LA INCOMUNICACIóN EN UNA NOVELA DE EXTRAñOS AMANTES
Un poco de amor holandés
Países bajos
Federico Jeanmaire
Seix Barral
239 páginas
› Por Patricio Lennard
“Estoy sin trabajo, te dije, además de solo y completamente perdido y afligido y apenado y angustiado y extrañando y con ganas de tomar mate que es una infusión tradicional del país de donde vengo.” Juan Hilkema, el protagonista de Países bajos, le describe así a Ruska, la mujer de la que acaba de enamorarse en un bar de La Haya, la situación existencial que entraña el exilio que hace poco emprendió en el país de sus ancestros. El romance que despunta en esa escena –y que poco a poco irá adoptando los ribetes de un amor obsesivo– se diferirá casi de inmediato, cuando Juan acepte una oferta de ella para ser parte, a cambio de dinero, de un extraño experimento de la Facultad de Medicina que lo tendrá cuarenta y cinco días encerrado.
En el pequeño gabinete de aislamiento, al que sistemáticamente entran enfermeras a aplicarle inyecciones, el personaje se entrega a la escritura para tratar de entender, entre otras cosas, los enigmas que le plantean las cartas que Ruska le envía. Si por definición los amantes se asemejan a (fallidos) detectives, en su invariable pretensión de interpretar como pistas los signos que produce la amada o el amado, no es raro que Juan halle en las notas que recibe una condición para el delirio: las heridas que él se irá infligiendo con sus uñas (a las que dejará crecer con ese ánimo) expresarán la turbación de su conciencia. Allí es donde la novela de Jeanmaire se muestra interesante: en la estructura paranoica, de amour fou que se arma en torno de su protagonista, y en cómo el enamoramiento admite –en su caso– el doblez de los juegos que infiltran la locura.
La novela articula tres planos narrativos: el de la internación de Juan, el de su previo y fugaz amorío con Ruska, y el de la genealogía de sus antepasados holandeses que vinieron a vivir a la Argentina. La novela de saga familiar que también es Países bajos –la que se enlaza con ciertas cuestiones que el narrador de Papá, la anterior novela de Jeanmaire, refiere acerca de su propia familia– es el espacio en que el personaje reconstruye su identidad y sus orígenes, así como el marco en que su pasión se instala entre las historias de amor de sus padres y ascendientes. Historias de amores prolongados que son el espejo deformante, la contrapartida, de la efímera y precoz intersección que las vidas de Ruska y Juan hilvanan.
Pero es la encrucijada del desencuentro entre dos lenguas, dos culturas, dos idiosincrasias del amor y dos personas, lo que en la novela de Jeanmaire se representa. Que en Holanda, en donde los personajes contemplan la llovizna que cae permanentemente, se suela decir a alguien que hace un esfuerzo desacostumbrado que va a hacer salir el sol (cuando en la Argentina el dicho popular prevería “vas a hacer llover”), es un ejemplo de cómo los equívocos culturales impregnan el mundo que aparece en el texto. En la medida en que las cartas que Juan y Ruska escriben en holandés son transcriptas sin ser traducidas, el intercambio epistolar no es sino una estrategia dilatoria del sentido, tanto para el lector que no entiende ese idioma “lleno de jotas y kaes”, como para los personajes que pasan –a través de la escritura– del amor a la “guerra”.
El valor táctico que para Juan adquieren esas notas anula (en su reticencia) toda confesionalidad literaria. Y es que el problema no es el deseo frustrado, la falta o la separación de los amantes, sino que Juan y Ruska –aunque hablen el mismo idioma– no pueden llegar a comprenderse.