EL VIEJO JEETER POR MEMPO GIARDINELLI
Desde que leí por primera vez El camino del tabaco, de Erskine Caldwell, todos los personajes de esa impresionante novela se domiciliaron en mi memoria para siempre. Llegué a este libro excepcional por una sugerencia de Osvaldo Soriano, vehemente como todas la que hacía, cuando éramos muchachos, creo que en el ‘69 o el ‘70. Trabajábamos en la vieja Editorial Abril, como jóvenes noteros de la revista Semana Gráfica, y todas las noches nos íbamos a tomar café, o ginebras, en los bares de las inmediaciones y hablábamos de nuestras lecturas. Nunca sentí tanta pasión ante una de sus recomendaciones. Ni el siempre amado Philip Marlowe (de Raymond Chandler), ni Lew Archer (de Ross MacDonald), ni el inquietante Cairo de El halcón maltés (de Dashiel Hammett) me provocaron jamás una devoción igual. Ninguna de esas maravillosas creaturas del género negro que tanto amábamos era capaz de empardar al viejo Jeeter Lester. Un sujeto perverso y repudiable, pero a la vez emblemático de conductas reprochables con las cuales convivimos sin demasiados conflictos, quizá porque acá vemos personas así todos los días.
Contradictorio en sus ambigüedades, sentencioso y necio como un perfecto argentino, este desamparado de la Crisis de 1930 que recorre el sur norteamericano como los desencantados personajes de Viñas de ira de John Steinbeck, reúne en sí todo lo peor de los resentidos.
Ha de haber sido eso lo que lo fijó en mi memoria. Acaso porque ya entonces, cuando mi primera lectura, me impresionaba el resentimiento argentino. O quizá porque la tierra que describe Caldwell en sus novelas es tan parecida, tan prima hermana del Chaco y sus algodonales, sus injusticias, su sobreexplotación inhumana. En todo caso lo que en cada relectura me impactó, y me sobrecoge todavía, es la violencia individual y social producida por la devastación económica del capitalismo más feroz sobre las granjas tabacaleras de Georgia. Como ahora y siempre sucedió entre nosotros.
Capaz de un enervante doble discurso, el viejo Jeeter está quebrado en todo sentido, pero sobre todo moralmente. Su familia es una ruina y quizá nunca estuvieron realmente mejor, pero la crisis los arruinó del todo y los sumerge en lo peor de la condición humana. La familia se desmorona y el texto, breve y conciso, implacable en sólo 180 páginas, hace del viejo Jeeter un personaje despreciablemente ejemplar, un prototipo de subhumano que desdichadamente se ve también con harta frecuencia entre nosotros.
Erskine Caldwell (1903-1987) escribió esta novela en 1932 y bajo una fuerte impresión seguramente autobiográfica. Era entonces un joven narrador de menos de 30 años que había trabajado como peón en algunas plantaciones de su natal Georgia, justo cuando la Gran Depresión convirtió a los Estados Unidos en un preludio de lo que setenta años después sería la Argentina.
Luego periodista, corresponsal de guerra y guionista de cine, Caldwell escribió esta y varias otras novelas memorables (La chacrita de Dios y La verdadera tierra, entre ellas, y los inigualables cuentos de su impar libro Ladrón de caballos) y se convirtió en uno de los más importantes narradores estadounidenses del siglo veinte.
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