EN SU TERCERA NOVELA, JUAN JOSé BECERRA CONTINúA PERFECCIONANDO LA SAGA DE LOS HOMBRES ABANDONADOS.
Hacer tiempo
Miles de años
Juan José Becerra
Emecé
174 páginas
› Por Alan Pauls
Dejan a un hombre. Así de banal y telegráfica es la catástrofe que las ficciones de Juan José Becerra precisan para dispararse. En el capítulo 2 de Atlántida (2001), Elena dejaba a Santo Rosales (también protagonista de la novela debut de Becerra, Santo, de 1994) y lo embarcaba en una accidentada travesía por la obscenidad, la endogamia viril y la paternidad que culminaba en las playas de un pálido balneario uruguayo. Ahora, en Miles de años, Becerra aprieta el acelerador y deja el abandono crucial antes, atrás, en ese fuera del libro que obsesiona a todos los buenos libros: cuando la novela empieza, la mujer (Julia) ya ha desaparecido y su hombre, el sucesor de Santo, ahora bautizado Castellanos, hace lo que hacen los hombres en las novelas de Becerra cuando los abandonan las mujeres: abandonarse. Es decir: hacer tiempo.
En banda, Castellanos multiplica distracciones que el ojo clínico del narrador confunde con manías. Elige con fruición de coleccionista un par de piezas únicas entre los faits divers que vomita la prensa diaria; consigna en un cuaderno de notas cosas heteróclitas ordenadas según el tiempo de vida que la naturaleza le ha asignado a cada una; husmea una exposición de ropa, fotos y joyas de una actriz célebre, ya muerta, en quien coexisten Evita y Marilyn Monroe; viaja a Mar del Plata y se pega una vuelta por el Museo del Mar, donde se deja hechizar por cuerpos ovoides y rosados; exhuma viejas fotos de amor, vestidos, mapas de Londres (la ciudad por la que Julia lo dejó), testigos capaces de dar fe que lo que él recuerda de sí, de ella, de ellos, sucedió, y no es un espejismo cruel de su desolación.
La tesis de Miles de años es que el abandono lo avejenta y lo rejuvenece todo. Convierte al mundo en un museo-yacimiento y al abandonado en un sonámbulo inconsolable, adicto a las muchas formas de la anestesia, condenado a oscilar entre el pasado intacto al que lo arrastran las reliquias del museo y el porvenir que le prometen los tesoros del yacimiento. Porque, además de amorosa, el abandono es una catástrofe temporal: pone el pasado y el futuro en carne viva, pero no sin instaurar una suerte de archiactualidad gélida, dilatando el presente en un insomnio poblado de percepciones sagaces e impasibles. En esta novela plagada de restos y rastros, el abandonado –detective y cronógrafo, arqueólogo y vidente, restaurador y pionero– es él mismo una ruina viva: alguien que –como el vestido todavía perfumado de Julia, o la foto de la cena en el restaurante de Colonia, o el anillo de la estrella muerta– “habla en presente de un mundo extinguido”.
¿Cuánto tiempo pueden conservar un objeto, una imagen, un cuerpo? En Miles de años, la cuestión del amor (de la amada ausente y el abandonado) es sólo la vía regia que lleva a esa incógnita esencial, hija de un animismo con el que estas épocas de virtualidad ya deberían habernos familiarizado. Y quien dice “objeto”, “imagen” o “cuerpo”, dice también “novela”. Becerra (1965) ha escrito sus tres libros en presente, en el presente liso, terso, casi cromado, que en este caso le reclamaban un país inenarrable (la colapsada Argentina del 2001, que Becerra abstrae y vuelve más nítida que nunca) y un narrador despótico, a la vez distante y controlador, que siempre sabe más de lo que dice y en un abrir y cerrar de ojos, gracias a una formidable destreza telescópica, pasa del vistazo costumbrista (un grupo de alemanes en un hotel mendocino) al escaneo de una lógica secreta (el turismo como piedra de toque de la sociedad del espectáculo), y del detalle argumental más inaudible (un trozo de manteca derritiéndose en unplato) a los crujidos ensordecedores de la Tierra (el desmoronamiento de un glaciar).
La cuestión de la conservación del tiempo es inseparable de la de su metamorfosis. Miles de años es una verdadera galería de cápsulas y transformadores temporales contemporáneos: el Amor en primer lugar, sin duda, pero también la Fama (la starlet en exhibición), la Imagen (las fotos, los mapas, los planos), el Dinero (“Lo único”, dice el personaje del senador, dueño de un chaleco que perteneció a Perón, “que transforma el tiempo del trabajo en vacaciones, el de la espera en acontecimiento, el de la potencia en acto, el de la nada en ilusión de una vida”) y, ya en el corazón de la gran secuencia final de la novela, a la vez houellebecquiana y candorosa, el Arte, el arte como restitución fraudulenta, como simulación y máquina de eternidad, chiste cínico y utopía, estafa y don de amor.