MI PERSONAJE FAVORITO
Don Frutos Gómez por Angélica Gorodischer
No es joven, ni es buen mozo, ni es rico, ni es actor de moda, ni aparece en TV ni es autor de novelas magistrales. No es un príncipe brumoso ni un flaco señor que monta un matungo desganado, ni un hombre de mundo que anda en busca de esa vida que ya pasó, ni un tipo que se despierta para verse convertido en monstruo, ni un hombre obsesionado con algo que podría haber sido un sueño, ni un asesino ni un rey. No es ni un revolucionario ni un santo. Eso sí, es sabio.
Cuando lo descubrí, hace ya muchos años, yo estaba leyendo a los existencialistas, doña Simone me abría las puertas del feminismo, y sufría un ataque agudo de Aldous Huxley, de Thomas Mann, de Henrik Ibsen. Me encerraba en el baño a leer policiales ingleses de esos que le gustaban a Borges y con los que empezó la colección del Séptimo Círculo, de esos que la espantaban a mi madre y de los cuales decía que eran basura, de esos que sucedían en casas de campo en medio de los prados verdes de la isla. De repente me encontré en la frontera con Paraguay y pasé de las calles de París en las que cantaba Juliette Greco, de las mansiones de las viejas duquesas en Devonshire, a Capibara-Cué en donde las intrigas y la filosofía se volvían extraño y acuciante material de lectura. Por allí discurrían herreros y matreros, borrachos y vendedores de remedios curalotodo, exiliados de una guerra despiadada, viejas gordas morenas que amasaban pan y fumaban cigarros, vagabundos, chacareros y domadores. Y fue allí en donde encontré a mi personaje favorito.
Vive solo, según lo que puede adivinarse. Se levanta muy temprano, se viste con parsimonia, sale a husmear el sol y la tierra y el agua del río y los gritos de los animalitos en la fronda. Se prepara unos mates y los va tomando mientras se hace de día y la luz empieza a entrar por la ventana. Entonces deja la pava sobre la cocina y el mate en la mesa y se va. No cierra la puerta con llave; para qué. Hace el mismo camino todos los días. Conoce cada curva, cada pozo cuando ha llovido, cada hierba, cada terrón de tierra endurecida cuando hace mucho que no llueve. Conoce el lugar como si le perteneciera desde siempre y en cierto modo es así. Le pertenece. Llega a la comisaría y se encuentra con Arzásola y con Leiva. Se sientan en la galería que da al patio y toman mate protegidos del calor que se va haciendo cada vez más cruel. A veces llega alguien a los gritos. Otras veces calladamente, como con vergüenza. Arzásola, ya se sabe, es un tipo culto que habla “en difícil”. Leiva le hace bromas pero lo respeta. Y todos los demás, por ahí, por el pueblo, el monte, la orilla del río, las tierras cercanas a la frontera, han ido adivinando por él, socarrón y manga ancha, lo que viene a ser la Justicia. Que no siempre es benévola, y si no, que lo diga el cabo Leiva.
Lo que hay en el fondo de todo esto es un tipo tranquilo, ni léido ni escrebido, que no sabe nada de psicología pero que ve bajo el agua, y eso, sin hacer aspavientos. El agua viene a ser ojos y gestos, lo que se dice y lo que no se dice (sobre todo lo que no se dice); en fin, un tipo con el que usted y yo nos sentiríamos no del todo cómodos porque lo averigua todo casi sin preguntar, pero con el que dan ganas de seguir estando para verlo moverse entre la gente, estudiar los yuyos y los jugos que sueltan los árboles, mediar en alguno de esos conflictos que se encienden entre dos cabezas que son más duras de lo conveniente, sentarse a la puerta de la comisaría a mirar el río, vigilar, sin que se le escape un solo detalle a los que van al boliche de don Pedro, hacer caer en la trampa a alguien que no quiere entrar en razones, todo eso que puede hacer un sabio sin malgastar ni una sola palabra. “Estatura mediana, robustez, ojos pequeños y renegridos, cabello que empezaba a ponerse tordillo y una menuda barba en punta, eran los rasgos principales de Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué.” Yo no lo conocí, pero seguro que era así, tal cual lo describió Velmiro Ayala Gauna.
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