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› Por Juan Sasturain
Roland Topor, con toda su brillantez, es un virtual desconocido acá. Así, para ubicarlo mejor partamos de otro personaje contiguo a él y más (acaso demasiado) aparente, Alejandro Jodorovsky, que acaba de pasar por Buenos Aires dejando una estela mística. Hombre de talentos varios, pero sobre todo vocación de gurú –un enroscador de víbora, en suma–, el mediático chileno tiene un currículum extensísimo con puntos de interés sobre todo en el arranque, cuando aún no se lo había comido el personaje. Por ejemplo, hacia 1960 participó en París de la fundación del Grupo Pánico, una provocación vanguardista con ingredientes dadá y del surrealismo tardío, cuyo acérrimo humor negro provenía sobre todo de las piezas del dramaturgo español Fernando Arrabal y de la imaginación perversa de un jovencísimo dibujante: este Roland Topor. Un verdadero monstruo. Entrando en Pánico, Topor ha resultado el más sólido e interesante de los tres. Jodorovsky es hoy un habilidoso vendedor de humo y lo mejor de Arrabal se quedó en los ademanes antifranquistas, la provocación sistemática. Topor, en cambio, decantó por destilación –el humor negro se hizo más incisivo y mordaz, si cabe–, mientras sus medios se expandían sin desmedro ni prejuicio: el dibujo (siempre), la literatura, el teatro, el cine (el guión, la animación e incluso la actuación) y hasta la demonizada tevé. Así, durante cuarenta años de actividad dejó una obra consecuente en su irreverencia, de notable solidez, que se entronca con Goya, Jarry y los surrealistas. Y deja poca cría: OPS, en España, fue discípulo fiel.
Hijo de una pareja de judíos polacos corridos por los nazis, Roland Topor nació en París en 1938. Dibujante precoz (su padre, marroquinero de profesión, también dibujaba), estudió Bellas Artes, pero pronto zafó del sistema: se fue a las revistas de humor y a los veinte publicaba, hacía tapas en Bizarre y Hara Kiri. Del ‘60 es su primer libro de dibujos, Los masoquistas, que ya marca la tendencia, pues nace clásico. Blanco y negro y sombreado a pluma para imágenes oníricas, atroces, de oscura serenidad: la muerte, el sexo y el cuerpo como las obsesiones permanentes. Con Copi y Reiser, cada uno en lo suyo, Topor renueva el humor gráfico de su revulsivo tiempo fundante: los ‘60.
Durante las décadas siguientes –Topor murió en 1997, a los 59 años– publicó una veintena de volúmenes de dibujos reunidos en sucesivas obras temáticas –La cadena, Toxicología, Pánico, El arte de morir–, y en antologías como Mundo inmundo o la realizada en Alemania y Francia –por Albin Michel– en 1985. No cabe todo lo que hizo. Ilustró, además, obras de Lawrence Durrell, Tolstoi, Anatole France, Arrabal y el Pinocho de Collodi, mientras realizaba dibujos animados –Los caracoles, El planeta salvaje (que ganó Cannes en 1973)– junto a René Laloux. Escribió también para el teatro y el cine, actuando incluso –está junto a Klaus Kinski en el Nosferatu de Herzog– y fue un notable narrador: su primera novela, Le locataire chimerique, de 1964, fue llevada al cine por Roman Polanski, un alma melliza si no gemela, en El inquilino de 1976.
En la Argentina no lo editaron nunca; lo hemos leído de ojito en ediciones españolas. En 1972 apareció Mundo inmundo, una antología de sus dibujos en la colección La Nariz, de Planeta, que dirigía Alvaro de la Iglesia; el increíble La cocina caníbal lo tradujo Mondadori en el ‘80 y El quimérico inquilino, Valdemar Ediciones, en 1987. Hacia mediados de los ‘90, la aparición en España de los relatos satíricos de Acostarse con la reina, publicado por Anagrama en Contraseñas, produjo todavía un módico escándalo. Pudo morirse tranquilo: jodió hasta el fin.
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