Haiku
Bajé de
mi (Iluminaciones) Cuando te ilumines El sol quema los ojos Mundo, va siendo
hora de que Jack Kerouac |
Era
una cara que la oscuridad podía matar
Era una cara que
la oscuridad podía matar “Nosotros
pensamos distinto de noche” Y citaba a Cocteau “Siento que
hay un ángel en mí”, decía Luego se sonreía
y miraba a lo lejos dejaba caer una media Lawrence Ferlinghetti |
Estos
dos
Ese árbol
dijo 6 de julio de 1981, 20 hs. Allen Ginsberg |
Suicidio
en Greenwich Village
Brazos abiertos Se la llevan con
un Daily News sobre la Gregory Corso |
Por Elvio Gandolfo
Los tres nombres fundadores de la Generación Beat se conocieron en Nueva
York en pocos meses de 1944. Asistían o se movían alrededor de
la Universidad de Columbia. El mayor era William Burroughs (nacido en 1914),
el menor Allen Ginsberg (de 1926) y el hombre del medio, fundamental en muchos
sentidos, Jack Kerouac (de 1922). Kerouac murió en 1969, a los 47 años.
En cambio Burroughs y Ginsberg lo sobrevivieron largamente, hasta fallecer con
pocos meses de diferencia en 1997. El tardío Gregory Corso se formó
en cárceles y reformatorios, y vivió (a menudo en Europa) entre
1930 y 2001. El cuarto poeta de esta antología, Lawrence Ferlinghetti
(de 1919), es hoy (2004) el gran sobreviviente del período.
En muchos aspectos no podían ser más distintos. El abuelo de Burroughs
había inventado la famosa máquina de calcular que llevaba su apellido
como marca, pero sus padres habían vendido casi todas las acciones y
apenas le pasaban un estipendio de 200 dólares que le alcanzaba para
cierto desahogo económico, comparado con Kerouac y Ginsberg. El padre
de Ginsberg, Louis, era un poeta tradicional, que admiraba a Lionel Trilling
y a Eliot; la madre, Naomi, enloqueció cuando su hijo tenía 10
años, estuvo internada con frecuencia y sufrió electroshocks y
lobotomía (método usado con frecuencia en la época); cuando
falleció, Ginsberg le escribió su mejor y más extenso poema:
“Kaddish”. El conflictivo y genial Jack Kerouac venía de Lowell,
Massachussets, de una familia de ascendencia franco-canadiense; el padre le
pronosticó, antes de morir de cáncer, que jamás sería
escritor; la madre, “Mémère”, estuvo siempre allí
para recibirlo, detestó a la mayoría de sus amigos y le arruinó
con su mera presencia (o ausencia) sus relaciones con otras mujeres (recuerda
a la madre de Borges, aunque Jorge Luis logró sobrevivirla y vivir por
fin su propia pasión afectiva). Corso prácticamente no conoció
a sus padres. Algo parecido le pasó a Ferlinghetti, la cuarta figura
poética clave. Para un movimiento que no editó revistas, ni plaquetas,
ni panfletos impresos, la aparición de Lawrence Ferlinghetti, su librería
y su editorial City Lights (cuando pasaron de Nueva York a San Francisco) fue
más que providencial. Su obra es la más serena, aunque claramente
“beat” por sus temas y su forma.
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William Burroughs era el
mayor y el que proyectaba una esquiva figura paterna, de maestro. Su rostro
exhibía una seriedad peculiar, semejante a la de Buster Keaton. Vestía
ropa formal: traje con chaleco, corbata, buenos sombreros; lo confundían
a veces con un banquero discreto o un agente de la CIA, o con la policía,
aunque el biógrafo Herbert Huncke aclaró: “la cana nunca
se parece tanto a la cana”. Con el paso del tiempo fue sin embargo el más
experimental en el aspecto formal de su literatura.
La realidad entera parecía ser un campo de estudio para él. La
consideraba “un esquema de observación más o menos constante”
y encaraba incluso el consumo de la droga con la actitud de un científico,
“por la inquietud de la investigación”, según Huncke.
Se consideraba un hombre “sin contexto (...), quizá un tipo de homo
non sapiens (...), completamente anónimo”. Mantenía una actitud
distanciada respecto de Kerouac, Ginsberg y sus amigos, y cuando se alejaba
del todo denominaba a esa actitud “la patada de Van Gogh”. De joven
se cortó (tal vez como experiencia) el dedo meñique de la mano
derecha: se lo llevó a su psicoanalista, que le recetó tratamiento
psiquiátrico urgente. Como Kerouac, pensó en alistarse en la Marina
Mercante, pero aparte de la vida de maleantes y drogadictos le interesaban sobre
todo las armas. A pesar de esos elementos, solía ser el pie a tierra
del entusiasmo a veces ingenuo de los jóvenes Kerouac o Ginsberg, quien
le preguntó un día “¿Qué es el arte?”.
Parsimonioso, Burroughs contestó: “Una palabra de cuatro letras”.
Tuvo una relación sexual y afectiva inconstante con Allen Ginsberg, que
derivó hacia una prolongada amistad. Con su aspecto trajeado, sedentario,
fue sin embargo un viajero pertinaz: a México, en busca del “yague”,
a Tánger, que le cayó bien porque allí “tienes una
sensación de fin del mundo”. Siempre parecía estar regresando
(a Saint Louis, a Nueva York, donde vivió una buena cantidad de años
finales) o yéndose. Las fotos lo muestran a menudo de espaldas, caminando
con tenacidad, indistinguible. En Tánger cayó en una crisis casi
terminal. Sus amigos lo visitaron, recogieron y pasaron a máquina en
limpio los textos dispersos que terminarían por estructurar Almuerzo
desnudo, un libro tan poderoso e inclasificable como Los cantos de Maldoror.
Después de Tánger buscó con ahínco abandonar la
droga, y después de sus textos de la etapa del cutup o montaje (Nova
express, El billete que explotó) sus libros tardíos se acercan
al menos a novelas (Ciudades de la noche roja, El lugar de los caminos muertos,
Tierras de Occidente). En la época en que el centro “beat”
había pasado de Nueva York a San Francisco una revista le pidió
una respuesta breve a la pregunta “¿Quién eres?”. Contestó:
“Un tirador profesional y un estudiante de los códigos mayas”.
No sólo no escribió poemas, sino que también cuesta definirlo
como novelista: en muchos momentos su extrema lucidez lo acerca más bien
a una fulgurante encarnación del ensayo.
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Cuando llegó a Columbia,
Jack Kerouac era visto sobre todo como un resistente jugador de fútbol
americano. Alguien de la época recordó que chocar con él
en el juego era como darse contra una pared de ladrillos. Después de
una breve experiencia marinera, pronto absorbió la división de
la que solía hablar Hal Chase entre la intelectualizada novela europea
y la robusta literatura americana: Melville, Theodore Dreiser y, sobre todo,
Thomas Wolfe y sus viajes frenéticos cruzando América para entregar
lo registrado en masas de palabras, que recortaba a niveles comprensibles su
fiel editor. Desde esa juventud cargada de experiencia y riqueza hasta su muerte,
la relación vida-literatura fue indestructible: según James Campbell
ya entonces “quería que una novela real de Jack Kerouac se transformase
en una imaginaria de Wolfe y Melville, para poder situarse en ella como personaje”.
El contacto eléctrico y salvaje, la visión encarnada de lo que
quería fue Neal Cassady. Ya de joven sentía un rechazo instintivo,
radical y conservador por algunos aspectos concretos, que se acentuaría
en la madurez, y le sería enrostrado por los medios, que se hacían
su propia imagen (por lo común errónea) de lo que era “beat”
y lo trataban de racista o reaccionario.
Tenía una memoria prodigiosa sobre su infancia y la capacidad necesaria
para recrearla literariamente. Lo descubrió en El pueblo y la ciudad,
una novela inicial covencional, que no pronosticaba el sacudón de En
el camino y su larga secuela múltiple (Los subterráneos, Los vagabundos
del Dharma, y otras) a tal punto unitaria que como en pocos otros casos puede
hablarse de un solo libro. Otros poetas o creadores lo admiraban por su velocidad
para mecanografiar: cuando murió tempranamente dejó resmas enteras
de diarios, cartas y apuntes sobre sus búsquedas con el budismo (400
páginas tituladas Algo del Dharma, publicadas recién en los años
‘90). Cuando se unen los distintos y extensos fragmentos, se descubre una
unidad de propósito y una claridad teórica notables, y una temperatura
literaria que lo convierte en un nombre crucial de la literatura estadounidense
de la segunda mitad del siglo XX. Tenía además una capacidad admirable
para crear pequeños “haikus”: Ginsberg lo consideraba la prueba
máxima para un poeta.
Aunque nunca fue un bestseller con aguante de permanencia en la famosa lista
del New York Times, la proyección de En el camino fue increíble
e inmediata, y destruyó buena parte de la delicada maquinaria con que
Kerouac se comunicaba con el mundo. En 1967 un grupo del Paris Review fue a
entrevistarlo. En la introducción se advierte el conocimiento que tenían
de los problemas de Kerouac (la bebida, el aislamiento), y cierta actitud condescendiente.
Sin embargo la entrevista avanza y Kerouac se da el gusto de tomarles el pelo
y expresa con claridad sus teorías formales, o su odio hacia los editores
que arruinaban la espontaneidad con la camisa de fuerza de la puntuación
standard (“Malcolm Cowley hizo infinitas revisiones e insertó miles
de comas innecesarias como, digamos, Cheyenne, Wyoming –¡por qué
no decir simplemente Cheyenne Wyoming!”–). Expresó su admiración
por Céline y Genet, su opinión de que hasta entonces Burroughs
no había escrito nada a la altura de Almuerzo desnudo y su necesidad
de escapar de la fama: “No voy a pasar el resto de mi vida sonriendo y
estrechando manos y enviando y recibiendo perogrulladas, como un candidato a
funcionario político, porque yo soy escritor... mi mente tiene que estar
sola, como la de Greta Garbo”.
Dejó docenas de fotografías de sí mismo, con una apostura
contundente, frontal, y un toque de vulnerabilidad: los rasgos que marcarían
la imagen de una época que abarcaría desde James Dean hasta fines
de los ‘60.
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En sus comienzos, Allen Ginsberg deseaba ser un poeta dentro del molde tradicional
que le agradaba a su padre y seguía las instrucciones del entonces influyente
Lionel Trilling, uno de sus profesores. Vivía atormentado por el miedo
a la locura que había visto en su madre, y con el deseo de llevar una
vida normal, casarse con una mujer y tener hijos.
Un choque crucial fue la visión entre mística y salvaje que le
provocó la lectura de un texto de William Blake. Internado, conoció
a Carl Solomon, pero, como apunta James Campbell, “su viaje empezó
en la locura y acabó en la felicidad”. Pensaba que mediante largos
tratamientos psicoanalíticos podría curarse de sus tendencias
homosexuales cada vez más claras (para él mismo y para sus amigos).
Solía abrumar a Burroughs con sus dudas: “Me siento culpable e inferior
porque mi grado de mariconería es mayor de lo que permite la intelectualización”.
En la universidad, los estudiantes miraban como un bicho raro a aquel judío
al que solían acompañar evidentes marginados, que parecía
no apreciar la beca con que contaba; sabían que tenía una madre
loca y que él mismo apuntaba en la misma dirección. El impasible
Burroughs le hablaba contra la “pandilla liberal llorona” en la que
incluía a su padre, Carl van Doren y Trilling. La figura clave para resolver
los dilemas que lo atormentaban (“por las tardes se veía con chicas,
pero por las noches soñaba con chicos”, apuntó Campbell)
fue el psiquiatra Philip Hicks, que le preguntó qué quería
hacer en realidad. Reconoció que deseaba vivir con Peter Orlovsky, dejar
su trabajo en publicidad y escribir poesía. “¿Por qué
no lo haces?”, fue la pregunta liberadora.
A partir de allí los trozos en conflicto comenzaron a combinarse y potenciarse.
Su capacidad torrencial, agotadora para hablar de sus problemas o de los libros
que leía fueron cuajando en el lenguaje repetitivo, de versos muy largos,
que alcanzaría su expresión máxima en “Aullido”,
“El sutra del girasol” o “Kaddish”. La habilidad para situarse
en entornos distintos y captar en seguida cómo moverse en ellos (utilizando
en algunos de sus empleos anteriores) fue útil por momentos para los
demás “beats”, y erróneo en otros. La culpa abrumadora
se convirtió en la necesidad de expresar lo oculto, aquello de lo que
solía hablarse en una conversación pero nunca escribirse, en especial
los aspectos sexuales. El traslado a San Francisco y el apoyo inicial del poeta
Kenneth Rexroth al grupo llevaron a la lectura histórica de “Aullido”,
en un recital colectivo, y al reconocimiento que su padre Louis hizo de su camino
personal después de años de resistencia, aunque nunca dejó
de aconsejarle que se alejara de gente como Neal Cassady.
La producción de poesía de Ginsberg fue siempre torrencial, pero
después de los primeros años ‘60, de visitar Cuba y Checoslovaquia
y provocar la expulsión con su conducta, se fue encauzando en un ruido
de superficie o una intención confesional, exhibicionista o aconsejadora,
que pocas veces rozó la profundidad de la segunda mitad de los años
‘50, heredera en cambio de los extáticos ritmos religiosos o la
democracia formal extrema de Whitman. Del joven de grandes anteojos y un poco
asustado, su imagen pasó poco a poco a la madurez calva, la barba y (después
de su contacto con India) las túnicas y sandalias que compondrían
una figura muy reconocible en los medios. Su absorción y cruce increíble
de planos y saberes se expresó sobre todo en los reportajes extensos,
termómetros exactos de momentos determinados y su posición ante
ellos. En el momento máximo de fama, 1965, reconoció que Kerouac
había sido una de las mayores influencias en su obra: “Tenía
tanto entusiasmo por la prosa, por la escritura, por el lirismo, por el honor
de la escritura... todos los deleites Thomas-wolfianos de eso” y citó
a Whitman: “No conozco grasa más dulce que la que está pegada
a mis huesos”, para referirse a la autoconfianza de quien “sabe que
verdaderamente está vivo, y que su existencia es un tema tan bueno como
cualquier otro”.
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De Gregory Corso y Lawrence
Ferlin- ghetti suele hablarse mucho menos. No sólo no estaban en los
años iniciales sino que ambos tienen perfiles más definidos, menos
neuróticos y conflictivos. Corso pasó una infancia, adolescencia
y juventud complejas, sin padres a la vista, entrando y saliendo de reformatorios
y cárceles. Pero el resto siempre lo reconoció como el más
claramente “poeta” en cuanto a la definición de su figura,
entre picaresca y realmente riesgosa, y sin ningún pelo en la lengua
para marcar la progresiva aceptación de ciertas prebendas por parte de
sus “mayores”: en un poema echa en cara a Ginsberg y Ferlinghetti
sus agentes literarios, aunque siempre en un tono de amigo revoltoso con el
que se puede contar. Admirador ferviente de Kerouac, le birló su amante
negra (proceso registrado en Los subterráneos) y cuando falleció
le escribió la muy extensa elegía “Sentimientos elegíacos
americanos”, donde lo ubica en el contexto de América (Estados Unidos)
y el derrumbe de la naturaleza y la democracia. Estuvo en Europa mucho más
que sus compañeros (que solían recorrerla con el estruendo y la
velocidad de una pandilla escandalosa), admiró a algunos poetas franceses,
y recorrió los bares, hoteles y cafés de París como alguien
que goza proyectando su figura un poco rufianesca. Dueño de un rostro
franco, sonriente, que parece estar gozando por anticipado del próximo
problema, y de una abundante y explosiva cabellera, la inmortalizó en
“Pelo”.
Lawrence Ferlinghetti era el dueño de la librería y la editorial
City Lights, que recibió el “Aullido” de Ginsberg, y que enfrentó
con tranquilidad el proceso que quería retirar el libro de circulación
(sabiendo muy bien que era un espaldarazo para el texto y su sello). Alto y
delgado, al fin se dejó la barba como el resto de sus amigos. Tenía
un contacto con Europa más profundo que el resto del grupo “beat”,
a través de una vida infantil y de primera adolescencia en Francia. Traductor
paciente de poetas de distintas lenguas, su obra incluye recordados poemas “movidos”
(las líneas se van corriendo sobre la página) como “El mundo
es un hermoso lugar...”, o “En las mejores escenas de Goya nos parece
ver...” También poemas largos como en Ginsberg o Corso (“Autobiografía”,
“Superpoblación”). En Corso y Ferlinghetti el tono es menos
melodramático y conflictivo. De ascendencia italiana ambos, esa calma
proviene en buena medida del reconocimiento frontal y aceptado, incluso fatalista,
de la muerte en vez de describir las torturas muy anglosajonas de Kerouac y
Ginsberg. Son menos secretamente moralistas, más dispuestos al hedonismo
de lo simple y cotidiano disfrutado al máximo, mientras no llegue la
brusca guadaña de la Parca.
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El contacto entre estos poetas fue constante y para nada dedicado a la alabanza
mutua. La admiración por los logros siempre iba acompañada por
la lucidez, a partir de determinados valores o gustos personales. Ferlinghetti
no aceptaba presiones para publicar “lo prohibido” (como pasó
con Almuerzo desnudo, que no le interesó). Al principio Ginsberg criticó
hasta el exceso los originales del “leñador canadiense” Kerouac,
que más de una vez estuvo a punto de trompearlo. El propio Kerouac no
podía entender para qué Burroughs perdía el tiempo con
los inextricables caminos vanguardistas del cutup. Cada uno de ellos no sólo
dejó registrada su visión del mundo y su propia vida en su obra,
con el perfil esquivo de lo literario, totalmente alejado de la maquinaria simplificadora
de los medios. Esos medios registraron en cambio con rapidez la conversión
del fenómeno “beat” en una moda, lo compararon con el existencialismo
francés (ropas oscuras, pelo largo, lugares bohemios de reunión)
e insistieron en buscar los detalles que justificaran la idea de Kerouac como
el brillante autor de apenas En el camino, después empantanado en el
fracaso, visión tan equivocada como la que se aplicó a Fitzgerald
antes o a Orson Welles después.
Como Burroughs o Kerouac, toda la poesía “beat” suele irse
y volver, una y otra vez. No es necesario ser taoísta para percibir la
sístole y diástole del campo cultural, literario, poético
y social, histórico. Por su alto juego con los temas de una hipotética
“poesía civil”, el momento parece hoy especialmente apto para
volver. No sólo en Estados Unidos hay un regreso de las actitudes rígidas,
del ánimo simplificador y además bélico. De modo consecuente,
retornan los sueños de felicidad conformista, esta vez consumista, que
caracterizaron a los ‘50 pero que ahora suelen convertirse en pesadillas
no muy disimuladamente autoritarias. Como un martillo, el terrorismo golpea
una y otra vez.
Además de su peso específico poético, del otro lado están
los poetas “beat”.
Fragmentos del prólogo a la antología Poesía Beat (Colihue). Elvio Gandolfo también tradujo y seleccionó los poemas que la integran.
Saludando a los bárbaros Por Juan Sasturain Elvio
Gandolfo –por suerte para todos– se ha metido con unas ganas
bárbaras en un laburo bárbaro: traducir (o retraducir en
varios clásicos casos) la bárbara poesía de los poetas
beats más representativos. Y se lo ha tomado en serio, porque no
ha optado por el picoteo entre centrales y periféricos del escurridizo
movimiento sino que se ha metido a fondo y en el corazón del grupo.
Son 270 páginas de poesía repartidas entre sólo cuatro
poetas, los que primero caen de la boca y la memoria cuando se menta a
los beats: Kerouac, Ginsberg, Corso y Ferlinghetti. El resultado es extraordinario,
con cuatro sucesivas antologías personales cronológicas,
en realidad cuatro libros en uno. Un laburo de aliento, de entrega física
casi, en que el poeta traductor se muestra digno de y a gusto con los
sujetos que va encontrando –como debe ser– en el camino. No
es para cualquiera; y Gandolfo da el pinet, empata (cuestión de
empatía) y presenta a sus poetas con la precisión y el profesionalismo
que da la frecuentación previa; con la informalidad conversada
que requieren el entrevero indiscernible de vida, obra y leyenda de estos
nenes.
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