Dom 19.06.2005
libros

UNA EDICIóN RESCATA LAS CARTAS QUE LA EDUCADORA MARY MANN LE ESCRIBIó A SARMIENTO DESDE 1865 A 1881. LAS MIELES DE LA EDUCACIóN, LA EXALTACIóN DE LA DEMOCRACIA NORTEAMERICANA Y OTRAS CUESTIONES MUCHO MáS PERSONALES CONSTITUYEN LA RIQUEZA DE ESTE EPISTOLARIO.

Señorita maestra

Mi estimado señor
Cartas de Mary Mann a Sarmiento (1865-1881)
Barry L. Velleman
Victoria Ocampo
400 páginas

› Por Sergio Di Nucci

Gran prosista, católico y derechista argentino, Ignacio Anzoátegui pronosticaba de modo acusatorio que a Sarmiento se lo recordaría por haber traído gorriones de París y maestras protestantes de Estados Unidos. Humorísticamente, Anzoátegui unía dos cosas de distinto volumen y naturaleza: por el lado presentable y social, el autor de Facundo se ve acusado de insignificancia decorativa. Por el lado impresentable, de un alevoso plan masónico para convertir a la Argentina en tierra de herejes. Para “evaluar” en sus justos términos este plan, ahora contamos con un corpus nuevo. Se trata de ciento ochenta cartas a Sarmiento que escribió la educadora norteamericana Mary Peabody Mann (1806-1887), nacida en la ardiente y puritana Salem, y a quien Sarmiento había conocido en su viaje boreal, en un itinerario que incluyó Europa y Norteamérica, de 1847. La edición está introducida y anotada por Barry L. Velleman, y ha sido publicada, como parece casi natural, por la Fundación Victoria Ocampo gracias al auxilio del Instituto Cultural Argentino Norteamericano (Icana) y cuenta con interesantes prólogos de María Esther Vázquez y Horacio Reggini.

Junto a otros nacionalistas, Anzoátegui coincide en denunciar la obsesión de Sarmiento por la infancia y la pedagogía. Quizá ninguna otra gran civilización contemporánea haya recibido con más constancia esa acusación de didactismo y pederastia que la norteamericana. Es que la energía que admiradores y detractores atribuyen a Estados Unidos no puede basarse sobre una desvalorización de la sexualidad, incluso o especialmente infantil, sino en su exaltación. Como tantos otros observadores de ese experimento político cuya constitución exhorta al ciudadano a la “búsqueda de la felicidad”, Anzoátegui advertía que los niños norteamericanos son más ruidosos que los europeos. Anzoátegui sabía que la infancia es el mayor misterio, pero deploraba que, en Argentina, en vez de caer en adecuadas manos de “hermanos mayores” vaya a parar a las de “solteronas desahuciadas”.

El epistolario de Mary Mann es una prueba de estos intereses norteamericanos compartidos con Sarmiento: su hermana Elizabeth Mann (1804-1894) había sido la iniciadora de los jardines de infantes en Estados Unidos, y su joven amiga Sarah Eccleston (1840-1916), la misionera que los fundó en Argentina.

“My Dear Sir” es la fórmula con la que comienzan todas las cartas que Mary Mann dirigió a Sarmiento desde 1865 hasta 1881. Ella ya era sexagenaria, y viuda de Horace Mann, el célebre pedagogo norteamericano. Sarmiento tenía 54 años, desde 1865 era ministro diplomático argentino en Estados Unidos, y compartía el ideario de una acción política y social canalizada a través del dominio estatal de los sistemas de enseñanza. Cuando en 1868 regresó a la Argentina como presidente, “Mary Mann y él experimentaron el orgullo y la satisfacción de un deber bien cumplido”, en palabras de Velleman. En las cartas, como cualquier lector puede suponer, no faltan las exaltaciones por la democracia norteamericana, con moraleja incluida: Mary Mann celebra las oposiciones que advierte Sarmiento entre América y Europa, aquella centrada en el pragmatismo y los usos de la democracia antes que en la teoría, y ésta más preocupada por las definiciones del bien y del mal como prerrequisito para cualquier forma de consenso social. Gracias a Mary Mann, quien compuso después la biografía de Sarmiento, y tradujo al inglés Facundo y parte de Recuerdos de provincia, el sanjuanino conoció a la elite intelectual de Nueva Inglaterra (cuyos representantes podían a su vez encontrar en Argentina proyectos provechosos): al astrónomo Benjamin Gould (quien después fundaría el Observatorio de Córdoba), al trascendentalista Ralph W. Emerson (quien deploró que en Argentina no nevara, porque “hay educación en la nieve” gracias a los esfuerzos que ésta requiere y la estudiosa reclusión que impone), al poeta Henry Longfellow, y a muchos otros. En su prólogo, María Esther Vázquez señala que “gran parte de la correspondencia está referida a la tarea de encontrar maestros y profesores norteamericanos a fin de colaborar en la labor educativa de Sarmiento”, y celebra “la minuciosidad con que se tratan los detalles prácticos”.

Hay que decir que en las cartas no falta el aliento más personal. Como cuando Mary Mann escribe a Sarmiento para consolarlo por la muerte de su hijo Dominguito, caído en combate en Curupaytí en la guerra contra el Paraguay: “Quisiera escribir a usted en su propia lengua dulce, para poder expresarle mi simpatía en palabras que pudieran realmente curar su corazón... Su vida es tan intensamente una vida dedicada al bienestar de la vida de otros, que creo con certeza que el golpe recibido no ha de poder destruir su fortaleza y felicidad; sin duda sus permanentes actividades de bien lo requerirán y ayudarán a mantenerse en la lucha ...”. Y es aquí donde también aflora el altruismo, tan característico del ideal norteamericano, y tan sarmientino.

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