JORGE B. RIVERA (1935-2004)
Contra la corriente
por Raúl Antelo
Al escribir la necrológica de Breton, Michel Foucault lo definió como un nadador entre dos palabras, un fundador de linaje al que debía vérselo menos como un constructor y mucho más como un excavador. Jorge B. Rivera, que era un excavador nato, fue también un nadador a contracorriente. Un solitario. Autor de un pionerísmo y singular rescate del concreto-abstraccionismo, Madi y la vanguardia argentina (1976), en los ‘60 había leído a Borges desde los marcos ofrecidos por la antropología (Tylor, Frazer), destacando, de forma innovadora, “Lo arquetípico en la narrativa argentina del ‘40”, un ensayo recogido por Jorge Lafforgue en Nueva novela latinoamericana II (1974), volumen señero en la actualización metodológica. Con el mismo Lafforgue fue autor de Asesinos de papel (Calicanto, 1977, 2ª ed., Colihue, 1996), pionero, a la par que exitoso, memorial y antología de la narrativa policial en el Plata.
Conocíamos ya su Eduardo Gutiérrez, el folletín y la novela popular (1966) y el no menos innovador La primitiva literatura gauchesca (1968), en el que Rivera, siguiendo la huella de Lauro Ayestarán, preparó el camino para los estudios clásicos de Angel Rama y Josefina Ludmer. Trazó un Panorama de la historieta en la Argentina (1992), asunto en el que era duchísimo, y en sus volúmenes El periodismo cultural (1997) o El escritor y la industria cultural (1998) reunió ideas ya explayadas en la Historia de la literatura argentina (1981), una obra colectiva coordinada por Susana Zanetti y editada por el Centro Editor de América Latina, o bien anticipadas en sus artículos para la revista Crisis o los suplementos culturales de Clarín y La Opinión.
Su amigo, el uruguayo Pablo Rocca, lo recuerda como un nadador entre dos orillas: las físicas del Plata, pero también las simbólicas, las de lo alto y lo bajo. Rivera, evoca Rocca, vivió la cultura como una pedagogía alterna, un acto de apertura hacia los otros, en la certeza de que leer ayuda a ejercer de modo más gozoso y lúcido la soberanía.
No fui su amigo personal aunque sí su admirador. Rivera perteneció al club exclusivo en el que podríamos también encontrar, en Uruguay, a Carlos Real de Azúa y, en Brasil, a Alexandre Eulálio. Erudición, bibliofilia y deliberada voluntad de sospecha hacia modelos dogmáticos de crítica fueron sus marcas singulares. Mostraba interés por lo masivo y lo visual, pero no menos por lo arcaico y primordial, a la par que no ocultaba su desdén por la visibilidad oficial. Anticipó cuestiones de las que críticos más aparejados supieron sacar provecho; pero no se le puede negar la sutileza de ver un valor donde antes se veía sólo ausencia. Críticos como Raymond Williams o Rosalind Krauss ejercen un ajuste de cuentas con el formalismo-modernismo de rara sintonía con el ojo crítico de Jorge B. Rivera, y es en esa línea, me parece, donde su obra debería ser pensada. Como excavación.
Publicó, siendo joven, dos libros de poemas, La explosión del sueño (1960) y Beneficio de inventario (1963). En “Carta de resurrección”, del primer poemario, admitía: “Es verdad, acaso ayer no existiera, condenado / a renacer de mi propia roña, de mi propio sudor, / del sudor de mis hermanos atados con la misma carga imaginativa, / comiendo en el mismo plato idéntica porción de carne lacerada”. En ese poema de previsibles marcas surrealistas, Rivera se soñaba a sí mismo exilado “en la otra orilla de la realidad”, desde donde algún día se levantaría, de entre los vivos, para unir erotismo, literatura y muerte. Así sea.