ¡a mí! Preñado de dolor tengo que parir lágrimas. ¿Pero no sabía yo mismo que estaba mal escrito? ¿No me afligía cada una de sus palabras? ¿Por qué uno se vuelve tonto cuando escribe, aun cuando uno no sea un tonto?
¿Por qué? ¿Y por qué, me pregunto, uno es completamente distinto en la vida pública que en la vida privada? La misma persona cambia hasta tornarse irreconocible cuando va del dormitorio a la sala, y de la sala al cuarto de trabajo. Es otra cuando se rasca la oreja, otra cuando escribe un poema, otra cuando proclama su opinión sobre la decadencia moral, otra cuando come milanesas con remolachas. ¡Maldita decencia! ¿Y no será esta división la culpable de esa energía hastiante que hace que en su vida privada todos sean tan grandiosos, tan ricos y polifacéticos, pero sus libros en cambio, sus diarios, discursos y tés vespertinos, sus conversaciones y sus modales huelan tan ranciamente a tedio? Oh, nuestra vida es rica en paradojas horribles, y se podría pensar que en cada uno hay dos personas, una privada y una pública, y la pública domina, limita y asfixia a tal punto a la privada que nada bueno puede salir de eso, salvo la muerte.
¿Por qué la muerte? Porque es lo que se me vino a la cabeza. Y si piensan que voy a seguir retocando acá mi pequeño artículo insalvable y rechazado hasta que su inhabilidad se transforme en habilidad y yo al fin haga justicia a todas las exigencias y los cánones de la vida pública, entonces se equivocaron severamente. No: hay momentos en que hay que ponerse duro y decidirse, y exactamente ahora es ese momento. Interrogado acerca de si yo como escritor pienso seguir trabajando sobre mi persona en aras del ESPIRITU, la CULTURA, el ARTE, etc., respondo: no, no y de nuevo no, por una vez y para siempre no. Si la función de la escritura es una tortura que desemboca en el tedio, entonces rompo mi pluma. Estaría dispuesto al tedio sin tortura, también a la tortura sin tedio, pero un compromiso semejante se halla lamentablemente fuera del ámbito de mis posibilidades. Si no puedo ser útil a la vida pública en nada, entonces no me queda más que retirarme de la vida pública. Y si no estoy capacitado para escribir artículos cultos y públicos no lo intentaré más, sino que lejos de los hombres y sólo para mí mismo me desahogaré en mi diario confidencial, y no para los falsos dioses abstractos del beneficio público sino para mi propio goce y beneficio personal. Sepan que no pienso disminuirme ni voy a permitir que me disminuyan. Como todos, me siento rico; desbordo por así decirlo de sabiduría y estupidez, verdad y falsedad, infamia y virtud; ¿por qué razón debo entonces participar del tedioso, representativo té vespertino de vuestras vidas? Un escritor malo, un escritor que escribe mal y sin preocuparse por el nivel, exclusivamente para su propia satisfacción, ustedes lo llaman grafómano y se creen muy listos. Pero esta palabra debe ser rehabilitada en un tiempo en el que los grafómanos experimentan miles de ediciones y los buenos escritores son rehuidos como la peste.
Hace mucho que me di cuenta de que el adormecimiento de la vida pública se debe a que en la vida pública sólo se muestran los méritos, nunca los defectos. Una verdadera danza de méritos es esto, como una danza de esqueletos. Por eso es que un buen escritor, un autor cultivado, sólo escribe con méritos, nunca con méritos y defectos simultáneamente. ¿Frecuento a Waclaw Grubinski o Adam Grzymala-Siedlecki? No: frecuento únicamente la inteligencia y la fineza de Grubinski y la perspicacia y la virtud de Grzymala-Siedlecki. De ahí esa distancia, esa frialdad, esa monotonía. Para entrar en confianza necesitaría que alguien me contara una anécdota sobre alguna debilidad oculta de Grzymala-Siedlecki. A tal punto hemos llegado que incluso el aviso del sastre Kurcan en la misma KurierWarszawaski (El pantalón rayado, el saco cuadriculado/ Chalecos y calzones acolchados etc. –un poema que probablemente haya escrito el mismo Kurcan) hace mejor impresión y despierta reacciones más fuertes que un artículo inteligente, responsable, burgués, un artículo o incluso un libro entero.
Oh, recién ahora veo cuán fácil es en realidad escribir. La carta más banal (pero que sea privada) o el peor poema (pero que sea personal) leídos con aliento contenido, y las Memorias [1836] de [Jan Chryzostom] Pasek [1636-1701], esta aglomeración actual de travesuras de los nobles, conmocionan a la posteridad. Puesto a elegir entre opresión y libertad, entre muerte o vida, tendría que estar loco si dudara más de un segundo. Pero más allá de la higiene personal y el interés personal, ¿no es el santo deber mío, Hieronymus Ponizalski, poner de manifiesto ciertas verdades que no encuentran lugar en el marco de nuestra cultura sólo porque no se trata de verdades cultas sino de verdades de vida?
Esa verdad es la que debe ser expresada, no sólo por malevolencia, sino porque todo lo que vive pide la palabra; y también para limpiar la atmósfera. Noto perfectamente que no se puede soportar mucho tiempo más que la persona pública asfixie y amordace en nuestro interior a la persona privada, que se siente con los muslos abiertos sobre su nuca y que la persona privada le muerda desde abajo el talón con la furia de su impotencia y su sumisión. No, no, la persona pública ha ido demasiado lejos. Percy [¿Shelley?] se elevó demasiado, él o nosotros debemos caer más abajo.
Seguro que se dirá que soy mezquino, desértico, estéril, que no tengo profundidad, que según esta o aquella categoría de la cultura soy negativo y perjudicial. Pero todas las categorías se hacen polvo si el ser humano mismo sale voluntariamente de su tutela y parte hacia un largo paseo solitario. ¿Qué me importan a mí las categorías, plataformas y los niveles culturales si estoy en una plataforma y un nivel lejano de cualquier cultura? Por las dudas y preventivamente advierto que yo soy un grafómano, que escribo para mi propio goce maníaco, así como muge la vaca. ¿Qué me quieren hacer ahora? Ahora aparto sin aflicción a los leones salvajes y cabalgo sobre un dragón gigantesco. Y para el caso de que lo que dije hasta ahora no llegara a alcanzar, y para el caso de que siguiendo viejas malas costumbres me instaran a una idea, un mensaje, un sentido, entonces respondo sencillamente:
Zanahoria
y pongo en esta palabra de peso toda la felicidad de la liberación del terror, toda la alegría por el equilibrio recobrado ahora que al fin ya no tengo más miedo ni me avergüenzo, toda la dulzura de la libertad y el placer de la creatividad. ¡Salud, nivel bajo, gesto anticultural, poco profundo, banal, frívolo! ¡Salud!

El hombre imperfecto
Seco atravesé las vastedades del océano, el coche se sumerge en lo verde y nada como un bote (A[dam] Mickiewicz [1798-1855]). La verdad es que mis palabras de la semana pasada hace tiempo que se hundieron en la corriente del olvido, del Vístula [el río más largo de Polonia]. Pero precisamente por eso, ¡a la tarea! ¿De qué se trata? ¿Qué me gustaría? Yo no quiero más que: ser sincero. Sacar de mí la voz de mi propia privacidad en oposición a la voz pública. Mostrarme en toda mi verdad y debilidad, revelarme sinceramente y no en frac, no en levita, sino de forma natural, podrida. ¿Cabe mi voz, la voz de realidades terrenales y poco apetitosas, en una revista estatal, en la revista más pública de Polonia? ¡Creo que sí, creo eso precisamente aquí y precisamente de esa manera! Porque si el curso de la historia quiere que el Estado tenga entrada en cada nicho, entonces debe escuchar con atención la voz de la vida, debe estar alerta a que la construcción se alce sobre fundamentos firmes y no sobre la arena prohibitiva de las quimeras culturales. Y en lo que respecta a nosotros los seres humanos, cuando el Estado nos ampara bajo su ala, ¿no debemos ocuparnos no de morir bajo ella, sino de vivir? Tendamos un puente, establezcamos una juntura entre la cosa pública y la privada.
Y ante todo quisiera, en pleno sentido de la responsabilidad, así como de la superioridad e importancia de mi rol, exponer mi reacción frente a la polémica que libraron hace poco dos conocidos escritores. Y vean cuán valientemente toco yo este tema, aun cuando los dos meritorios y conocidos escritores me superan en mucho dentro de la jerarquía social. Es la verdad lo que me da coraje. ¿Qué pasó? Uno de los escritores atacó mordazmente el libro del otro escritor, a lo que éste le devolvió la pelota con una respuesta hiriente y aquél volvió a golpear con más fuerza aún. De verdad: nada había de horrible en ello, y tales excursus personales, servidos con veneno y sarcasmo, se leen con mucho placer. Ayer comí huevo pasado por agua, leí y reí para mis adentros. Tengo sin embargo que advertir a los dos escritores que esta risa ya no es la misma risa con que hubiera saludado un combate semejante hace unos diez años, ¡pero si los habrá habido! No, de ninguna manera me alío al uno en su sarcasmo contra el otro, sino que guardo una neutralidad hostil y me río de ambos por igual con esa risa de la poquedad autocomplaciente, una risa llena de nihilismo que hoy en día suena tan a menudo en todo el mundo, secreta, en casas privadas, en conversaciones privadas, y que es más peligrosa que las revoluciones.
Pero, ¿qué es lo que regocijó de esa forma a mi poquedad y mi bajeza? Fue el clasicismo, el clasicismo del procedimiento. “¡Ja, ja, ja!”, grité. “¡Muy bien, bravo! ¡Uno acusó al otro de citar mal! ¡Y el otro de hacerle falsas imputaciones! ¡Naturalmente! ¡Bravo! ¡Uno protesta contra los métodos polémicos del otro, éste a su vez sostiene que fue el otro el que empezó! ¡Ja, ja, ja, excelente! En una palabra: ¡como de costumbre!” Y mi poquedad, mi pequeñez no se cansaba del clasicismo del proceder, de la mordacidad convencional de los dos literatos reñidos. “¡Exacto, exacto, sí, exactamente así!”, estuve gritando hasta que la criada Aniela metió la cabeza en la puerta y preguntó si había pasado algo. Le contesté con el desprecio, el tremendo y fulminante desprecio del individuo particular: “No, nada, un par se pelearon ahí en el periódico”. “Ah”, dijo la criada. Y nosotros dos, es decir yo y la criada, nos miramos con secreta alegría en los ojos, pues nada es tan apetitoso para el pueblo común como ver a dos escritores conocidos tirándose dardos sutilmente. Y nada me regocija más, a mí y a mi criada, que ese ingenioso sistema de alzarse sobre el otro, el sistema de la ironía, del sarcasmo, de la parodia, de la fuerza serena y la seguridad de sí mismo, todos estos trucos literario-culturales y sin embargo homicidas que usa primero una parte y luego, no con menor maestría, la otra. Perdónenme, señores míos, nada en contra de vuestros méritos, lo digo únicamente a guisa de información. Alguna vez debía ser dicho, y yo lo digo en el día de hoy: ciertos sistemas han pasado de moda en mi psique y ya no surten efecto. Lo que antes era bueno hoy ya no lo es. ¿Y por qué? Por lo siguiente, señores míos: porque Ponizalski, o sea yo, o sea el lector, conocemos demasiado bien la cara sucia, porque sabemos demasiado bien cómo se hace eso, cómo se hace eso en la polémica y en la vida: darse importancia. Conocemos esas muecas. Y anoto al margen una resolución moral: desde hoy valoraré en mi conciencia sólo a los seres humanos verdaderamente grandes, o a aquellos que tengan coraje para su pequeñez. Para aquellos que sólo elevan su importancia, ¡abajo con ellos! ¡Humíllenlos!
Y lo otro que me movió de las cosas recientes fueron los artículos de [Ferdinand] Goetels [1890-1960] y [Jan] Parandowskis [1895-1978] en la Gazeta Polska sobre el hombre perfecto. ¿Les apetece un par de palabras amargas para su información? No sé cómo fue históricamente y qué ideal de hombre perfecto imaginó la humanidad, pero sé que hoy llevo metidos en mí no un mito del hombre perfecto sino cincuenta de esos mitos. Consideren únicamente: los periódicos demócratas-nacionalistas plantan en mi alma (¡y con cuánta obstinación!) el mito de que sólo cuenta el demócrata-nacional, el resto es suciedad y podredumbre, usurería judía. Pero tomemos el “Levantamiento de la juventud”, éste impone otro tipo, otro mito, otro ideal humano, según el cual todo el resto es pequeño-burguesía demócrata-nacional. Bien: pero el catolicismo, no menos militante, exige que yo sea como él quiere y que combata todos los otros tipos que hay en mí, de otra forma me prostituiría en un lodazal. Sí, pero el pacifismo, no menos militante, corta mi alma con un filoso, filoso cuchillo y le injerta otro tipo distinto y exige que sea de tal forma, ¡y cuidado si no lo soy! Y algún otro otra cosa, y otro más otra cosa más y cada uno manosea, modela, injerta. ¡Jardineros de oficio! Y todos estos mitos, estos hombres perfectos, transplantados de forma pedagógica en mi alma, se muerden, combaten y se elevan unos sobre los otros, juegan con mis instintos más bajos, se dan de puñetazos en la boca hasta hacer retumbar mi alma. Y mi alma se estremece y se agacha y ya no sabe cómo debe ser para que la dejen en paz.
Estrecho es, estrecho y malo, inhóspito de alguna manera, incómodo, oh, qué mundo, tanta suciedad, tanto terror, tantas palabras horribles, hirientes, ¡tantas filosas, frías lanzas con fines pedagógicos! Me voy debajo de un árbol, a llorar. O quizás me voy debajo de un árbol, a silbar. Digan, ustedes los ¿hombres?: ¿son sólo estos horribles pedagogos –hombres– o son también los partidos, grupos, grupos de fabricantes? ¿Y creéis que esta clase de furiosa fabricación de ideales, tipos, programas y lemas sirve para algo? ¿Que esta violencia permanente sobre mi persona da algún resultado pedagógico? ¿Creéis que yo no sé que vuestros intereses privados, el interés de funcionarios de oficio, se halla inseparablemente unido a esto de torturarme porque al fin y al cabo ustedes hacen con ello? ¡Llorar como silbar! Sepan que todo lo que hoy se logra se logra bien lejos de esa repugnante pedagogía. Y ustedes, asesinos, no despiertan en mí más que asco por mi propia persona, ustedes logran que me sienta frío y distante de mi propia persona, ustedes matan el patriotismo de mi yo en mí (con el que empieza todo patriotismo); no puedo vivir y por eso muero, y sobre mi sepultura no debe haber ni flores ni un monumento, ni siquiera una lápida con inscripción, sólo un perro debe haber ahí, un perro que llore y que reciba látigo. El sol cae, debo cerrar. Me da curiosidad saber si alguna vez se imprimirán estas palabras.

Trad. Ariel Magnus

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