Un Rivera auténtico: breve y ceñido. Por ahora.
Por Gabriel D. Lerman
Esto por ahora
Andrés Rivera.
Seix Barral.
111 págs.
Tómelo o déjelo. La nueva novela de Andrés Rivera vuelve al recurso, y en la página treinta y ocho se lee: “Hice señas a los tejedores, a la devanadora, al canillero, a la urdidora. Y los tejedores, la devanadora y el canillero, y la urdidora detuvieron los telares, la devanadora, la canillera, la urdidora”. En un tiempo, nadie como él combinó erotismo, política y poder en una economía extrema de recursos, con lo justo, sin burlas ni metarrelatos. Con los años hizo de la escasez espesura, y de lo poco intensidad. Se le animó a un prócer como Castelli y ese cáncer que le pudría la lengua, se le animó magistralmente a los burgueses criollos del ochenta en La sierva y El amigo de Baudelaire, y nunca podrá olvidarse a Bedoya. Lo metió a Sarmiento en Buenos Aires y a caballo durante la fiebre amarilla, y luego fue un Rosas quejoso y resentido desde Southampton, que reclamaba lo propio. Está el Rivera porteño, de los talleres judíos y las familias cabizbajas, y la militancia de sindicato. Aunque en los últimos libros la contrición es regla, su obra ha ido creciendo con pequeñas y cortas piezas. No escribe novelas ni cuentos: son formas dramáticas que cabrían en un puñado de páginas a simple espacio pero él las presenta con teatralidad, con gesto adusto y concentrado. Es de los pocos escritores que a esta altura uno podría recortar como las letras del último cuarto del siglo XX. Junto al recientemente fallecido Saer, junto a Tizón, sus páginas van ocupando geografías inamovibles. Sombras que evocamos: Villa del Parque o Villa Lynch más taller judío más polacos y comunistas, da Rivera. Sexo, violencia y sensualidad decimonónica donde siempre hubo aburrimiento, bronce y espadas frías, da Rivera. El ceño fruncido es su respuesta a las narices levantadas. Rivera restituye el drama social que late donde se lee una remanida y superpuesta crónica policial, y en Esto por ahora, su nueva novela, vuelve al lugar del hecho y donde pica.
Escritor que todavía cree en la literatura puesto que sostiene una poética sin pestañear, sin maniobras ni montaje consolatorio, su literatura es dramatismo y momento trágico en sentido lato, no hay hojarascas ni aclaraciones ni notas en el margen. Rivera es como un cantante de rock que encontró su tono y no lo suelta, y veinte años después toca de nuevo en Vélez, por la vuelta. En esta última hay dos hermanos, Lucas y Daiana, que serán seducidos por un tercero inquietante. Hay violencia popular, dinero escondido y un revólver. Trotsky, Mao, Faulkner, Juan L. Ortiz: todos aparecen y son marcas que se clavan en la tela como insectos sobre el telgopor.
Hubo una novela de Andrés Rivera, En esta dulce tierra, donde demostró, como escritor argentino, que la historia política puede ficcionalizarse sin tener que pedir luego la escupidera. Allí se lee: “Por eso iba hacia la casa del coronel Sixto Toledo, que no era su amigo sino un moderado. Cuando el moderado sale bueno, la ética se antepone a sus convicciones, supuso Cufré. Allá voy, coronel, a probar qué tal es su ética”. Era un tiempo en que tallaba la narrativa histórica, y brotaban por doquier las acuarelas y los daguerrotipos escaneados. De todo aquello, cuando baja el agua, queda Rivera. Esto, por ahora.
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