Lun 10.06.2002
libros

DICTADURA Y SOCIEDAD

La semana próxima estará en librerías Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, un libro de Hugo Vezzetti en el que el autor se interroga, más allá de los Juicios a las Juntas y el Nunca más, por la responsabilidad política y moral de la sociedad argentina tanto por lo que “activamente promovió y apoyó” como por lo que “fue incapaz de evitar”. A continuación, un anticipo exclusivo de algunos tramos del libro de Vezzetti.

Por Hugo Vezzetti

Con el advenimiento de la democracia, la representación pública de la ley que alcanzaba a los poderosos ofrecía una escena enteramente nueva: el alzamiento de las víctimas que denunciaban y demandaban justicia contra los crímenes de sus victimarios. No hablo del procedimiento técnico jurídico y la intervención del ministerio público en representación de la sociedad, sino de la representación del Juicio como la rectificación del poder omnímodo de los victimarios por vía del protagonismo de las víctimas. Al mismo tiempo, en ese escenario, de algún modo la sociedad quedaba convocada en posición de espectadora horrorizada de acontecimientos que parecían ocurridos en otro lugar. En efecto, la fuerza, la centralidad del ritual judicial no dejaba de provocar, fijar podría decirse, una memoria capturada por los crímenes y sus ejecutores, y arriesgaba dejar de lado un capítulo decisivo de la rememoración y el juicio intelectual y moral: el de las acciones y omisiones que involucraban a la propia sociedad.
Es claro que no se trata de arrojar una culpabilidad general ni de concebir a la sociedad como un conjunto homogéneo, una suerte de sujeto colectivo que actuaría como un actor unificado. La referencia a la sociedad y a su papel se refiere, en todo caso, a una sociedad civil que se distingue del Estado y posee organización propia, autonomía relativa, ciertas identidades y tradiciones, en fin, es lo que puede destacarse en actores colectivos visibles, no sólo políticos sino económicos, eclesiásticos, profesionales, periodísticos.
En un sentido profundo, la dictadura puso a prueba a la sociedad argentina, a sus instituciones, dirigentes, tradiciones, y hay que admitir que muy pocos pasaron la prueba. En cuanto se aborda la implantación del terrorismo de Estado en una perspectiva que se interrogue sobre sus condiciones y en una periodización de más largo alcance, es posible ver lo que revela, como un espejo deformante pero sin embargo fidedigno, de esa sociedad que lo produjo y lo admitió. Si hasta aquí, en general, los crímenes de Estado absorbieron la dirección de la memoria social, si la formación de un núcleo firme de la experiencia de esos años estuvo focalizado en la enormidad de las violaciones de derechos fundamentales, el propósito de un saber crítico hace necesario desplazar el foco hacia la relación de la dictadura con la sociedad argentina.
Es cierto que la dictadura irrumpió con rasgos propios y significó una ruptura traumática respecto de ciertas reglas que habían gobernado la vida política en la Argentina, aun durante los regímenes militares. No hay dudas de que sometió a la sociedad a una violencia sin límites y hasta entonces desconocida, especialmente por la implantación del aparato clandestino de represión y exterminio que ha quedado expuesto en el Nunca más. Si se atiende a los procedimientos de detención que allí se describen y que se desarrollaban de un modo bien visible, con despliegue de armas y de efectivos, si se piensa en las consecuencias de la desaparición sobre familiares, allegados y vecinos, no puede desconocerse el propósito de vencer toda resistencia e imponer ampliamente su dominación sobre una sociedad paralizada por el miedo. En esa dirección era visible el objetivo de escarmentar drásticamente a una sociedad que se había mostrado extensamente permeable a los aires tumultuosos de una “liberación” que aparecía, a los ojos de un estamento militar formado en la paranoia anticomunista, como la antesala de la revolución social.
Pero si se atiende, más allá de la masacre implementada metódicamente, a objetivos más amplios, pero no por eso menos centrales, la dictadura se proponía disciplinar la fuerza de trabajo, suprimía los partidos políticos (que se habían mostrado incapaces de estabilizar un orden social y político) y buscaba reforzar los lazos familiares tradicionales y moralizar las costumbres. Y allí donde encarnaba un principio de ordenfrente al caos social y político (más allá de que terminara por instaurar un régimen que terminó arrastrado a formas mucho peores de desorden) no dejaba de recibir apoyos explícitos y una conformidad bastante extendida. Hay que recordar que el régimen, en verdad, fue cívico-militar, que incorporó extensamente cuadros políticos provenientes de los partidos principales y que no le faltaron amplios apoyos eclesiásticos, empresariales, periodísticos y sindicales. De modo que la representación, ampliamente instalada después del renacimiento democrático, de una sociedad víctima de un poder despótico es sólo una parte del cuadro y pierde de vista que la dictadura fue algo muy distinto de una ocupación extranjera, y que su programa brutal de intervención sobre el Estado y sobre amplios sectores sociales no era en absoluto ajeno a tradiciones, acciones y representaciones políticas que estaban presentes en la sociedad desde bastante antes. Por otra parte, las figuraciones de la guerra que exaltaban la imagen épica de los represores no eran muy distinta de las que impregnaban la acción de las organizaciones armadas del peronismo y el guevarismo que –hay que recordarlo– llegaron a tener un respaldo significativo en la sociedad.

Guerra y sociedad
Se hace necesario, entonces, volver sobre las representaciones de la guerra. No porque haya razones para decir que efectivamente la hubo, sino porque más allá del plano estrictamente militar no es posible dejar de ver que los antagonismos inconciliables, la voluntad de soluciones drásticas y la disposición a aniquilar al enemigo, ofrecían un marco ampliamente compartido en la percepción de los conflictos. En ese sentido, una de las varias objeciones a la llamada “teoría de los dos demonios”, que condensa la significación de ese pasado en la acción de dos terrorismos enfrentados, reside en que coloca un definitivo manto de inocencia sobre la sociedad. Sin duda es legítimo preguntarse (como lo hace un observador extranjero, Prudencio García, quien además es coronel del ejército español) cómo fue posible que “militares profesionales del país más culto y más europeo de América latina” hayan implementado un plan que incluía la práctica sistematizada de la tortura y el asesinato. Una cuestión de esa naturaleza requiere un examen focalizado sobre el actor militar y eso es precisamente lo que ofrece la excelente investigación de García. Al mismo tiempo, si se abandonan explicaciones simplistas, especialmente las visiones conspirativas que descargan toda la responsabilidad en los designios del poder económico mundial, una evidencia se impone: casi todos recibieron el golpe de 1976 con alivio, incluso unos cuantos que iban ser víctimas directas de su acción criminal. De modo que hay que reconocer que una exploración que se pregunte cómo fue posible el terrorismo de Estado debe ser ampliada a lo que sucedió en la sociedad, en sus organizaciones y sus dirigentes. Por esa vía se llega, necesariamente, a los problemas de la responsabilidad colectiva, es decir, a un plano en el que la acción pública de la memoria excede la denuncia de los crímenes en la medida en que la búsqueda de la verdad, de cara a la sociedad, enfrenta algo distinto de la culpabilidad de los criminales.

Política y moral
Es sabido que el tema de la responsabilidad se ha prestado a diversos usos, incluyendo iniciativas de “reconciliación” que vienen a decir, más o menos, que todos somos culpables o, lo que es lo mismo, que no hay responsables. Es claro que una igualación de esa naturaleza es una invitación a la amnesia y a la renuncia al saber antes que el punto de partida posible de una rememoración encarada como un trabajo y un debate colectivos. Admitir una convergencia de responsabilidades en las condiciones del asalto dictatorial al Estado no implica igualarlas bajo ese pesado velo que confunde y encubre posicionesy comportamientos bien diferentes. Aquí vale la pena retomar la distinción ejemplar que Karl Jaspers proponía para impulsar las preguntas que, frente a la experiencia del nazismo, necesariamente involucraban a la sociedad alemana. En 1945 se ocupó de ese problema, en un curso dictado en la Universidad de Heilderberg, y propuso una distinción que me parece muy clara y enteramente aplicable al caso argentino: existe una culpabilidad criminal, una culpabilidad política y una culpabilidad moral. La culpabilidad criminal no ofrece mayores dudas en la medida en que en la Argentina hubo un proceso penal, producción de la prueba y condena, y nada de eso fue borrado o cancelado por los indultos. El problema pendiente, en todo caso, a partir de la ley de “obediencia debida”, es el de la amplitud con que se ha definido la persecución penal de los responsables. Pero en la medida en que los crímenes ocurrieron, las pruebas están, y hay procesos en curso en el país y en el extranjero, en ese terreno el problema sigue abierto.
Diferente es el estado de la cuestión en las otras dos dimensiones, las responsabilidades política y moral. En principio, una sociedad debería hacerse responsable no sólo por lo que activamente promovió y apoyó sino incluso por aquello que fue incapaz de evitar. Además, es claro que hubo una responsabilidad política inexcusable de los partidos y grupos que colaboraron activamente con ese régimen y de los círculos del poder que aportaron una conformidad que, en muchos casos, se convirtió en un apoyo activo. Por otra parte, si se atiende a las condiciones de la instauración de la dictadura, no puede dejar de reconocerse que fue promovida por una escalada de violencia ilegal, facciosidad y exaltación antiinstitucional que involucró a un amplio espectro de la sociedad civil y política, en la derecha tanto como en la izquierda. No sólo el viejo partido del orden y los responsables de la violencia paraestatal celebraron en marzo de 1976, también lo hizo cierto sentido común revolucionario que consideraba que una dictadura era preferible a un gobierno constitucional en la medida en que ponía en claro el carácter del enemigo, en una lucha política concebida como una escalada de guerra hacia la toma del poder.
Una buena parte de la sociedad había acompañado con cierta conformidad pasiva el vuelco de la política hacia un escenario de violencia que despreciaba tanto las formas institucionales de la democracia parlamentaria como las garantías del Estado de derecho. En ese sentido, es posible postular que algo cambió en la percepción social de la violencia entre 1973 y 1974, hay que admitir que la escalada de acciones terroristas en la escena social cotidiana y diversas manifestaciones de la degradación política y el caos en el Estado (en gran parte amplificadas por la prensa favorable al golpe) estuvieron en la base de una suerte de rebote del humor colectivo de una mayoría que viró hacia la conformidad con formas de restauración del orden y la autoridad, en principio dictatoriales, de acuerdo con la experiencia histórica. Pero si es cierto que una mayoría acompañó o aportó su conformidad pasiva a las faenas de la dictadura (responsabilidad moral, diría Jaspers), no lo es menos que entre las condiciones necesarias estuvo esa larga y pronunciada demolición de las formas, largamente debilitadas, de la democracia institucional y la jerarquía de la ley.
Nunca más
Hacia el presente, el Juicio a las Juntas queda situado como un cruce de memorias en el que se relacionan y se entrecruzan el pasado y el presente, y las memorias diversas de la dictadura no pueden separarse de la construcción de una experiencia de la democracia, es decir de una recuperación de los sentidos de ese pasado que ha quedado estrechamente ligado a las promesas y los resultados de la renovación política y ética inaugurada en diciembre de 1983. ¿Qué decir de la serie de resoluciones políticas que buscaron limitar primero y luego directamente clausurar elciclo abierto por el Nunca más y el Juicio? No hay dudas de que la “obediencia debida” y el “punto final” (que sin embargo mantenían el castigo sobre las cúpulas) y, sobre todo, los indultos de 1990 chocaban con las promesas de la reparación ética y jurídica que estuvieron en el nuevo origen de la democracia y parecían reinstalar la impunidad de los poderosos. En el caso del Juicio a las Juntas, es sabido que el indulto no borró las penas ni la criminalidad de los actos. Al mismo tiempo, a la distancia, si se tiene en cuenta lo que se cumplió (proceso público, volumen de las pruebas, centenares de testimonios, sentencia y condena, siete años en prisión) no se puede hablar de impunidad. Y con el tiempo transcurrido la importancia y la huella de los efectos políticos y éticos del Juicio (reanudados en el país por las causas de sustracción de menores y por los “juicios de verdad”) parecen prevalecer frente a las fuerzas que buscan conducirlo al olvido y la insignificancia.
Ahora bien, admitidos esos efectos del Juicio, al mismo tiempo ¿no estableció ciertos límites a una intelección propiamente histórica de una etapa crítica y decisiva que evidentemente no se abrió con la dictadura de 1976? En efecto, en un sentido diferente del instalado por el juzgamiento de los crímenes de Estado, la dictadura argentina aparece menos como un desorden aberrante y único que como el resultado de una larga crisis, política, económica y social, que sólo se hace visible en una perspectiva más amplia, y que, según se quiera, se retrotrae a diversos escenarios de una guerra civil larvada, desde el golpe de 1930 a la irrupción de los coroneles en 1943, el bombardeo a la Plaza de Mayo o el golpe del general Onganía. Todos, sin excepción, fueron cívico-militares, apoyados, según las circunstancias, por una u otra de las expresiones políticas mayoritarias. El examen de la dictadura desde una exploración más ajustadamente histórica y en un ciclo más extenso, que incluya la dimensión social y política de las crisis argentinas en el siglo XX, es algo que queda hasta ahora como una tarea pendiente.
Ahora bien, si se trata de un examen del Juicio y sus consecuencias, no hay razón para pretender de la construcción de ese marco institucional más de lo que efectivamente podía ofrecer. Ciertamente, establecía ciertos límites a la posibilidad de una indagación de lo sucedido en la medida en que hacía recaer todas las responsabilidades sobre el actor militar, sin interrogarse sobre las condiciones que en todo caso habían contribuido decididamente a favorecer y hasta admitir el golpe contra las instituciones y la masacre descargada sobre la sociedad. Pero a la vez, en sus efectos hacia la deliberación pública, aun cuando la memoria social permaneciera en gran medida opaca respecto de las responsabilidades de la propia sociedad, el proceso judicial no dejaba de plantear problemas, interrogantes posibles. En todo caso, si no se desplegaron con mayor intensidad y claridad, hay que cargarlo en la cuenta de otras limitaciones. Ante todo, la relativa ausencia de una acción intelectual y política más autónoma respecto de la lucha reivindicativa inmediata que ha dominado a los organismos de derechos humanos y la modalidad de un periodismo volcado sobre lo más inmediato y efectista. Con todo, no se puede desconocer lo que se produjo en esa dirección, a partir de objetivos diversos, en una perspectiva de investigación y trabajo conceptual de más largo alcance.
Dejo, entonces, una exploración que queda suspendida, puede decirse, en las condiciones, las dificultades y las aporías de esa escena refundadora, con efectos diversos, inestables, en la sociedad y en núcleos de la clase político. Al mismo tiempo, parece claro que ningún partido ni el movimiento de los derechos humanos han alcanzado a conformarse como sostenes y herederos de esa refundación jurídica y política. En cuanto a la sociedad, algo de esa escena originaria de la democracia, como principio de libertad e igualdad, se reactiva con el apoyo que reciben losnuevos procesos judiciales en el país y en el exterior.
Pero, por otra parte, en la medida en que el eje de la experiencia social se sitúa en la interminable catástrofe económica, en la medida en que se afirman otras formas de desigualdad y de negación de la justicia, se resiente el impulso democratizador de la vida política y social que estuvo en la base de lo que el Juicio producía y prometía.

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