El juego de la vida
Un Kawabata periodista en una alegoría crepuscular sobre el juego de Go.
El maestro de Go
Yasunari Kawabata
Emecé
205 páginas
› Por Claudio Zeiger
Dos hombres frente a un tablero confrontan distintas maneras de entender el arte, el juego y, en definitiva, la vida. Uno es un maduro maestro ya enfermo, canonizado en su arte –el juego de Go– lleno de gloria y al mismo tiempo martirizado por ese arte que, al momento de transcurrir la historia, está virando a ser un simple juego altamente competitivo. Un tercer hombre los observa jugar, vivir y agonizar a lo largo de los tres meses que dura la competencia. Ese hombre es un periodista y en la ficción de El maestro de Go el periodista es el alter ego del propio Kawabata, quien en 1938 cubrió esa partida para un periódico. Cabe aclarar que el juego de Go era un arte muy popular en el Japón de entreguerras. Como apunta la escritora Anna Kazumi Stahl en el sólido y necesario prólogo, “Kawabata fue contratado por un diario nacional para cubrir el evento (como si Faulkner o Coetzee fueran a narrar el famoso enfrentamiento en ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky en plena Guerra Fría). La novela que reelaboraría Kawabata, unos años después del partido real, evoca el momento triste pero inevitable del retiro del Maestro ya en el umbral del fin de su trayectoria, en el juego y en la vida misma”.
Aclaradas un tanto las coordenadas del relato (que incluye dibujos de cómo fue evolucionando la partida que inexorablemente lleva a la derrota del maestro), puede agregarse que lo que en principio se plantea como una crónica se va precipitando narrativamente a una forma más literaria, aunque bastante lejos de la estilización extrema de novelas como País de nieve o Mil grullas. Capítulos como el dedicado a las fotos que le saca Kawabata al maestro en su lecho mortuorio son de una belleza estremecedora, de una precisión suspendida en el vacío de la expresión misma; en otros tramos, la crónica se acelera y en estos casos la virtud más destacada es el poder descriptivo. Kawabata recuerda un tanto a Hemingway en el juego dialéctico permanente entre superficie y profundidad. Y hay otro par dialéctico que se cruza en este relato en forma constante. Como señala Kazumi Stahl, “el campeonato de Go del ‘38 tiene una dimensión evidentemente alegórica; es también símbolo de la batalla entre la tradición y la modernización, entre los valores de respeto por la antigüedad y los de la competencia abierta, entre el Go como arte y el ‘ajedrez del Oriente’ como deporte”. Aquí estamos instalados en pleno territorio de Kawabata y, también, de Mishima: la cultura de choque entre tradición y modernidad, entre lo viejo y lo nuevo, fricción en la cual el escritor siempre está un paso (o varios) más cerca de la tradición. Quizás esa postura crítica pero resignada les da a los relatos de Kawabata (y El maestro de Go, a pesar de su tono de crónica más objetiva, no es una excepción) su pátina inconfundible de belleza marchita, de vida profunda y muerte inevitable, clima tan bien resumido en uno de los mejores títulos literarios que se hayan concebido: Lo bello y lo triste. Ambas cualidades le caben plenamente a este relato fascinante en muchos de sus tramos y enredado en los misterios de un juego tan serio como el arte.