DE CóMO EL THATCHERISMO TAMBIéN INSPIRó A LOS NOVELISTAS INGLESES.
Vientos de Huracán
Tim Lott
Tusquets
391 págs.
Todo lo sólido se desvanece en el aire. Marshall Berman, citando a Marx, explicaba la experiencia de la Modernidad como la contradicción entre un espíritu de aventura y el miedo a perderlo todo. Y en la novela de Tim Lott (autor de otras dos novelas), los que se llevan todo son los vientos huracanados de Margaret Thatcher, que privatizó las empresas (British Petroleum, por ejemplo) y liquidó los últimos vestigios del Estado benefactor. Dado el escenario de la novela, que va desde 1979 hasta 1991, pasando por la Guerra de Malvinas y la Guerra del Golfo, Tim Lott, que estudió Política y Economía en The London School of Economics, hace hincapié en una familia media que vive en un departamento alquilado al Estado. Lejos del estilo extravagante y radical del lisérgico Will Self, Tim Lott nos trae –acaso– una novela demasiado legible, clásica en el sentido de que muestra el desarrollo de un personaje en el tiempo. Sin embargo, sedimentada en los pilares de una historia muy bien contada (sin innovaciones pero haciendo una buena síntesis de procedimientos típicos de la nueva novela) y una ironía devastadora –al estilo Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades–, Vientos de huracán rompe identificaciones con cualquiera de sus personajes creando una distancia crítica y cinematográfica que nos hace ver, por ejemplo, la mano del padre de la familia sobre el hombro de su hijo como sustituto del abrazo que nunca se pueden dar. O las miradas furtivas entre tía y sobrino que van a despedir la Navidad con una escena de sexo oral.
A pesar de que la obra indaga exitosamente en tremendas carencias afectivas –agravadas por el consumismo sin límites del thatcherismo–, no cae en un pedido de misericordia por parte del lector. De hecho, ningún personaje de la novela resulta agradable del todo. No cae bien el padre, Charlie Buck, un tipógrafo mediocre, que además de encontrar mundos paralelos en las lecturas de Sidney Sheldon, es adicto a coleccionar trenes en miniatura. Tampoco su esposa, Maureen, que se desvive entre las tareas del hogar y la obsesión por seguir a pie juntillas las dietas de moda. Ni siquiera Robert, su hijo, el arquetipo del adolescente conflictivo que intenta rebelarse contra todo y termina trabajando de policía.
La historia desemboca en un momento esencial en el que Charlie Buck, personaje respetuoso de los homosexuales (“siempre y cuando escondan lo que hacen”) y partidario de la liberación de la mujer (salvo por el hecho de que esa liberación le resulta “antinatural”), va a experimentar el cambio característico de la Modernidad: durante una partida de póquer, y cansado de verse humillado por su cobardía, resuelve apostar a todo o nada. Y gana. Y siente que quiere ganar siempre. La escena divide en dos al libro y marca el comienzo del fin de la identidad de Charlie Buck y de todo lo que la idea de la inmutabilidad de las cosas le garantizaba tener.
Como Nick Hornby, Tim Lott se acerca más a un estilo “norteamericano”, sencillo y carente de alegorías complejas: con mucho público lector y bastante peso mediático, se ubica en la línea de escritores-periodistas que combinan un magnífico humor con una gran profundidad analítica sobre la crisis de las figuras masculinas, quizás entronizada en Alta fidelidad, novela que fuera llevada al cine por Stephen Frears, al frente de un elenco carísimo. Vientos de huracán es una novela triste y divertida al mismo tiempo. Y también parece querer obligarnos a revisitar todo aquello que pasó en nuestro país en la década del 90, ese sueño líquido que terminaría evaporándose –algunos años después– en el aire, como todo lo que alguna vez fue o pareció sólido.
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