Dom 03.07.2005
libros

MARISTELLA SVAMPA

pasajera en tránsito

POR GABRIEL D. LERMAN

El próximo libro de Maristella Svampa reunirá en un solo volumen una serie de temas sobre los que investigó y escribió en los últimos años y que, a esta altura, la convierten en una de las intelectuales emergentes de la Argentina contemporánea. Mientras tanto hace un alto en el camino, un desvío eventual o sin retorno según como se vea, y publica Los reinos perdidos, su primera novela. Docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento e investigadora del Conicet, sinónimo de countries y piqueteros (ese vértice que delata la brecha social en que ha derivado nuestra sociedad), Svampa pertenece a una generación nueva de la sociología nacional, formada entre la universidad democrática y los posgrados en el extranjero, que ha renovado con vigor los estudios sociales, la historia de las ideas y la intervención política. Autora de El dilema argentino: civilización o barbarie. De Sarmiento al revisionismo peronista (1994), Los que ganaron. La vida en los countries y barrios privados (2001), co-autora de La plaza vacía. Las transformaciones del peronismo (1997) y Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras (2003), ahora Maristella Svampa pisó el freno y, desde la altura de una brillante trayectoria profesional, se zambulló en la literatura.

En su teoría del relato, Ricardo Piglia menciona dos grandes posibilidades de existencia para una narración: el viaje o el enigma. Esto es, el desarrollo de un traslado, cuyo desenvolvimiento afectará o comprometerá el destino del personaje; o el desciframiento de un embrollo. La road movie o la investigación, podría decirse por analogía. Si, en sus potentes narraciones sociológicas, Svampa recurre al segundo caso, esto es al desciframiento, podría decirse que en literatura apela al viaje.

De ahí que Los reinos perdidos, novela con fondo clásico pero de estructura moderna, esté dividida en tres partes cuyos subtítulos son: Viajantes, Viajeros, Visitantes. La raíz recurrente del viaje y la profusión de personajes, sin embargo, no hace perder nunca de vista dos elementos. Uno es que, aunque todo se mueva, el personaje principal de este libro es la Patagonia, en particular la línea sur que une Viedma con Ingeniero Jacobacci, que siempre estará ahí, enclavada, desértica, amenazante. Y el otro es que la autora, narradora discreta y exquisita, es ella misma una viajera. Por más que la novela no demande una explicación extraliteraria sobre la vida de la autora, no deja de ser interesante realizar una compulsa sobre algunos aspectos biográficos que ratifican, acaso, un fuera de campo, ciertos componentes que construyen la mirada de una mujer extranjera en todas partes, que juega de visitante, que reconstruye a la distancia y que puede volver sobre los orígenes con la comprensión que sólo otorga el distanciamiento. Porque Svampa es patagónica, nacida en Allen, localidad productora del Alto Valle rionegrino, pero también es la chica de familia italiana de inmigración tardía, que a los 17 años viajó a Córdoba a estudiar Filosofía y luego, sin pasar por Buenos Aires, se fue a París a cursar en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, para llegar a Buenos Aires a los 33 años con un título de posgrado bajo el brazo, una tesis doctoral sobre Historia de las ideas políticas y mucha sed por desafiar los límites de una especialización compulsiva y un abismo cada vez mayor con los avatares sociales.

En la novela hay una mirada de alguien que es del lugar, que tiene conocimiento del lugar, pero que, sin embargo, recorrió o está mediado por otras experiencias. Algo así como un extranjero que vuelve a su pueblo.

–Yo vengo de la Patagonia. No de las bardas, que aparece como el gran personaje de la novela, que es la meseta patagónica, la espina dorsal. Porque la meseta no es ni la cordillera ni el mar. Es otra cosa, que atraviesa de norte a sur la Patagonia, y que de alguna manera es lo que yo odiaba desde pequeña. Una de las zonas más desérticas es el sur de Río Negro, una zona que se llama línea sur, de doscientos, trescientos kilómetros que recorre el ancho de la provincia de Río Negro, que va de Viedma a Jacobacci. Un terrible frío durante el invierno, una especie de Siberia con una naturaleza muy poco variable, que empieza en la pampa seca y ya tiene una apariencia geográfica muy similar. El Alto Valle es un oasis que está cercado por la meseta. Y lo que vos ves, que es la imagen que yo tengo de la infancia, es el valle dorado, cercado por ríos, álamos y frutales, pero en el horizonte están las bardas; las bardas es la meseta. Y el valle es apenas una franja, una franja muy delgada. Y están los álamos que detienen al viento, cuando pueden. Y ahí donde vos no cultivás o descuidás las plantaciones, inmediatamente la meseta avanza. También eso es muy chocante. En los últimos años hubo mucho abandono de chacras, que tiene que ver con la desindustrialización y la crisis, y se veía cómo la meseta iba avanzando y ciertas partes del valle eran abandonadas. El Alto Valle tuvo una reconversión económica que favoreció a los grandes grupos. Lo que se ve son las pequeñas propiedades abandonadas. Es esa imagen de la Patagonia más árida, con viento, con frío, con soledad, con intemperie.

¿Hasta qué edad estuviste en Allen?

–Hasta los 17 años. Hice seis meses en la Universidad del Comahue, que está enclavada en las bardas, en Neuquén. Neuquén, por ejemplo, está entre el río y la meseta. General Roca también. La universidad está casi en plena meseta. Es un páramo. Lo que quiero decir es que la meseta avanza sobre el valle, la tenés presente. El río, los álamos. Mi padre es un pequeño productor, y yo viví en una chacra. El contacto con el verde, los sauces, los manzanos. Esa imagen de las bardas, esa meseta amenazante, es la que siempre me interpeló. Y cuando fui a la universidad también la veía ahí, siempre tan cercana.

Y para conjurar la amenaza, ¿había que irse lejos?

–En realidad, me fui por otras razones. Durante muchos años yo no pude procesar por qué esta imagen de la Patagonia, por qué cada vez que hablo de la Patagonia no pienso en el Alto Valle sino en el viento, en las bardas, en el desierto. Me acuerdo de cuando estaba en Francia y me preguntaban de dónde sos, yo decía del norte de la Patagonia. Y lo idealizaban. La Patagonia, qué belleza, cómo me encantaría ir, como si fuera un ejemplar exótico de interés antropológico. Y pensaba: no saben que la Patagonia no son solamente los hielos eternos, no son sólo las ballenas de Puerto Madryn. El centro de la Patagonia es lo que describió Darwin, ese desierto implacable. Claro, decir eso por ahí no es muy atractivo.

Los reinos perdidos cuenta tres historias y, de fondo, construye un escenario-personaje que se revela inmenso, duro, inhóspito y, a la vez, hogareño y familiar, a través de aquellos personajes. Viajantes es el recorrido de Rodolfo y Don Cosme, dos vendedores de libros que entrelazan el sur con la capital en un ida y vuelta que demarca el adentro y el afuera del desierto en la corta distancia. Es decir, el horizonte lejano, aquí, es Buenos Aires. El punto más extraño posible. Viajeros, en cambio, el segundo relato, fija las longitudes desde el Viejo Mundo, desde Italia. Una familia italiana abandona el cosmopolitismo de la península poco después de la Segunda Guerra Mundial y hace la América en pleno siglo XX. Si los relatos migratorios clásicos tenían como eje la llegada a un puerto distante como el de Buenos Aires, con todo el futuro por delante, pues aquí la ciudad del Río de la Plata ya es una gran urbe, mientras que los pueblos del sur continúan siendo áridos y perdidos en el mapa. Visitantes, el último tercio del libro, alude a las dificultades económicas y al empeño de Amelia, quien enviuda en la Patagonia y se resiste a perderlo todo. Los personajes entran y salen de escena, y tanto Rodolfo como Fulvio, uno de los italianos que vienen, pueden reaparecer en los otros relatos. Pero además del territorio común, esa tarima que sostiene cada relato, hay una época. Los reinos perdidos expresa a la Patagonia de fines de los ‘50, un tiempo que para la Argentina es momento de desperonización, de puja cultural contra el hombre que se sindicó como el Rosas redivivo, y sería expurgado mediante proscripciones y reeducaciones.

En la segunda parte de la novela, una familia italiana emigra a la Patagonia con la idea renovada de hacer la América.

–Sí, son los inmigrantes. La novela tiene dos ejes, uno que es la Patagonia y el otro son los orígenes inmigrantes. La presencia de la Italia. Italia en el valle de la Patagonia. Y ahí nuevamente la extranjería. Porque yo empecé a procesar mis orígenes inmigrantes cuando fui a Europa. De nacionalidad italiana, viví cuatro años en la casa italiana de la Ciudad Universitaria de París. Trabajé en la Secretaría de la Casa de Italia, lo cual me obligaba a tratar todo el tiempo con italianos, a hablar con italianos, y a fines de año yo iba a visitar a mi familia italiana, a mis tíos. Mi madre es italiana, vino a los 20 años. Soy hija de madre italiana y mi padre es hijo de italianos. Y como tengo unos tíos que volvieron a Italia hace unos quince años, yo los iba a visitar a la Toscana. Entonces realmente no sólo fue París, fue mi relación con mis orígenes italianos. Yo integré la lengua estando ahí. De hecho, antes no hablaba italiano con mi madre y ahora sí. Empecé a leer, además, en italiano. Y eso está trabajado en la novela: de cómo una familia italiana sale de una ciudad industrial y toma la decisión de irse a un pueblo perdido en la Patagonia. Y que de pronto se encuentra con que no es el paraíso. Y que más allá del bienestar material, que efectivamente lo obtienen, está la idea de la nostalgia, del desarraigo, de una intemperie casi a nivel primario.

¿Cómo surgió esta novela?

–En 1999, en editorial Losada me pasaron un libro para que yo hiciera el informe y recomendara o no su publicación. Y ese libro fue el que me decidió a escribir sobre la Patagonia. El libro es de Vanni Blengino, que acaba de ser traducido y cuyo título es La zanja de la Patagonia, que narra precisamente los distintos proyectos de conquista de la Patagonia. El científico, el proyecto militar, el proyecto de la evangelización llevado a cabo por los salesianos. Y yo hablo de los salesianos, entonces eso me llevó a leer a los salesianos. Lo que recordaba eran las estampitas de Don Bosco cruzadas con un laurel que estaban en la casa familiar. Y además sabía que algunos tíos míos habían ido a colegios salesianos. Y recuerdo el proyecto científico y eso me llevó a leer a Perito Moreno, son maravillosos los relatos del Perito Moreno. Los relatos del Perito Moreno son fascinantes, por más que los mapuches digan que fue un infiltrado, creo que es algo más compleja la mirada del Perito Moreno y los relatos son insuperables, desopilantes. Cuando lo quieren retener, por ejemplo, y huye por el río Limay, es fascinante. Entonces leí varios libros sobre viajeros de la Patagonia. Hudson anduvo por el río Negro, recorrió el río, época en la que además había barcos. Traté de ver cuáles eran las imágenes que se habían construido alrededor, y ahí me lancé.

Hay varios personajes que hacen referencia al peronismo en un imaginario muy de los ‘50. La novela transcurre en un tiempo que se presenta como de “desperonización”.

–Desde las ciencias sociales yo trabajé sobre el peronismo. Leyendo lo que yo escribí, uno no podría decir que soy antiperonista. Siempre he tratado de comprender el fenómeno, pese a no estar de acuerdo con él. Soy peronóloga en el país del peronismo infinito. Mi relación con el peronismo cambió en los últimos años. Mi visión cambió. Es mucho más dura, mucho más crítica, cuando vi en los últimos años cómo operan en los territorios para cooptar, disciplinar, integrar sectores que buscan crear otras cosas distintas del peronismo. De alguna manera, la necesidad de canalizar una visión más clásica del peronismo me lleva afuera de la sociología. Además, ¿cuántos cientistas sociales antiperonistas hay? Son la mayoría. Y no tienen más que esa mirada ideológica contra el peronismo. Yo lo que siento es que hay materiales que sociológicamente no me sirven, políticamente tampoco, y literariamente sí. En la literatura pueden reflejar otra cosa. La sociología y la política requieren una mirada más compleja. Un personaje como Cosme, furiosamente antiperonista, viene del socialismo, después se ve que es más bien del anarquismo, refleja mucho aquel tiempo.

Llama la atención que una intelectual comprometida con la sociología de pronto publique una novela.

–No veo por qué. Son caminos que se cruzan, pero no necesariamente se juntan. Mi relación con la literatura tiene más que ver con mi mundo privado. El mundo público es la sociología, son los frentes políticos que abrí en los últimos tiempos y que me llevan muchísimo tiempo, de tal manera que a veces siento que me tiranizan, que no tengo ni el tiempo ni la posibilidad de sumergirme en la literatura. Y son lenguajes diferentes. Yo sentí en los últimos años que la sociología me restringe los caminos. Con la literatura no sucede, y menos con la novela, que es el género más rico y libre que hay. Cuando terminé de escribir Los que ganaron, recuerdo en la presentación del libro que Juan Carlos Torre dijo que ya había hecho sociología de la descomposición social. Y entonces recordé lo que había hecho: la descomposición y transformación del peronismo, de las clases trabajadoras, luego con la cuestión de los countries y los barrios privados era como leer los fragmentos, lo que había quedado del estallido de una Argentina más integrada. Salí de esa presentación con el convencimiento de que debía dejar la sociología y que tenía que dar lugar a esa otra voz. Después pasó lo que pasó, el país se cayó en diciembre del 2001 y se abrieron nuevos escenarios políticos. Empecé a hacer las investigaciones sobre las organizaciones de desocupados y encontré la posibilidad de decir otras cosas con las mismas armas que había perfeccionado. Trato de darle un lugar pleno a la literatura, a la escritura literaria, mientras continúo con la investigación en ciencias sociales.

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