NOTA DE TAPA
Intimidad
La tierra elegida (Emecé) reúne ensayos y artículos periodísticos de Juan Forn. En esta entrevista, el autor habla de los motivos que paulatinamente lo fueron alejando de la ciudad, de su retiro tiempo completo a Villa Gesell y de cómo una enfermedad ha cambiado desde su vida cotidiana hasta su relación con la literatura.
› Por Claudio Zeiger
De una forma o de otra, Juan Forn siempre estuvo de los dos lados del mostrador de la literatura argentina. Como escritor y editor, a nadie se oculta que su gestión en Biblioteca del Sur en Planeta durante los años ‘90 lo puso en un lugar de indisimuladas rivalidades literarias. Además, claro, él no sólo fue un animador de aquellos años de despegue y crisis de la narrativa local, sino un activo partícipe con los exitosos cuentos de Nadar de noche y la novela Frivolidad. Luego vinieron los años de editor periodístico al frente de Radar (cinco años de gestión, concretamente) y fue el turno de la novela Puras mentiras (que ya mostraba un giro francamente intimista y donde, dicho sea de paso, el protagonista se iba a vivir a un pueblo de la costa). Hay que hacer una salvedad: de una forma o de otra todos los implicados en la literatura argentina están de un lado y del otro de varios mostradores, porque sería ilusorio pensar que se puede ser puramente literato en estas tierras (si eso, además, fuera deseable). Entonces, hace unos años, Forn se fue a vivir a Villa Gesell tiempo completo. Y desde Gesell ha ido armando este libro bajo el título de La tierra elegida: un libro de fervores literarios, cruces de autores y mundos (Mitteleuropa, Japón, América latina) y la convicción de que las historias reales también pueden contarse como bellas ficciones.
Una pequeña nota al final del libro explica con sencillez, despojadamente, los motivos de una retirada que en principio se podría haber pensado relacionada con esos lados del mostrador pero que en verdad hunden sus raíces en motivos mucho más íntimos.
“A los cuarenta años tuve una hija (fue la primera, es la única).
A los cuarenta y uno tuve una pancreatitis que me mandó al hospital (fue la primera pero no la única; habría otra después).
Básicamente por esas dos razones vivo desde entonces en Villa Gesell, con mi mujer y mi hija. Acá, leo como sólo a los veinte era capaz de leer, escribo cuando tengo algo que decir, y soy padre y marido jornada completa.
Este libro se llama La tierra elegida por la clase de vida que me ha permitido Gesell, y por la relación con la literatura que me ha permitido esta vida en Gesell.”
Invocadas las razones, en la entrevista, Forn no tiene inconvenientes en ampliar el tema. “La primera pancreatitis fue para mí el descubrimiento bastante escalofriante de que era más débil de lo que creía, y de que cuando te empezás a romper te das cuenta cuando ya es demasiado tarde. Lo que me pasó a mí es que me salvé.”
¿Sentiste miedo después?
–Sí, sobre todo porque en el primer momento no me pudieron dar un diagnóstico. Uno de los médicos me dijo que yo tenía que parar antes de estar cansado. ¿Y cómo se mide eso? ¿Cómo podía saberlo? Cuando estás escribiendo, leyendo, muy metido, parar en el momento en que estás caliente es insoportable, y si te pasás un minuto, volcás. Después, lentamente, fui descubriendo una manera de sentirme suelto de a poco. Contribuyó mucho el poder quitarme las responsabilidades. Hacer Radar era tener la cabeza ocupada con mil millones de cosas al mismo tiempo. Iba por la ciudad y tenía que saber qué estaba pasando culturalmente en Buenos Aires en todos los rubros, no perderme ninguna muestra, ninguna movida. Eso ocupa un espacio mental enorme. De pronto llegué a Gesell y descubrí el horror vacui. La primera sensación mía fue: ¿qué hago? Entonces agarré un libro de 1000 páginas y empecé a leer. Aunque en Buenos Aires yo ya venía leyendo esas barbaridades: las Memorias de Albert Speer, 900 páginas. Los Diarios de Tolstoi, tres volúmenes de ese porte.
¿No sentías que esas lecturas podían hacerte pasar la línea del cansancio que te marcaban los doctores?
–Los médicos me dijeron: hacé sólo lo que te gusta, y moderado. Por supuesto me habían prohibido el alcohol, el deporte, algo que hacía y no pude hacer más. ¿Y leer? Qué sé yo. Puede aparecer como que leer es no hacer nada. En realidad, la segunda pancreatitis fue resultado de meterme demasiado en mí mismo mezclado con la tensión de si iba a funcionar o no la adaptación a la vida de Gesell. No teníamos casa propia, estábamos viviendo como gitanos, con muchísimas obligaciones todavía de arreglar asuntos en Buenos Aires. Yo no trabajaba. Hice talleres literarios pero me di cuenta de que no funcionaba bien. Y de pronto le encontré una vuelta a Gesell: leer. Me pasó una cosa que jamás pensé que me iba a pasar. Tuve que usar anteojos. Era el precio de leer de esa manera desaforada. Un día veníamos en el micro con Saccomanno y le digo: Los bondis de ahora son más cómodos, pero ¿viste qué mierda que son las lucecitas? Otra vez estábamos comiendo con Guillermo y Flora y yo comento: ¿Vieron que como hay viento, aquí nadie transpira? Y ellos se rieron. Como el tipo no hace nada cree que nadie hace nada y ni siquiera transpiran. Yo empecé a vivir en un microclima delirante. Un poco como en El mundo según Garp: ser el escritor amo de casa. Por supuesto que desde entonces reivindico la tarea titánica del ama de casa. ¡No parás nunca!
¿Todos los artículos fueron escritos en Gesell?
–Hay algunos que los escribí después de dejar el diario pero estando en Buenos Aires. En el consultorio de Flora había un cuartito vacío y yo me encerraba ahí a escribir, eso fue un año antes de irnos a Gesell. Lo que pasa es que el mecanismo se perfeccionó al irme a vivir a la villa. Primero porque mi cabeza se vació de todas las cosas de la ciudad. Y segundo porque me levantaba a la mañana y mientras me iba caminando al mar ya ponía en orden la cabeza. Sentí, muy nítidamente, que empecé a pensar mejor. Mi cabeza se vació y todo ese espacio libre fue ocupándose con lecturas más elocuentes. Empecé a tener la sensación de que cualquier libro que leyera iba a entenderlo. Eso para mí no tiene precio. Empecé a leer mucha más historia. Básicamente volví a los libros como fuente de conocimiento. Y a entender que eso tiene su correlato en la vida cotidiana. La conversación típica con la gente de Gesell es cómo llegaste, de qué te escapaste. Porque la mayoría es gente llegada de otras partes. Todos tienen una historia detrás. Empecé a descubrir filones en las historias que me contaban. Pienso que uno de los mayores defectos de los escritores es que con el tiempo escuchamos cada vez menos. El oído es una herramienta indispensable, y yo empecé a escuchar más. En el hecho de irse de la ciudad pesa mucho que tenés menos obligaciones con respecto al dinero. Las mejores cosas que tiene Gesell son gratis: el mar, el bosque y la luz. Yo me volví como esos tipos que dejan de fumar y sacan todos los ceniceros de su casa. Me volví un fundamentalista de la vida bucólica, parezco Thoreau. Claro que uno va con su locura a donde sea como una mochila, no va a cambiar por estar en medio del bosque.
En La tierra elegida, la presencia de Japón y Mitteleuropa son elocuentes, tanto como la ausencia de la literatura norteamericana.
–La literatura anglosajona fue para mí un ciclo nutricio hasta que sentí que estaba recibiendo más de lo mismo. Por supuesto me queda mucho para leer. Pero por otro lado hay un rechazo a la cultura norteamericana como imperialismo. Después del 2001 eso ya me resultó incuestionable. Lo venía sintiendo sin reflexionar mucho sobre el punto, como una especie de fastidio con el cine norteamericano, con el mundo anglosajón en general. Una de las razones por las que me “retiré” de la literatura norteamericana es porque estoy harto de lo insulares que son. El único sentido que tienen ellos es el de la cultura anglosajona, ni siquiera europea. En cambio ahora me interesan los autores que miran el mundo como una combinación de diversidades. Me parece que las diferentes etnias son diferentes maneras de ver el mundo. Me gusta mamar de lo italiano, lo alemán, lo oriental, lo latinoamericano... Todo esto que digo me lo pueden echar en cara como que yo fui no solamente un defensor sino un oficiante de la aldea global, de la FM. En Nadar de noche me enorgullecía de pensar que eran cuentos argentinos y al mismo tiempo eran tramas que podían pasar en casi cualquier lugar. No sé si ahora lo consideraría un mérito.
Hablabas de la diversidad. Y parece que ésa es también la marca que va tiñendo la literatura argentina, donde los gestos de parricidio hace rato que no se dan, quizá por inútiles.
–Es que no hay parricidio posible cuando sos huérfano. Y la literatura argentina quedó huérfana de padres. El juego del parricidio es básicamente ir eliminando a los otros aspirantes al trono, no sólo es matar al que ocupa el trono sino ir eliminando candidatos. En ese sentido yo siempre hice el culto del escritor menor que al mismo tiempo es grande, y querido. Siempre tuve fascinación por tipos que no ocupaban el centro del canon. Cuando tenía mis aspiraciones literarias no fantaseaba con ser García Márquez. Fantaseaba con Rulfo, Bryce, Onetti. Con el tiempo me di cuenta de que mi variedad de gustos no era canónica, y tampoco soy taxativo en el libro acerca de qué es bueno o malo, mejor o peor. A mí me gusta Abelardo Castillo y Aira, me gustan muchos escritores que quizás entre sí no podrían leerse ni verse.
Quizás un efecto no deseado de la diversidad literaria sea en el futuro una especie de indiferencia amable: cada uno con su librito, y ya a nadie le interese mucho qué hace el vecino.
–Creo que es mucho mejor una cultura de convivencia de lo diverso que una cultura de la antinomia. En la antinomia es evidente la pasión, casi por definición, es el combustible por excelencia, pero la pasión también es un elemento indispensable en lo diverso. Vargas Llosa decía en una entrevista que no es que hay una literatura light sólo porque se les ocurre a los escritores. Ejemplo Tabucchi, que hace libros prolijitos pero inertes. Digo Tabucchi como podría citar 114 autores medios. Pero cuando empecé a escribir era impensable que alguien viviera de la literatura. Todos los tipos que conocí trabajaban. Héctor Viel Temperley trabajaba de publicista, Juarroz era bibliotecario, Abelardo Castillo daba talleres literarios. Ninguno ganaba plata con sus libros. Y si ves ahora, hay muchos que ya viven de ser escritor. Eso genera un contexto muy distinto. Muchos escritores ya no van a trabajar sin red, van a ir a lo seguro.
¿Y cómo ves tu propio lugar en este panorama?
–Lo que a mí me pasa ahora después de la enfermedad, después del nacimiento de Matilda, es que la literatura ocupa un tercer lugar en mi vida. Yo sé que si tengo que parar, paro. Antes decía: no importa el amor que sienta por mi mujer, si yo tengo que escribir algo que no le guste, que se aguante. Y ahora no pienso así. Quiero que la literatura sea todo lo placentera e intensa que es la lectura. Mi relación por la literatura está definida por lo que me produce a mí leer. Antes tenía una contradicción muchísimo mayor. Mi vida anterior era una declamación totalmente enfática de la literatura y, mientras tanto, me quemaba las pestañas corrigiéndoles libros a otros y ni siquiera esos otros querían que se los corrigiera. Evidentemente lo hacía peor de lo que puedo hacerlo ahora cuando me acercan un manuscrito. Elvio Gandolfo me decía: espero que estés escribiendo así no le rompés las pelotas a todo el mundo.
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