A 400 años de la primera edición del Quijote, Argentina tuvo su Congreso de la Lengua y como uno de sus coletazos, el libro mayor del habla castellana empezó a ser devorado por miles de lectores. ¿Fenómeno editorial? ¿Sugestión colectiva? Lo cierto es que esta vigencia de Cervantes indica que aún vale la pena leer, y leer el Quijote. Entretanto, Radar indaga en esa peculiaridad que se escapó del texto para atravesar los siglos y llegar a nosotros tan fresco e intacto como un arquetipo humano recién nacido: lo quijotesco.
› Por Rodrigo Fresán
El comienzo es inequívocamente raro, único, novedoso y, paradójicamente, inolvidable teniendo en cuenta que de lo que aquí se habla es de una primera línea que sólo pide el consuelo del olvido.
“En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”, leemos luego de algunas notas preliminares y versos introductorios; y nos decimos ¿qué pasa aquí?, ¿cómo es posible que una novela –animal que básica y genéricamente no es otra cosa que una forma sublimada de la memoria– arranque buscando el olvido?
Esta primera frase es, sí, uno de esos comienzos famosos y novelescos. Y como las primeras oraciones de Moby-Dick o En busca del tiempo perdido -otras dos novelas fundantes y revolucionarias– se ha convertido, como corresponde, en una feliz pesadilla para los traductores a otros idiomas.
Las grandes obras, aunque parezcan dóciles, siempre se niegan a ser manipuladas –por más que se las trate con amor devocional– y no resulta fácil adaptarlas a otras costumbres y territorios. Así, paradójicamente, lo verdaderamente universal es aquello que nos da a conocer un nuevo mundo para apreciarlo como corresponde.
El caso del Quijote, sin embargo, es muy extraño y –tratándose de una apología/condena de la alucinación– ha sabido provocar comportamientos tan extremos como los de su protagonista en muchos de los que se acercan y se acercaron y, seguro, se acercarán a sus páginas.
Leo que Sigmund Freud quiso aprender español para poder diagnosticar mejor los síntomas de su patología.
Leo que Thomas Mann –creador del quijotesco Hans Castorp– celebró la particularidad de “este héroe que vive de su propia glorificación”.
Leo una carta del siempre patológico y muy macho Ernest Hemingway donde asegura que no tendría problema alguno en pelear veinte rounds con Cervantes “en su propio Alcalá de Henares” y “hacerlo mierda”, aunque “Mr. C es muy astuto y después de esto se entrenaría fuerte y, seguramente, me ganaría a la hora de la revancha”. Por las dudas, Hemingway aclara que no se siente capaz de ganarles a Mr. Shakespeare y a Mr. Anónimo.
Leo también que Jorge Luis Borges lo leyó por primera vez en inglés; y que Anthony Burgess lo descubrió en catalán; y que James Joyce en algún momento lo consideró como cimiento para su obra maestra pero que, finalmente, optó por La Odisea por considerarla una trama más épica y, por lo tanto, más digna de ser vulgarizada.
Y leo también que el eterno infant terrible Martin Amis no duda a la hora de clavarle una lanza al Quijote definiéndolo como magistral pero, también, “imposible de leer”, “aburrido en un 75%”, “comparable a una de esas visitas del más insoportable y repetitivo y digresivo de tus parientes” y “más una aglomeración que una antología de episodios”. Amis precisa: “La cuestión de qué sucede después no tiene sentido en el Quijote porque aquí no hay después, sólo hay más”.
No importa: a la hora de las transformaciones, está visto que Don Quijote de La Mancha mantendrá siempre intacta su formidable potencia tóxica, su alto poder de contagio, sus buenos modales de virus maleducado.
De ahí que, a la altura del prólogo, antes de que se nos informe que se quiere olvidar lo inolvidable, Cervantes nos dice a nosotros, “desocupados lectores”, que “sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse” y después nos desea y se desea: “Dios te dé salud y a mí no olvide. Vale”.
Y enseguida, a vuelta de página, Cervantes –no me parece casual que su padre haya sido cirujano– libera sobre la tierra y los lectores y las bibliotecas la novela más tóxica e incurable jamás escrita.
Es de lo quijotesco que pretenden tratar estas páginas. De esa variante de ese privilegio que desciende sobre ciertos nombres para convertirlos en adjetivo. Ya saben: kafkiano, felliniano, beatlesco, picassiano. Esa deformación del apellido –en este caso, atención, no del nombre del autor sino del nombre del personaje– que no significa otra cosa que mirada local ascendida a pupila global, a forma de ser y de ver y que, muy a menudo, equivale, me parece, a error de cálculo y de precisión. Porque se premia y se deforma y se adjetiviza el nombre cuando se ha conseguido un estilo y una estética particulares pensando –así lo sienten los de afuera– que el portador del nombre y merecedor de la medalla del adjetivo ha descubierto algo nuevo y suyo cuando, en la mayoría de los casos, no ha hecho otra cosa que escribir o filmar o musicalizar o pintar el mundo que ellos habitan y que, piensan, es común e igual al mundo de todos.
Así, el estilo –incluso el estilo de los genios– no sería otra cosa que el residuo que permanece luego del fracaso. A ver si me explico: uno acaba resignándose a lo que sabe hacer, va arrojando por la borda aquello que nunca hará bien y, al final, los demás perciben como logros lo que en realidad es el sedimento aprovechable y, con suerte, cada vez más ennoblecido y depurado y perfecto de las frustraciones. Aquello que a un determinado artista le salió cuando en realidad quería hacer otra cosa y que, con el paso del tiempo, se va solidificando en lo único que éste puede hacer bien, en lo que hace como ninguno. A un lado, claro, queda toda esa obra fantasma. Todas esas posibilidades interrumpidas. Toda esa “quijotez” con la que sueña Quijano. Todo eso que se hubiera querido firmar pero no se pudo escribir. O vivir. Así, el estilo y la obra serían como la antimateria de una materia fantasma compuesta por todo aquello que no se hizo, que no se pudo hacer.
De este modo, ser quijotesco vale tanto como elogio e insulto, como virtud y defecto, como santidad y como idiotez. No es el Quijote –alguien felizmente perdido y encontrado en su auto-leyenda– quien determina su rango y poderío sino aquel que interactúa con el Quijote a lo largo de sus andanzas y lo calibra y, finalmente, abre y cierra un juicio sobre su persona y su personalidad. En la Argentina tenemos una categoría que tipifica a la perfección el síndrome del Quijote: el “loco lindo”. Y mucho depende del tiempo transcurrido junto a él o desde donde se lo mire. De cerca o de lejos.
El Quijote no sería otra cosa que la traducción a novela de este síntoma un tanto psicótico: la voluntad de vivir y de protagonizar y de cumplir el deseo de la vida, la fantasía en la realidad. Y, sí, es de esta voluntad tan épica como delirante, creo, de donde surge lo quijotesco, el virus, la fuga radiactiva, la fiebre, la alucinación, la epidemia y, last but not least, la ambigüedad. Porque Don Quijote es también Alonso Quijano. Y es, en principio, Quijano quien se deforma a sí mismo y se propone -enloquecido por la lectura de libros de caballería– convertirse en el paladín definitivo. El Quijote no es otra cosa que el sedimento real de esa ambición loca, lo que queda, lo que resulta, la sustancia despierta e insomne y cansada de ese sueño.
Así, Don Quijote como aleccionador sinónimo de caerse una y otra vez del caballo de la fantasía para ir a dar con los huesos al durísimo suelo del muy verdadero ridículo. Don Quijote casi como uno de esos comerciales contra la droga o contra el conducir a alta velocidad donde se pregunta a los padres si saben dónde y con quién están sus hijos en esta noche larga y oscura. Don Quijote como aquello que te puede llegar a ocurrir si te pasás de la raya y del semáforo. Así, si –según el grabado de Goya– “el sueño de la razón produce monstruos”, entonces, cuando de la novela de Cervantes se trata, “el sueño de lo irracional produce Quijotes”.Así, el Quijote –lo quijotesco– es, por fin, la formidable innovación de la trama convertida en estilo.
Y, sí, el estilo de Don Quijote es decididamente anti-heroico y fundante a la hora de la victoria perdedora. Pensar en el Quijote como en una épica del fracaso, pero épica al fin; en la triste figura de un caballero como apología de la derrota pero, también, como burla y alternativa a lo que ya comienza a ser –incluso a principios del siglo XVII– la cultura del éxito. Pensar en el Quijote como en un libro triste pero gracioso y como en una novela profunda pero entretenida. A esto se refiere Milan Kundera –a este comienzo auspicioso de lo moderno donde nada está del todo asentado, donde quedan atrás el blanco y el negro para que lleguen las tan gratificantes como inquietantes hordas de grises- cuando señala a Cervantes como “padre de la gran novela europea; alguien que no pierde de vista la idea y la creencia que sólo en lo entretenido pueden dirimirse la grandes cuestiones serias”.
Por eso, de ahí, que Cervantes plante al tragicómico Quijote con inequívocos modales de dios Shiva. Cervantes baila escribiendo y, en su danza, comulgan las polaridades de la creación y de la destrucción. El Quijote es una línea flaca pero fuerte, un límite definitorio y definitivo, una frontera que una vez cruzada no ofrece pasaje ni paisaje de vuelta: de un lado queda la gloriosa tradición de la literatura de caballería y hazaña pura, del otro surgen los efectos de esa literatura -de esas ficciones– sobre los territorios de la realidad. Y el Quijote y lo quijotesco –implacables– se las arreglan para funcionar como funcionan las vacunas: atacan al virus con el virus (recordar que finalmente Don Quijote es vencido por una escenificación terapéutica de su propia locura: el bachiller Sansón Carrasco disfrazado como el Caballero de la Blanca Luna, quien antes fue el Caballero de los Espejos) pero, en lugar de neutralizarlo, lo potencian convirtiéndolo en otra cosa, en algo novedoso por entonces, en algo que sigue siendo original. Riéndose del Tirant Lo Blanc y del Amadís de Gaula (libros que el cura párroco salva del holocausto de la biblioteca de Quijano acaso por considerarlos fundantes), Cervantes –quien respeta a estas obras cuanto más se alejan de los lugares comunes del género y que, otra novedad atendible, valora a los libros en cuanto libros y no en cuanto al valor de sus héroes– no hace otra cosa que aquello que se les permite y que se pueden permitir los más originales revolucionarios de cualquier sistema: encandilar un crepúsculo con los fulgores de un nuevo amanecer.
Así Cervantes –amparado por la gracia que le concede la figura/estandarte de un perdedor que se niega a distinguir entre los libros y la vida y que quiere encontrar el mito fuera de los libros– triunfa y patea el tablero y cambia las reglas del juego para siempre proponiendo un nuevo plano de lectura. Un flamante sistema literario.
Leyendo al Quijote, leemos al mismo tiempo todo lo que el Quijote leyó y el efecto que esas lecturas causaron en él. Y leemos también el modo en que estas lecturas produjeron en Cervantes la necesidad de releerlas al reescribirlas. Así también, el Quijote como una novela donde se queman novelas y que, al mismo tiempo, es en sí misma una hoguera donde arden las viejas tradiciones para construir un nuevo orden sobre sus restos. Ruinas donde, enseguida, florece la paradoja: la saga verdadera pero al mismo tiempo imaginaria –la trama del Quijote acontece en dos planos simultáneos: lo que sucede y lo que el Quijote cree que sucede– donde un hombre huye de la realidad en busca de una quimera a la vez que intenta trasplantar esa quimera a la realidad de este mundo. Nadie había escrito o ha vuelto a escribir historia más auténticamente heroica que ésta: la historia de un organismo que se sacrifica para que evolucione toda laespecie y, como precisa Borges, acaba siendo “menos un antídoto de esas ficciones que una despedida nostálgica”.
Otra vez: Cervantes sólo puede y consigue curar las taras físicas de la novela antigua con la invención de los complejos psicológicos de la novela moderna; y en los ensayos reunidos en Por qué leer a los clásicos, el escritor Italo Calvino se pregunta: “¿Cuál será la suerte del mundo novelesco de la caballería cuando el espíritu analítico intervenga para establecer los límites entre el reino de lo maravilloso, el reino de los valores morales, el reino de la realidad verosímil?”. Y Calvino se responde: “La repentina y grandiosa catástrofe en la que el mito de la caballería se disuelve en los asoleados caminos de La Mancha es un acontecimiento de alcance universal, pero que no tiene análogos en las otras literaturas”.
Y es cierto.
Pensar en todos los grandes libros de todos los grandes lugares de cuyos nombres nos acordamos. Ahí están y ahí seguirán estando. Su inmortalidad está garantizada. Pero, sin embargo, su calidad es diferente. Pensemos, por ejemplo, en los grandes innovadores del siglo XX. Pensemos en Proust y en Kafka y en Joyce y en Hemingway y en Borges; en autores que también cierran lo que fue y abren lo que vendrá pero que, sin embargo, parecen acabar en sí mismos, porque todo reflejo de continuarlos –a diferencia de lo que ocurre con Cervantes y quienes lo precedieron y de quienes él se aprovecha– tropieza y cae no en la parodia voluntaria sino en ese horror sin disculpa que es la parodia involuntaria. Estos son autores invocados no a través de su destrucción sino de su conservación.
Cervantes, por lo contrario, innova para influir, escribe rápido y sucio para contaminar y así la idea de lo quijotesco alcanza y envuelve hasta a los más originales; porque hay algo de quijotesco en los celos de Marcel, en la metamorfosis de Samsa, en los paseos de Bloom y de Dedalus, en la lucha de Santiago contra el pez espada y los tiburones y, claro, en el original copista Pierre Menard de Borges.
Del mismo modo, la respiración y el latido del Quijote se sienten en los adúlteros pechos de Ana Karenina y Madame Bovary, en las jamesianas “locuras del arte” que poseen a Gulley Jimson en La boca del caballo y a Ignatius Reilly en La conjura de los necios, en las aguas dulces y saladas donde flotan y se hunden Huck Finn y Ahab, en los endemoniados y los idiotas de Dostoievsky, en todos esos pícaros ingleses del siglo XVIII como Tom Jones y Tristram Shandy y –cada vez más lejos y cada vez más cerca– en los peripatéticos indios cosmopolitas de Salman Rushdie o en los argentinos campeones desparejos y juguetes rabiosos de Bioy Casares o Arlt. Y siguen los nombres y las firmas: el Lucas de Cortázar, el Martín Romaña de Bryce Echenique, el Kurtz de Conrad, el T. S. Garp de Irving, el Hombrevida y los poetas anarcos de Chesterton (quien, atención, escribió una última novela titulada El regreso de Don Quijote donde el protagonista es un bibliotecario enloquecido por las maquinarias de la Edad Industrial mientras sueña con un retorno a la unplugged Edad Media), el Jay Gatsby de Fitzgerald, el Augie March de Bellow, el cónsul Firmin de Lowry, el Seymour Glass de Salinger, el Billy Pilgrim de Vonnegut, todos esos autistas automáticos de Beckett, el Monseñor Quijote de Graham Greene, la deconstrucción surreal-posmoderna-porno del Don Quixote de Kathy Acker, y esa curiosa inversión de sexo que propone Charlotte Lennox en The Female Quixote, or the Adventures of Arabella donde la heroína, al igual que la ya mencionada Emma Bovary, es una adicta enloquecida a las novelas románticas.
¿Qué tienen todos ellos en común con el monstruo de Cervantes? Sencillo, la misma enfermedad –el mismo adjetivo en préstamo funcionando como blanda armadura– que los contagia y los autoriza a plantarse como hombres y mujeres con una misión y, al mismo tiempo, sumisos a esa misión. Se meocurre un término para todos ellos: damas y caballeros sumisionados. Seres deslumbrados por un ideal privado al que no pueden sino obedecer. Iluminados como los quijotescos pre-quijotes que bien pudieron ser todos esos profetas del Antiguo Testamento y Jesús en el Nuevo Testamento y más de un arquetípico dios o semidiós de mitos ancestrales de libros desaparecidos para siempre en las llamas de la Biblioteca de Alejandría. La diferencia con ellos –lo que hace del Quijote un héroe moderno y lo que lo vuelve tan contagioso– es que su misión no aparece dictada por mandato divino o instancias superiores. Su misión es suya y nada más que suya y empieza y termina en él mismo. Nadie más adora a Dulcinea, nadie más ve gigantes donde hay molinos. Su religión y su cruzada son la de un solo pero tan apasionado fiel. De ahí que –en el contexto de la novela– Don Quijote sea el primer incomprendido por los suyos y, desde aquí, el único que comprendemos nosotros junto –de tanto en tanto– a ese embajador nuestro en las páginas de la novela de Cervantes que se llama Sancho Panza.
Sancho Panza, el otro, somos nosotros porque –a medida que transcurre la novela– Sancho Panza lee a Don Quijote con ojos que son, de algún modo, los nuestros. Sancho es el lector, el acompañante, el testigo, ese stendhaliano espejo camino abajo en el que se mira el héroe para mirarnos a nosotros. Si la lectura de toda novela equivale a la paciente supresión de nuestra persona y nuestras vidas para así hacer espacio para que entren otras vidas y otras personas, entonces lo que ocurre con Sancho Panza en la novela de Cervantes es diferente. Sancho Panza funciona como punto de vista a la vez que pared más o menos amiga donde rebota una y otra vez el Quijote. La dupla Quijote/Sancho es, de algún modo, la génesis de las grandes parejas de cómicos y de esas buddy movies con policías opuestos pero complementarios. Uno y otro como generadores de todas esas rutinas basadas en la pelea, la reconciliación y en un amor diferente pero a prueba de toda desgracia. Uno y otro como duelo de lenguajes: la retórica arcaica y caballeresca del Quijote versus la dialéctica presente y práctica de Sancho.
La existencia de Sancho es lo que hace diferente al Quijote como novela. La teoría y la práctica de que –a diferencia de lo que ocurre con buena parte de las otras novelas ya citadas– el héroe de Cervantes sabe que necesita al otro para ser uno, para perpetuarse, para poder ser narrado y leído y mitificado. El Quijote es único y Sancho Panza es todos los demás y es, además, víctima del contagio de la “enfermedad” de su señor en la segunda parte del libro. Y es así como, infectado y feliz, acaba casi protagonizándolo y convirtiéndose en el motor responsable de muchas de sus acciones. En la novela, Sancho Panza empieza cuerdo y va enloqueciendo progresivamente mientras que Quijano empieza loco y va acercándose de a poco a la cordura. En algún momento se encuentran a mitad de camino y, por un instante, son iguales, idénticos, plenos. Y entre los dos –la cabeza en las nubes de uno y los pies en la tierra del otro– acaban comprendiendo y encapsulando aquello que, a falta de un mejor nombre, hemos dado en llamar “la condición humana”.
Y uno de esos misterios históricos o histéricos en el que recién ahora reparo. Una tontería que no lo es tanto y que revela unas cuantas cosas, supongo. A la hora de películas y cómics y chistes y esas cosas, suele poblarse a los manicomios con Napoleones. Creerse Napoleón –creerse un guerrero verídico, un emperador real– es síntoma inequívoco de locura. Es el cliché del estar loco. Curiosamente, no conozco habitante de loquero alguno –real o imaginario– que esté allí por creerse Quijote. ¿Por qué esta ausencia de lógica a la hora de perder el sentido de lo lógico? ¿No deberían los manicomios estar repletos de Quijotes más que de Napoleones?Sólo se me ocurre una explicación para esto: creerse otro; otro que existió y cuya carrera desborda éxitos y hazañas, es de locos. Creerse alguien nuevo y épicamente perdedor es algo o alguien que nadie quiere creerse. Ni siquiera los locos, tal vez más interesados en sentirse genios estratégicos y emperadores todopoderosos. Para creerse Quijote hay que ser Quijote. Y hay que estar siempre afuera y nunca entre desquiciados. En este sentido –y a la hora de la patología manicomial– un Quijote encerrado no tiene sentido alguno. No tiene razón de ser. Y para seguir en los territorios sin mapa de lo alucinado, se me ocurre una buena manera de sintetizar a la novela de Cervantes. Aquí va, y pensemos entonces en el Quijote como en una suerte de thriller espiritual protagonizado por un detective todavía más solipsista que el ya mencionado Sherlock Holmes. Algo así: en el Quijote alguien busca su razón de ser mientras pierde la razón y, al recuperar su razón, pierde su razón de ser.
Y, por lo tanto, se muere.
La cuestión es si muere feliz o no. Una cosa queda clara: en la novela, Don Quijote muere cuerdo, recuperado, montando con firmeza el caballo de la realidad. Pero reconvertido en el real y agonizante Alonso Quijano el Bueno, Don Quijote muere antes.
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