Dom 05.09.2004
libros

Son todos una caterva de inútiles

Los escritores inútiles
Ermanno Cavazzoni

Emecé, $ 29,50
220 págs.
Traducción de Guillermo Piro

Por Marina Mariasch

Está bien que un gallego haga chistes de gallegos porque se ríe de su propia estirpe. Es admisible que un judío cuente un cuento gracioso que haga referencia hasta al mismísimo Holocausto porque integra esa minoría de la que se ríe. Ermanno Cavazzoni, en la misma tradición, saca los trapitos al sol y exhibe los vicios y neurosis de los de su propia clase: los escritores.
Cavazzoni (nacido en Italia en 1947, profesor y escritor de, entre otras cosas, el poema que inspiró a Federico Fellini para el film La voz de la luna) escribió este libro, casi seguro, producto de una ocurrencia. Se trata de un manual para escritores que, a fuerza de ejemplos y casos, le enseña al lector cómo transitar por la experiencia de los pecados. En siete lecciones (de lujuria, gula, avaricia, pereza, envidia, ira y soberbia), el autor logra el objetivo que mueve al libro: burlarse de los escritores, no sólo en la faceta privada de sus usos y costumbres sino también en lo que atañe directamente a su escritura. Porque Cavazzoni puede ironizar sobre el hecho de que “un escritor un poco maníaco dudaba de ser lo suficientemente importante; entonces se quedaba en su casa, torvo y arrugado como una manzana en invierno”, o reírse de los pensamientos ocultos (y malignos) que pasan por la mente de los escritores mientras toman, sonriendo, un café. Pero también se mofa de las prácticas literarias: “Un escritor de vanguardia odiaba escribir; entonces tomaba un libro y lo escribía al revés”. O: “Llegados a una cierta edad los escritores quieren fundar una revista para poder dominar a los otros escritores”.
No alcanza con la Advertencia que encabeza al texto para estar precavido. El autor avisa: no es fácil volverse escritor, pero tampoco es fácil volverse inútil. Para conseguirlo hace falta una buena articulación entre el aprendizaje de los pecados y otras siete circunstancias que se acarrean (las escuelas a las que se concurre, las familias en las que uno se cría, “las vejaciones sufridas, las esperanzas que se esfuman, los fantasmas que vienen de visita, lo vagabundo que se termina por ser y las demencias de las que nadie se salva”).
El libro es exasperante. Y, de alguna manera, ilegible, como lo son los manuales: libros de consulta para escudriñar aquí y allá, pero imposibles de leer en continuo como una novela. Sin embargo, hay algo en él que lo vuelve magnético: pocos libros contemporáneos están tan despojados de melancolía como éste. La de Cavazzoni no es una burla quejosa, nostálgica ni envidiosa. Es –y genera– simplemente diversión. Da risa. Pero también irrita. En el catálogo de escritores hay un lugar extraño reservado a las mujeres. Éstas bien son inflables y satisfacen con su silencio las charlas de mesa de los escritores, son hadas desconcertantes, o se suman a la fauna de los escritores con sus propias mañas. En un contexto habitual, este modo de incluir a las mujeres (en todos los casos antes nombrados, siempre objetos de deseo sexual) despertaría la cólera de cualquier biempensante. Pero es difícil acusar de machista a alguien que ataca a los de su propio género aun con más cizaña.
Otro es el caso de los críticos que, al contrario de los inservibles escritores, guardan para sí una función. En un capítulo de la “Lección de avaricia” surge el siguiente interrogante: ¿Para qué sirve un crítico? La pregunta se contesta así: “Un crítico sirve para que un escritor se ilusione durante un momento que existe”. El sarcasmo alcanza entonces unode sus puntos más altos. Casi al mismo nivel que cuando, en la Advertencia, el autor llama a su propio libro “manualcito”. Sea cual fuere el género al que pertenece, uno de los placeres en la lectura de este tratado sociológico con sorna reside, además, en la tersa traducción del italiano realizada por Guillermo Piro.
Al terminar el libro está claro: para Ermanno Cavazzoni los escritores (todos, no sólo algunos) son inútiles. Pero además, son caprichosos, misóginos, sexualmente frustrados, egocéntricos, farsantes. Por eso, para ese grupo humano asociado por profesión u oficio (al que Cavazzoni trata como a una raza) los pecados capitales no son algo que más vale evitar sino un estilo de vida.

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