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Sábado, 30 de abril de 2005

LAS DOS PRIMERAS NOVELAS DE LA PENTALOGíA EL RíO DEL TIEMPO CONDENSAN EL PROYECTO LITERARIO DE FERNANDO VALLEJO. EN LOS DíAS AZULES Y EL FUEGO SECRETO, LA FURIA, LA INFANCIA Y LA MUERTE, EN ESE ORDEN, SOSTIENEN EL MANIFIESTO VALLEJISTA. BIENVENIDO A LA ARGENTINA.

Dame fuego

Los días azules
Fernando Vallejo
Alfaguara
252 páginas

El fuego secreto
Fernando Vallejo
Alfaguara
253 páginas

 Por Patricio Lennard

“Yo escribo con una lentitud inmensa. Escribir El río del tiempo me tardó cincuenta años de vivirlo.” Con esas palabras, Fernando Vallejo deja en claro cómo la coherencia de su proyecto literario –que comienza en Los días azules (1985) y trama en todas sus novelas una ligazón inquebrantable entre ficción y autobiografía– no se ha basado tanto en narrar los años que ha vivido, sino en haberle encontrado a su vida el significado de una obra de arte.

Después de publicar un tratado sobre la gramática de la narración (Logoi, en 1983) y una biografía del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, Vallejo escribió los cinco volúmenes que fueron reunidos en 1999 bajo el título El río del tiempo, y que en principio aparecieron en forma separada. A Los días azules y El fuego secreto –en que cuenta su niñez y adolescencia, respectivamente– le siguieron Los caminos a Roma, Años de indulgencia y Entre fantasmas. Textos que ponen en escena –al igual que los que vinieron luego– esa compulsión a autonarrarse del escritor colombiano, ese afán de levantar el yo como estandarte y hacer de su vida una novela por entregas.

El recuerdo de las navidades y las visitas a los pesebres de las casas vecinas, la idílica finca Santa Anita y su sueño de llegar a ser pirata, sus estudios de piano y su descubrimiento de la literatura, y la mudanza de su familia a esa Medellín que en La virgen de los sicarios él reinventó literariamente, son algunas de las cosas que Vallejo cuenta en Los días azules. De este modo, la novela –que incorpora al sesgo toques de realismo mágico para que la ruptura con esa tradición de la que García Márquez es centro sea aún más definitiva– no sólo incluye escenas que reaparecen en otros de sus libros (gracias a la sintaxis recursiva del recuerdo), sino también sienta las bases de un programa literario cuyo punto final es La rambla paralela (2002).

Más allá de que Vallejo haya publicado luego Mi hermano el alcalde (contradiciendo sus dichos de que abandonaría la escritura de ficción), el hecho de que el narrador de sus libros aparezca muerto en La rambla paralela es signo del final de ese proyecto, o del principio insospechado de uno nuevo: el de continuar escribiendo la “novela de su muerte”. Una muerte en la que el escritor dice estar inmerso desde que su hermano Darío murió de sida (hecho narrado en El desbarrancadero) y que implica la desazón de no tener más vida que para él valga la pena ser contada.

Hay una escena en Los días azules que parece refractarse en La rambla paralela: el niño Fernando se ve a sí mismo de viejo, en un escritorio junto a su perra Bruja, escribiendo lo que él (el niño) está haciendo en ese mismo instante. Ese tiempo enloquecido en que la imaginación y el recuerdo se funden en la memoria de un “futuro que todo está en el pasado” aflora, a su vez, cuando Vallejo plasma su muerte en La rambla paralela, o cuando su narrador “recuerda”, por ejemplo, los funerales de Juan Pablo II en un momento en que no habían sucedido. Y es que la figura de ese “señor muy viejo” que escribe en Los días azules (y que reaparece en El fuego secreto) es la de un narrador situado al borde de la muerte, frente a eseumbral que se transpone en La rambla paralela y no admite punto de retorno. Por más que Vallejo siga escribiendo ficción en el futuro, La rambla... será el fin de su saga autobiográfica: no son posibles ya memoria ni experiencia una vez que ha escrito los “recuerdos” de su muerte.

Si bien El fuego secreto termina con su “última noche de juventud” –luego de que la novela recorre los caminos de su iniciación en la droga, el alcohol y las relaciones homosexuales–, el orden cronológico que parece seguir el relato de su vida es ciertamente ilusorio. Las muchas digresiones en que Vallejo ensaya sus diatribas contra los pobres, los cristianos, el Papa, Fidel Castro, Colombia, los musulmanes y Bolívar son el correlato de cómo los recuerdos forman constelaciones que conectan sus textos, haciendo del tiempo y la memoria un mismo y entreverado torbellino. “Un libro así, claro, es una colcha deshilvanada de retazos, pero ¿qué es la vida (no la falsa novela) sino retazos, pedacería, pedazos unidos por el débil hilo del yo?”, escribe en El fuego secreto.

El episodio de la internación psiquiátrica que el narrador, al final de ese volumen, refiere haber tenido a raíz de un arrebato de violencia que lo llevó a romper un piano y un televisor –entre otras cosas– con un fierro, evoca la escena que abre Los días azules y en la que el pequeño Fernando, con ira incontenible, se queja de que la criada no quiera servirle un chocolate: “¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío del patio, contra la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia”.

Podría pensarse que en esas onomatopeyas la obra de Vallejo aparece condensada. El aluvión de furia, blasfemias e improperios que corre a lo largo de sus páginas tiene, en ese arranque memorable, un momento de verdad, casi un epítome. Basta, pues, agacharse un poco y auscultar el suelo de las letras para oír los estruendos que Vallejo produce. Los estruendos furibundos de una de las obras más impresionantes de los últimos tiempos.

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