GéNEROS: RICK MOODY Y LA NUEVA AUTOBIOGRAFíA
La pura verdad
› Por Rodrigo Fresán
Lo anunciaba Martin Amis –un poco tarde, después de todo Proust y Joyce y Kafka ya habían estado allí– al principio de su Experiencia: la “Gran Autobiografía” como género destinado a marcar a fuego y papel el siglo XXI. Libros de construcción mixta y formatos alternativos donde se cuenta lo que pasó pero –a diferencia de lo que ocurre con la autobiografía o memoir clásica– también lo que pudo haber pasado, lo que no pasó, y lo que sucede en esa línea delgada pero larguísima que separa la non-fiction de la fiction y al escritor de lo que escribe.
Otra vez: de moda pero no tan novedoso. Los beatniks –fomentadores a pesar suyo de ese concepto tan Made in U.S.A. de “personalidad por encima del producto”– salieron al camino para reescribirse sin culpa imitados luego por Bukowski, quien prefirió hacer lo mismo pero quedándose en un bar. Norman Mailer puso en el aire sus Advertisements for Myself. Philip K. Dick se valió de novelas de ciencia-ficción para –antes de morir– predicar su propio y extraño evangelio galáctico. Julio Cortázar frenó por las autopistas de Francia. Philip Roth mutó rápido con sus meta-ficciones protagonizadas por su alter-ego Zuckerman. Saul Bellow venía apareciendo de a poco en novelas como El legado de Humboldt (hasta aparecer del todo en Ravelstein). Paul Auster investigaba el pasado de su familia en La invención de la soledad y –entonces, enseguida y ahora mismo– la avalancha: lo verdadero como territorio fértil para sembrar con las semillas de lo imaginario o, mejor todavía, novelizar la vida. Así, los pastiches de W. G. Sebald, Javier Marías, David Foster Wallace, los relatos verdaderos y junkies de Denis Johnson, Enrique Vila-Matas, Dave Eggers (que debutó y se hizo famoso con su humildemente titulada Una historia asombrosa, conmovedora y genial), Roberto Bolaño, Lorrie Moore y su relato sobre un bebé con cáncer, Alfredo Bryce Echenique, César Aira y su Cumpleaños, William T. Vollman, Javier Cercas, Richard Powers, Claudio Magris remontando El Danubio como si se tratara de su vida, Antonio Tabucchi apareciendo y desapareciendo como “Narciso” por entre las páginas del epistolar Se está haciendo cada vez más tarde, Paul Théroux y sus novelas “con escritor” o su recuento del duelo con Naipaul, Carlos Fuentes, quien acaba de publicar su autobiografía/ credo en orden alfabético En esto creo, y siguen las vidas y las obras.
En todas y cada una de ellas la pregunta parece ser: ¿qué es verdad y qué es mentira? Y La respuesta es: ¿qué importa?
CONFIESO QUE HE SUFRIDO
El recién aparecido The Black Veil –subtitulado como “Una memoria con digresiones”, con portada de libro viejo y maltratado, Little Brown, U$S 25– es el libro de Rick Moody (Nueva York, 1961) que todos los seguidores de Rick Moody esperaban desde hacía tiempo sabiendo que tarde o temprano se sentaría a escribirlo. Y, finalmente, es el libro más complejo de Rick Moody (entendiendo por “complejo”: menos “comercial” o “fácil de leer”). Y es una autobiografía, una autobiografía con trineo marca Rosebud.
El Rosebud de Moody es un célebre –si no el más célebre junto a “Wakefield”– relato del escritor pagano puritano Nathaniel Haw-thorne: “The Minister’s Black Veil”, incluido al final de The Black Veil y protagonizado por un religioso de rostro permanentemente cubierto e inspirado –según informa Hawthorne en una nota al pie– “por la figura del Rev. Joseph Moody, de York, Maine”.
El relato de Hawthorne –y una tan patológica como minuciosa investigación sobre el “clérigo Joseph Moody, de York, Maine”, quien durante su juventud “mató a un amigo y desde ese día y hasta el día de su muerte escondió su rostro de la mirada de los hombres”, rewind, hasta alcanzar el siglo XVII– es la viga maestra que sostiene el tejado de este libro de Rick Moody y que acaba siendo ni más ni menos que una profunda reflexión/ confesión sobre dar o no dar la cara del American Man y de un país muy aficionado a barrer la mierda debajo de una alfombra cada vez más cara.
La comparación con el Habla, memoria de Vladimir Nabokov o con el Mis rincones oscuros de James Ellroy (el padre asesinado, la madre asesinada como “disparadores” del recuerdo) es aquí pertinente en tanto éste es un –otro– libro “con fantasma familiar” que cuenta una vida “anterior” desde una vida “posterior” en la que ya nada se puede hacer –ni se quiere hacer– para cambiarla porque, sin esa vida, jamás se habría producido este arte. A la hora de la verdad, Rick Moody –tipo sufrido y torturado de vida complicada, un escritor clara y gozosamente agonista– parece haber hecho lo mejor posible con lo peor que le ha pasado.
Previews autobíos podían detectarse ya en libros anteriores de Moddy. Más o menos evidentes de The Black Veil, de manera velada en la novela grunge Garden State y en el “retrato de época” de La tormenta de hielo; mucho más evidentes en relatos cripto-autobiográficos recopilados en 1994 en The Ring of Brightest Angels around Heaven (los más formalmente interesantes; uno de ellos escrito en forma de lista de libros leídos a lo largo de los años, con notas al pie explicando los cómos, los cuándos, los dóndes) y en el 2000 en Demonology (los dos mejores, los que abren y cierran el libro); y en varios artículos o ensayos narrativos aparecidos en revistas como Esquire (donde se refirió a las facultades curativas de la oración religiosa) o en antologías como Why I Write (donde presentó un monólogo à deux supuestamente verídico junto a su madre a la hora de buscar, perseguir y encontrar los orígenes de su vocación).
En The Black Veil, Moody finalmente se asume como protagonista y cuenta su vida y la de varias de/generaciones de Moodys (en este sentido, más allá de sus innovaciones estilísticas, Moody no deja de ser un escritor norteamericano firmemente plantado dentro de una añeja tradición norteamericana donde se codea con otros clásicos predicadores de la familia sísmica como John Updike y John Cheever) y el modo en que Moody y Moodys se aman, se odian, se comprenden e intentan entenderse, por lo menos, un poquito.
(Detalle personal y casi al margen pero no del todo: cuando conocí a Rick Moody, Jeffrey Eugenides y Donald Antrim en 1997 en Providence, en la Brown University –célebre terceto mosqueteril de las nuevas letras norteamericanas– Moody, de lejos, parecía el más normal y feliz y relajado de los tres. Lo que habla muy mal de mis dotes a la hora de la observación de otras personas o muy bien de la pericia de Moody a la hora de esconder –o de haberse recuperado del todo– de la náusea roja y el vómito negro que apenas unos años después lanza desde las páginas de The Black Veil).
LA HERMANITA PERDIDA
El problema aquí es a quién le importa, quién tiene ganas, quién necesita leer un libro de Rick Moody sobre Rick Moody. Desde ya, casi seguro, a quienes han leído los libros anteriores de Rick Moody y a los que, de algún modo, The Black Veil sirve tanto como nota al pie así como Piedra Rosetta decodificadora de varios misterios y de adicciones y de crisis religiosas (Moody editó en 1997 la antología Joyful Noise, donde junto a varios de sus colegas generacionales reescribía y reinterpretaba los Evangelios) y de entradas y salidas y entradas en hospitales psiquiátricos.
Está claro que toda autobiografía (en especial una autobiografía escrita a los 40 años) estará “contaminada” por agentes narcisistas. Por definición, toda autobiografía es un ego-trip, claro. Pero la de Moody plantea complicaciones que, por ejemplo, no plantea el ya ilustre caso de la de Dave Eggers. Eggers –a diferencia de Moody– construye su tragedia casi apelando a los modales de la situation comedy televisiva (de hecho, hay momentos en que el lector casi escucha las risas grabadas) y, bajo tanta pirueta, apenas se esconde la noción de un producto perfecto: el libro de Eggers no es, finalmente, otra cosa que un manual de autoayuda increíblemente astuto y abierto a contener las vivencias más o menos similares –o completamente diferentes– de un hipotético lector. Es decir: el libro de Eggers es un libro generoso protagonizado por un antihéroe paradigmático.
El de Moddy, por lo contrario, es uno de los libros más egoístas –en el mejor y más profundo y artístico sentido de la palabra– jamás escritos: empieza y termina en Moody (un héroe trágico antes que un anti-héroe), U.S.A. es Moody, el mundo es Moody, el pasado es Moody (o Moodys) y al que no le guste lo siento mucho, no lo siento nada.
Y al que no le guste Hawthorne, también.
Es decir, mientras al libro de Eggers lo puede leer –y entender– cualquiera que sepa qué es The Real World de MTV más cierta in/ sensibilidad pop; el libro de Moody –además– requiere de un lector preparado, que maneje cierto material culto, historia de los Estados Unidos, nociones no tan básicas de literatura norteamericana y europea, y que, finalmente, acepte el hecho de que el gran agujero negro en la vida de Moody es la inesperada, incomprensible, insoportable muerte de su hermana (efemérides que no cierra ni cicatriza, ya anticipada como recurrente “Gran Tema” en los dos mejores relatos de Demonology), y que no hay acontecimiento más importante en la historia del universo que éste. Es decir: si el cuento de Hawthorne es el trineo en esta suerte de Citizen Moody, entonces la hermana de Moody es la bola de cristal y nieve que, al caerse y romperse, provoca el ponerse a pensar en Rosebud y escribir The Black Veil.
Para un lector preparado –alguien que acepte tanto el dictum de Moody de “posmodernismo sin dolor” y su declarado amor por el “excesivo” William Gaddis, así como lo trabajado de su prosa, curiosamente (o no tanto) mucho más despojada a la hora de contar su vida que cuando cuenta la vida de otros– no hay problema con nada de esto. En cambio, para un lector curioso que se arriesgue a conocer a Moody como joven paladín de las letras de su país, puede optar por salir corriendo espantado o, por lo menos, saltarse los capítulos documentales de la investigación histórica de Moody para leer nada más los más narrativos, los que cuentan su vida que –a la hora de la verdad– es mucho menos “divertida” que la de Eggers.
Pero, también, está mejor –mucho mejor– escrita.
TODA LA VERDAD
Moody teoriza: “Tal vez todo se reduzca a un caso en el que ocultar sea esencial para la identidad, una situación en la que, más allá de toda esta tendencia que nos lleva a entender a la realidad como parte del mundo del espectáculo y viceversa, acabaremos necesitando una parte nuestra que jamás será revelada. Así, cuanto más estemos envueltos en velos, capas que se niegan a ser reconocidas, telas adicionales de culpa y ocultamiento, podremos pensar que toda memoir no es otra cosa que una ficción, una narración ordenada, un bildungsroman, del mismo modo en que muchas ficciones no son otra cosa que memorias veladas. Y estas dos identidades, estas dos estrategias narrativas, mostrar y esconder, acabarán dependiendo una de otra y excluyéndose según sea conveniente”.
The Black Veil –más allá de la figura del politraumático Moody como figura central– trata sobre los efectos nefastos de un país que vive de las apariencias y de lo que ocurre cuando uno de sus habitantes tropieza con sus líneas a la hora de aprenderse de memoria el guión preescrito por otros. Le pasó a Moody, quien pronto se descubrió insomne a la hora de hacer suyo el Sueño Americano y, no pudiendo cerrar los ojos, prefirió abrirlos al corazón de las tinieblas y a ese Kurtz criminal que todo hijo del Tío Sam lleva adentro y que estalla en Saigón o en Columbine: “No nos engañemos. Ser americano, ser un ciudadano del Oeste, equivale a ser un asesino”, concluye Moody.
Una forma fácil de definir a The Black Veil sería la de “descenso a los infiernos de un joven atormentado por la culpa” con final más o menos feliz porque, se entiende, ponerlo por escrito, confesar, es el principio del retorno al buen camino en toda neo-autobiografía traumática. O algo así. O tal vez no. “Mi rol es el de saber todo lo que hay que saber y cómo recordarlo y aun así sobrevivir a ello”, se despide Moody, exorcizado luego de diez años de pensar en este libro negro y luminoso.
O tal vez sea todo lo contrario: convertir en libro algo terrible es, también, volverlo duradero, exponerlo, entregarlo a los lectores y a las bibliotecas y ser un eslabón más en esta cadena y en esta ceremonia donde los escritores se ponen de rodillas y se golpean el pecho por su culpa, por su culpa, por su gran culpa.
Hay un riesgo –ya lo estamos padeciendo con libros como la incestuosa El beso de Kathryn Harrison, las razzias sexuales de Catherine Millet, ese novedoso subgénero que es la “Autobiografía con Salinger” o las memorias selectivas del viudo de Iris Murdoch– en esto de ponerse a explorar el trauma del pasado propio y familiar: generar demasiados libros más cercanos al bastardismo de la true-story que de la auténtica literatura, apelando al morbo de un lector entrenado más en los reality-shows que en los clásicos, un lector incapaz de comprender que toda buena ficción es, finalmente, verdadera en el sentido más noble y atendible de la palabra.
No es, no parece serlo, el caso de Moody, quien sabe que toda buena autobiografía deber ser una autopsia sin anestesia que acabe revelando las razones de una vida y no de una muerte, y quien cierra The Black Veil aconsejando un “Cubre tu rostro” con la tranquilidad y la satisfacción de quien sabe que ha hecho –por fin, por suerte– todo lo contrario.