LIBROS DE MUCHO(S) PESO(S)
› Por María Gainza
“Si Rachel Whiteread pudiera tomarse unos litros de yeso o tirarse resina por la garganta, esperar a que seque y luego quitarse la piel como quien quita la cáscara de una naranja, tengo la sensación de que lo haría”, escribió alguna vez la novelista A. M. Homes. Así, tan convincente y tan poco impostado es el trabajo de la inglesa Rachel Whiteread que cada una de sus obras parece susurrar lo que en el fondo ya sabemos: que el truco para ser sincera es saber que no hay truco.
Las obras de Whiteread son el reverso de un guante. Con técnicas de vaciado antiquísimas puestas al día, Whiteread moldea no el objeto en sí, sino el vacío interior. En 1993 llamó la atención con un molde en yeso de una casa victoriana de tres pisos en tamaño real emplazada en un barrio londinense: House era el negativo perfecto, un fantasmal y melancólico cubo blanco con ventanas, chimeneas y puertas. Era una obra imponente que daba vuelta una casa para volverla impenetrable, un interior que nos dejaba afuera. Emplazada sobre un terreno baldío, House probablemente haya sido una de las mejores obras de arte público del siglo. Una Bella Durmiente dormida para siempre.
Pero aun cuando House estuviera plantada sobre el suelo sus significados eran lo suficientemente inasibles para volverla peligrosa. No era un monumento de arcadas heroicas y declamatorias sino algo más difícil de catalogar y los vecinos decidieron removerla. El libro de Phaidon recopila la historia de la casa. Los cómos y los porqués de su construcción y posterior (y muy mediática) demolición: las quejas de los vecinos (“si eso es arte entonces yo soy Leonardo da Vinci”), las caricaturas aparecidas en los diarios, los titulares delirantemente pueblerinos como “arte ataca”, y el registro paso a paso de su destrucción.
Si Whiteread es una artista minimalista como los críticos se empecinan en escribir, es una minimalista con corazón. Porque más que esculturas impersonales y uniformes, lo que ella crea son reliquias. Digamos que Whiteread le da rostro a lo que no tiene rostro (“Nada es tan real como nada”, decía Beckett). Quizá por eso es más adecuado pensar su trabajo en relación con las obras abismales de principios de los ‘70 de un artista como Gordon Matta-Clark. Las anarchitecturas de Matta-Clark, como las de Whiteread (aunque uno por sustracción y otro por duplicación), tratan sobre formas que han sobrevivido a sus usos.
Alguna vez le preguntaron a Whiteread si tenía pensado moldear el paisaje. Ella contestó: “Cuando el huracán barrió las costas del sudeste de Inglaterra dejó en la tierra unos rasguños gigantescos. Inmediatamente pensé en moldearlos. Pero después pensé que eso sería ridículo porque sería como jugar a ser Dios”.
Hay algo del arte funerario en las obras de Whiteread. House evoca un mausoleo, Ghost (una obra que recrea una habitación) parece una mastaba egipcia, Ether (el moldeado de una vieja bañadera) recuerda un sarcófago, un colchón de yeso sugiere un cuerpo colapsado. Whiteread misma ha dicho que su trabajo se asemeja a la confección de una máscara mortuoria de la antigua Roma. Una representación sólida de la muerte, tal vez el rigor mortis del siglo XX.
Cuando los griegos colocaban una piedra o un pedazo de madera en la tierra, no era meramente un signo de la persona fallecida sino un doble, una traducción de la muerte a lo visible. ¿Qué mejor manera de capturar el vacío que moldearlo en un sólido? Y aun así el arte del siglo XX, y la escultura en especial, ha evitado mirar a la muerte directamente a los ojos. O al menos no le ha sostenido la mirada con la intensidad con que lo ha hecho y continúa haciendo Rachel Whiteread.
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