Dom 22.08.2004
libros

Se oyen las musas

por Carlos Gamerro

En sus últimos días, Capote estaba entregado a escribir Plegarias atendidas, que constituiría, como su autor anunció una y otra vez, la nueva En busca del tiempo perdido: “Si Proust fuese norteamericano y viviera ahora en Nueva York –llegó a decir–, esto es lo que escribiría”. Firmó el contrato por el libro en 1966, comprometiéndose a entregarlo para principios de 1968, fecha que fue prorrogándose una y otra vez. Entre 1975 y 1976 publicó cuatro capítulos en la revista Esquire: “Mojave”, “La Côte Basque”, “Monstruos perfectos” y “Kate McCloud”; posteriormente decidiría que el primero no formaba parte del libro y lo publicó como cuento separado en Música para camaleones. Y eso fue todo. La obra que habría rivalizado con la de Proust y sería publicada póstumamente en 1987 es un delgado volumen que contiene apenas los capítulos primero, segundo y séptimo, que sin el armazón de la novela se leen más bien como relatos sueltos.

Proust como veneno
¿Por qué Capote abandonó el proyecto de Plegarias...? Hay varias explicaciones posibles, la más fácil y menos interesante sigue siendo su adicción a las drogas y al jet set. También puede haberlo afectado la publicación de “La Côte Basque”, que desencadenó un escándalo mayúsculo, pues revelaba en él las intimidades –sobre todo sexuales– de la alta sociedad neoyorquina. Los nombres de las personas reales estaban cambiados, pero cualquiera podía reconocerlas y al menos una de ellas se suicidó en consecuencia. La reacción de los sobrevivientes fue, desde su punto de vista al menos, comprensible: le habían permitido a ese advenedizo enano sureño codearse con ellos, lo habían invitado a sus casas y a sus yates, ¿y así les pagaba? Capote veía las cosas de otra manera: “¿Qué se esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Es que esa gente se pensaba que me tenían para entretenerlos?”
Pero más allá de estas bravatas hasta cierto punto defensivas, la reacción corporativa del grupo lo sorprendió e hirió –algo que, dicho sea de paso, también le había sucedido a Proust, su modelo–. Pero no alcanza para explicar su renuencia a seguir trabajando en el libro. La derrota de un escritor –en tanto escritor– parece requerir, además, una explicación puramente literaria, y ésta puede encontrarse en la naturaleza misma del proyecto. Sus conocidos y biógrafos hablan una y otra vez del comportamiento autodestructivo de Capote, refiriéndose a sus hábitos de vida, ¿pero qué puede ser más autodestructivo para un escritor de talento –quizás hasta de genio, como él mismo proclamaba– que querer ser Proust? Nadie –ni siquiera Proust– puede proponerse de antemano una empresa semejante. Él mismo llegó a entenderlo así: “Sueño con él y mi sueño es una sensación tan viva como un golpe en el dedo gordo. Todos los personajes con quienes he vivido, tan brillantes, tan reales... Una parte de mi cerebro dice: `El libro es tan hermoso, tan bien construido: no ha existido nunca un libro más hermoso’. Y la otra parte de mi cerebro dice: `Nadie es capaz de escribir tan bien’”.
En el prólogo a Música para camaleones (uno de los más famosos de la literatura contemporánea), Capote aclara que la interrupción de Plegarias... se debió no a las reacciones del público sino a una crisis creativa. Releyendo todo lo que había escrito hasta entonces llegó a la conclusión de que “nunca, ni siquiera una sola vez en toda mi vida de escritor, había explotado totalmente toda la energía y las emociones estéticas que albergaba el material. Hasta cuando era bueno, veía que en ningún momento había trabajado con más de la mitad, a veces sólo una tercera parte, de mis facultades”. Y éste, justamente, sería el libro donde lo pondría todo. Publicado en 1980 –interrumpiendo una vez más elproyecto de Plegarias...–, Música para camaleones se compone de seis relatos tradicionales de impecable factura, siete “retratos dialogados” y un “relato de no ficción de un crimen americano”: “Féretros tallados a mano”. Los “retratos dialogados” incluyen un perfil de Marilyn Monroe, otro de Bobby Beausoleil, un asesino vinculado al clan Manson, el excepcional “Hola extraño” y uno de lo reportajes más famosos de la historia del periodismo: “Un día de trabajo”, en el cual Capote acompaña a una mujer de limpieza mientras trabaja para personas a las que nunca ha visto y cuyas vidas va reconstruyendo a partir de los indicios que encuentra en sus departamentos y su amorosa simpatía imaginativa. “Féretros tallados a mano” es un relato espeluznante acerca de un terrateniente, el Sr. Quinn, que va enviando féretros en miniatura a los miembros del consejo local que le arrebataron “su” río en una votación, y luego los asesina. Capote afirmaría: “Es una destilación de todo lo que sé sobre técnica literaria: relato breve, guión, periodismo..., todo”. Lo que no es, estrictamente hablando, es un relato de no ficción: desde el vamos no se identifica el lugar (“un pueblo en un pequeño estado del Medio Oeste”) y los personajes tienen nombres inventados, lo que lleva a suponer, correctamente, que en gran medida los hechos también lo son.

El padre de la criatura
El relato de no ficción de Truman Capote es, por supuesto, A sangre fría, la más famosa y quizá la más lograda de sus obras, que inauguró, según su autor, un género nuevo. Tanto se ha escrito sobre la génesis de esta novela (de cómo Capote se encontró, leyendo el New York Times, con la noticia del asesinato de los Clutter, una próspera familia de agricultores, en Holcomb, un pequeño pueblo de Kansas; de cómo partió hacia allá un mes después, y pasó seis años de su vida investigando el caso, haciéndose amigo de los pobladores, los investigadores y, eventualmente, de los asesinos, Perry Smith y Dick Hickock, cuya ejecución terminaría presenciando) que es mejor pasar directamente a la debatida cuestión del género. Ha sido frecuente atacar la presunción de Capote, demostrando que hubo novelas de no ficción antes de la suya. Entre ellas, Operación masacre de Rodolfo Walsh, que los argentinos proponemos como verdadera fundadora del género con la misma tozudez con que pregonamos nuestra potestad sobre el colectivo, la birome y el dulce de leche.
Si bien hay justicia en el reclamo, también es cierto que un invento no es sólo de quien lo inventa sino de quien lo patenta, y Capote –por yanqui, famoso y propagandista nato– tenía todas las de ganar. Además, Capote sirve la novela con teoría incluida (como hicieron, en otro contexto, los franceses del nouveau roman) mientras que las reflexiones teóricas de Walsh sobre la no ficción llegan quince años después de la obra en sí. Dos características son esenciales a la novela de no ficción tal como Capote la practica en A sangre fría: a) la verdad, es decir, la absoluta correspondencia entre los hechos novelescos y los reales, y b) la objetividad, el borramiento de la persona del investigador –Capote, en este caso–, que no aparece en su obra, como sí lo hace Walsh en Operación masacre (el imperativo del compromiso político, central a la concepción del género en Walsh y absolutamente indiferente, si no hostil, a la de Capote, parece demandar la presencia del autor-narrador). La conjunción de verdad factual y objetividad del punto de vista sería el rasgo distintivo de la novela de no ficción que practica Capote (aunque aparezca en persona en “Féretros...”).
Con respecto a lo primero, en A sangre fría la verdad de los hechos narrados parece incuestionable. Quienes han intentado hallar a Capote en falta no desenterraron más que errores tan nimios (como que la yegua de Nancy Clutter no fue vendida a un forastero sino a un lugareño) que terminaron apuntalando, en lugar de refutar, su jactancia. Aun así, se permite una escena inventada, al final: un encuentro imaginario entre AlDewey, el investigador del caso, y Susan Kidwell, amiga de Nancy, en el cementerio donde están enterrados los Clutter. Hablan de los estudios de Susan, del casamiento del ex novio de Nancy, del ingreso del hijo de Al a la universidad; un final que parece calcado del de El arpa de hierba y cuyo mensaje es claro: la vida continúa a pesar de todo. “Me criticaron mucho por ello –admitió Capote–, me decían que debí terminar con las ejecuciones, con aquella horrible escena final. Pero yo sentía que debía regresar a la ciudad, hacer que todo volviera a cerrar el círculo, terminar en paz.” Las exigencias del final –momento de condensación máxima de sentido en cualquier obra– lo llevaron a abandonar, por una vez, la exigencia de verdad. Pero salvo esta excepción, la factualidad se respeta sin grandes problemas. Es con el imperativo de objetividad que empiezan las paradojas.

Mecánica (cuántica) narrativa
Capote viajó a Holcomb un mes después de los hechos y a partir de entonces vivió en el pueblo, habló casi a diario con el investigador del caso, compartiendo informaciones e hipótesis; estaba entre los lugareños cuando llegaron los dos sospechosos esposados, habló con ellos cientos de veces, se convirtió en amigo de ambos; presenció a pedido suyo los ahorcamientos y pagó las lápidas para sus tumbas. De todo esto, nada queda en la obra, salvo rastros fantasmales, como cuando, cerca del final, Hickock hace un largo relato a “un periodista” que no se nombra y no es otro que el propio Capote. En otras palabras, Capote fue también uno de los protagonistas de la historia e influyó sobre el curso de los acontecimientos: el minucioso y sistemático borramiento de su presencia implica, de alguna manera, un falseamiento de los hechos; y objetividad y verdad, en lugar de ir de la mano, terminan oponiéndose.
A sangre fría se convierte así en un texto que parece haber sido escrito para demostrar la pertinencia de las modernas teorías de la física, que aseguran que la presencia del observador inevitablemente modifica los hechos observados.
De todos modos, es indudable que, desde el punto de vista emotivo y estético, Capote eligió el camino correcto: al borrar las marcas de su presencia, la subjetividad acotada e identificable del narrador personal se convierte en una subjetividad difusa, omnipresente, que permea cada línea de la obra, en la cual Capote desaparece de un modo que hubiera llenado de orgullo a su maestro Flaubert, quien proponía que “el autor debe, en su libro, ser como Dios en el universo, estar presente en todas partes y no hacerse jamás visible en ninguna”.
Pero éste no es un proceso que se pueda hacer sin sacrificios. Una oportunidad perdida fue la del juego barroco entre planos de realidad y ficción que la inclusión del autor y la novela dentro de la novela hubieran permitido: al igual que en la segunda parte del Quijote, en la cual los personajes han leído la primera y están pendientes de la aparición de la segunda y todo esto influye sobre el curso de los acontecimientos, hay un momento en que la inconclusa novela A sangre fría comienza a afectar las vidas de los personajes de A sangre fría. Gracias a ella, Perry y Dick se saben estrellas, e intentan influir sobre lo que Capote escribirá, tratando, por ejemplo, de convencerlo de que el crimen no fue planeado, para que sus apelaciones se vieran favorecidas por esta versión. También les preocupaba el título, sobre el cual Capote venía mintiéndoles: “Me han dicho que el libro está a punto de imprimirse y que van a venderlo después de nuestras ejecuciones. Y el libro sé que se titula A sangre fría. ¿Quién miente?... Francamente, A sangre fría es algo que clama a la conciencia”, le escribió indignado Perry. El libro se ha vuelto parte de la historia que cuenta, la historia se ve afectada por el libro: la realidad copia a la no ficción.

El espejo del alma
Perry y Dick consideraban a Capote su amigo y benefactor, y hasta horas antes de la ejecución estuvieron llamándolo desesperados, creyendo (erróneamente, según parece) que podría aplazarla. Y aunque hubiera podido, Capote sabía que sólo podría terminar el libro una vez que los ejecutaran, y ya venía de dos años de torturas, con el libro escrito –salvo por el final– y un aplazamiento tras otro, sintiendo que apenas la vida de dos hombres se interponía entre él y la publicación, con la consiguiente realización de todos sus sueños de dinero y fama. Así, contaría a una de sus amistades, “el Tribunal supremo ha rechazado las apelaciones, así que pronto puede suceder algo... Me he llevado tantas decepciones que ya casi no me atrevo a confiar. Pero... ¡deséame suerte!”, y a otra confesó haber pensado, cuando uno de los abogados defensores sugirió que Perry y Dick no sólo podían librarse de la horca sino conseguir la libertad, “¡sí, y espero que tú seas el primero al que se carguen, hijo de puta!”. Al menos uno de los críticos, su antiguo amigo Kenneth Tynan, lo acusaría frontalmente: “Por primera vez un escritor de primera fila, e influyente, se ha encontrado en una situación tan privilegiada y cercana a unos criminales a punto de ser ajusticiados y, en mi opinión, ha hecho menos de lo que pudo para salvarlos”. Capote nunca se lo perdonó.
La amistad entre Capote y Perry Smith es una de las fundamentales historias detrás de la historia, y podría suministrar material para un libro casi tan atrayente como A sangre fría. Perry es sin duda el personaje central de la novela, y al decir de Norman Mailer, uno de los más interesantes de la literatura norteamericana. Hubo desde el comienzo una secreta afinidad entre los dos: eran outsiders, casi enanos (Perry por un accidente), de infancias desgraciadas y “sensibilidad artística” y, como sugiere Gerald Clarke, biógrafo de Capote: “Ambos se miraron y vieron al hombre que pudieron haber sido”. Esto explica que el dilema moral ante el cual Capote se encontró traspasara las fronteras de la ética periodística o novelística (si es que tal cosa existe) para volverse emocionalmente devastador. Confesó haber llorado sin parar durante dos días y medio tras la ejecución, y nunca se repuso del todo. “Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí. Me chupó hasta la médula de los huesos.” Y no era para menos. Forzado por las circunstancias que él mismo había ayudado a crear, había terminado elevando plegarias para que colgaran a dos hombres, uno de ellos su siniestro doppelgänger, y sus plegarias habían sido atendidas.

Freaks
Si A sangre fría es más que una gran aventura periodística y el relato de un hecho espeluznante es porque Capote se había topado con un crimen que pudo funcionar como cifra del conflicto entre las dos Américas: la del exitoso, arrogante, sedentario, conservador, religioso hombre de familia W.A.S.P. Herb Clutter y la del ex convicto nómade, artista malogrado, autocompasivo, mestizo, solitario y eterno outsider Perry Smith. La novela comienza mostrando en un montaje paralelo la vida casi idílica de los Clutter en su comunidad y la mezquina road movie de los dos inadaptados, y sabemos que cuando las dos líneas se crucen sólo puede sobrevenir la tragedia. Esta oposición, que en A sangre fría se ve como inconciliable, encontraría su momento de síntesis en la siguiente obra de no ficción: Mr. Quinn, el terrateniente asesino de “Féretros tallados a mano”, es una prolija fusión de Herb Clutter y Perry Smith.
“Todo esto ha sido la experiencia más interesante de mi vida, y de hecho la ha cambiado, ha modificado mis puntos de vista sobre casi todo”, dijo Capote, pero ésta no fue la primera vez que algo así le sucedía. De hecho pasó toda su vida reinventándose a sí mismo, y haciéndolo, como corresponde a un escritor, a través de su obra. Nunca se encasilló ni permitió que lo encasillaran: iba pasando de una vida a otra, y cadanovela era el portal. Nadie, ni siquiera él mismo, hubiera podido predecir que el autor de la delicada Desayuno en Tiffanny’s, una encantadora nouvelle que contribuyó como pocas a mitificar Nueva York y le aportó a Holly Golightly, un personaje sin el cual es tan difícil concebirla como a Londres sin Sherlock Holmes, sería capaz de escribir A sangre fría; como tampoco podría anticipar la glamorosa ligereza de aquella novelita quien leyera la barroca y esforzada escritura de Otras voces, otros ámbitos, un relato de ese gótico sureño que dejó tras de sí el reflujo de la gran marea faulkneriana y que brilló en la obra de Carson Mc Cullers y Flannery O’Connor; literatura de freaks queribles que en Capote empieza a teñirse de la clase de sentimentalismo nostálgico que exhiben películas como Matar a un ruiseñor (en la cual el pequeño Truman es personaje), Tomates verdes fritos o El gran pez. El sur, no obstante, fue su cuna, y también la de su escritura, aunque a diferencia del gran maestro literario de la región, Faulkner, Capote escribía mejor sobre los mundos a los que se trasplantaba. El sur, quizá, fue siempre demasiado doloroso.
Abandonado por sus padres, buscando el afecto en seres marginales como él (como su prima retrasada Sook, la sexagenaria protagonista de “Un recuerdo navideño”, uno sus cuentos más conmovedores), en este ambiente hostil o al menos ajeno a toda afición literaria, según él mismo nos cuenta, a los diecisiete “ya era un escritor consumado y estaba listo para publicar”, algo que haría, acto seguido, con sus primeros relatos, en las más prestigiosas revistas, como The New Yorker y Harper’s Bazaar. Había empezado a escribir a los ocho años, “sin saber que me había encadenado de por vida a un amo noble pero despiadado... Cuando Dios te da un don, te da también un látigo”, diría famosamente en el prólogo de Música para camaleones.
Con ese látigo, y hasta el final de sus días, se flagelaría hasta morir.

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