EN ESTA ESQUINA TRANSCURRE VéRTICE, NOVELA REVELACIóN DE LA ERA POST-MENEMISTA.
Ugarte y Cabildo
Vértice
Gustavo Ferreyra
Sudamericana
327 páginas
¿Existe un modo “sociológico” de escribir novelas? Seguramente afirmar semejante cosa pueda parecer un prejuicio; incluso un prejuicio anti-académico, como sucedía antes con el escritor que al mismo tiempo era psicoanalista. Sin embargo, dos de los novelistas más agudos en cuanto a la descripción de cierta porteñidad de fin de siglo y comienzos del otro –sin importar cuán conspicuos sean uno y otro– son egresados de esa carrera que parece un poco pasada de moda (al menos respecto de otras más directamente ligadas a los medios de comunicación). ¿Cuáles son entonces las características que se conjugan en Rodolfo Fogwill y Gustavo Ferreyra, ya que de ellos se trata? Para empezar, el relato minucioso, denso, de cierto realismo sórdido que casi inevitablemente pasa a la literatura desde las orillas de las consecuencias de la realidad sociopolítica argentina. Y si Vivir afuera de Fogwill era la narración cumbre de algunas de las consecuencias de ese modo de existir que también era el menemismo, este Vértice del joven Ferreyra (nacido en Buenos Aires hace 41 años) va incluso más allá, transformando a esta nueva novela -después de El amparo, El desamparo, Gineceo y El director– en algo así como una especie de Vivir afuera post-menemista o, aburrimiento mediante, delarruista.
Cada una de las historias personales que componen Vértice explotan en varios sentidos: un universitario que sufre, trastornado por la muerte de su padre –a quien dejó agonizar durante semanas en el hospital sin llegar a visitarlo en la convicción de que viviría lo suficiente– e imagina cómo uno amigo se levantó a su novia. Un director de escuela –tal vez el personaje más rico– que sucesivamente se divorcia, sufre y supera un cáncer, vuelve a vivir con su madre y fantasea con alumnas de catorce años. Un quiosquero facho devenido en artista plástico que quiere deshacerse de un chico que pide y se lamenta de que no proliferen aquí los escuadrones de la muerte como en Brasil. Una empresaria gorda que vive entre Estados Unidos y la Argentina y que logra que ese mismo chico pordiosero se suba a su 4x4 y se convierta en su frágil amante (situación que, por cierto, no alcanza el nivel de verosimilitud del resto de la obra). Y, en uno de los momentos más logrados de una novela –que tiene varios buenos momentos–, se describe el modo en que un chico de la calle, como un autómata, sin alma, sin rencor ni agradecimiento, pide sus monedas en una esquina del barrio de Belgrano, o tal vez Núñez, de la que no piensa irse ni muerto. (De todos modos, luego el chico sin nombre adquiere algo de voluntad y visita a un amigo y hasta arde en deseos de ir a la cancha de Boca; algo que final y felizmente logra.)
Todos los personajes tienen una característica común: una vida interior riquísima; se trata de gente muy introspectiva, envuelta en su propio mundo casi de un modo paranoico. Hábilmente, Ferreyra alterna la tercera y la primera persona a la vez que en muchos pasajes (y una vez que el lector está al tanto de las principales características de sus personajes) hace montajes paralelos y cambia el ángulo de la narración incluso en medio de una misma frase. Pero, más allá de cuestiones técnicas, lo cierto es que Ferreyra registra en detalle hechos y conciencias de sus numerosos personajes. Personajes que sólo se reúnen tangencialmente, en una esquina difusa, en una suerte de vértice, quizás el del título. Pero eso alcanza para saber que tienen algo en común: soportar a Buenos Aires y sobrevivir a ella. Y algo es seguro: el verdaderamente poco promisorio comienzo de milenio en esta urbe ya tiene su novela inaugural.