Enemigos íntimos o amigos beligerantes, las vidas de Bernard Shaw y Frank Harris se fueron entrelazando de un modo sorprendente. Juan Forn rescata la historia de estos dos intelectuales que, en los roles de biografista y biografiado, consumaron una amistad literaria tan extraña como cautivante.
› Por Juan Forn
En los primeros días de enero de 1930, Frank Harris le escribió desde Niza a Bernard Shaw informándole que había aceptado la propuesta de una editorial británica para escribir una biografía sobre él. Si bien ambos hombres habían nacido en el mismo país (Irlanda) y el mismo año (1856), y llevaban para entonces casi medio siglo de beligerante amistad, la situación de Shaw y Harris no podía ser más opuesta, habiendo practicado en todo ese tiempo la misma actividad (enrostrar a su época todas las verdades desagradables que era de buen tono no ver): el priápico Harris era un despojo física y económicamente, y se había radicado en Niza huyendo de acreedores, juicios por obscenidad y admiradores de sus transgresiones; mientras que el vegetariano Shaw gozaba de impecable salud y fortuna, además de ser una de los figuras intelectuales más veneradas en Inglaterra y el mundo.
Estas diferencias ya eran flagrantes cuando los dos se conocieron en 1890: Harris había huido en su adolescencia de Irlanda hacia América, trabajó como obrero en la construcción del puente de Brooklyn, fue vaquero y arriero en Montana, hizo una pequeña fortuna con petróleo que le permitió volver a Europa, donde estudió en Heidelberg y la Sorbonne, antes de llegar a Londres y tomarla por asalto a los treinta y tres años, al comprar y reformular por completo la revista Saturday Review. Shaw, en cambio, dejó un opaco puesto como cajero en Dublín a los veinte para seguir a su madre, quien se había instalado en Londres con el hombre por el que lo había abandonado todo, el músico Vandaleur Lee. Allí escribió seis novelas en seis años, que no logró publicar en ningún lado (“quizá porque todas ellas atrasaban ciento cincuenta años en estilo y se adelantaban cincuenta años en contenido”, diría el propio Shaw mucho tiempo después). Mientras tanto había abrazado la causa del socialismo y había ganado notoriedad como orador brillante en cuanta tribuna pública le permitían hablar (fuesen los estrados de clubes radicales o pilas de cajones de fruta en los mercados callejeros de la ciudad).
Para cuando los dos hombres estuvieron frente a frente por primera vez, Harris era capaz de gastar en un banquete en el Café Royale lo que Shaw ganaba en un año entero. Harris se vanagloriaba de haber conocido carnalmente a más de mil mujeres; y Shaw, de mantener su virginidad incólume a los veintinueve años. Harris consideraba que escribir era uno de los dones supremos en un hombre, mientras que a Shaw no le “emocionó más que el gusto del agua” descubrir que tenía esa habilidad, que en su opinión estaba al alcance de cualquiera. En cuanto al encuentro de ambos hombres, fue otro irlandés quien los presentó y disfrutó las chispas que produjo el encuentro: nada menos que Oscar Wilde (quien habría de escribir El alma del hombre bajo el socialismo luego de escuchar uno de los célebres discursos de Shaw).
Cuando Harris se puso al frente de la alicaída Saturday Review, su primera decisión fue convencer a las cinco plumas que más valoraba en Inglaterra para que conformaran la columna vertebral de la revista, y les ofreció máxima tarifa para que escribieran “al menos tres artículos semanales cada uno, que aporten todos ellos algo original” (los otros cuatro eran Wilde, H.G. Wells, Walter Pater y Robert Cunnighame-Graham). En sólo tres años, la Saturday Review hizo historia y significó para Shaw el trampolín hacia la fama, porque Harris tuvo la brillante idea de ponerlo a cubrir la escena teatral londinense (hasta entonces Shaw ganaba sus peniques escribiendo sobre conciertos y exposiciones de pintura, en los ratos libres que le dejaban sus permanentes intervenciones en mitines y debates públicos), dándole luego carta blanca para que publicara en la Saturday Review sus primeros folletines teatrales, cuando comprobó el revuelo que provocaban esas ideas que Shaw camuflaba con astucia en sus críticas teatrales.Mucha agua había corrido bajo el puente desde entonces hasta 1930. Cuando Wilde fue célebremente condenado y encarcelado en Reading, Harris y Shaw orquestaron una fallida campaña en su defensa y luego Harris escribió uno de los mejores retratos que existen de Bosie hasta hoy (Vida y confesiones de Oscar Wilde). Poco después, ambos sufrirían en carne propia la moral victoriana, cuando a Shaw le prohibieron su primera obra teatral (Casa de viudos) y Harris fue juzgado por su “pornográfica” autobiografía (Mi vida y amores). A partir de entonces comenzó a invertirse la suerte de ambos: mientras Shaw triunfaba cada vez más clamorosamente con sus sucesivas obras teatrales, Harris se metía en un negocio turbio tras otro. Ambos se opusieron a que Inglaterra entrara en la Primera Guerra con parecidos argumentos, pero mientras los de Shaw fueron aceptados a regañadientes como parte de su pacifismo, los de Harris fueron tildados de germanismo y traición a la patria. Harris vio crecer la fama y el prestigio mundial del autor de Pigmalión desde su ostracismo en Niza. A lo largo de esos años, cuando a Shaw le preguntaban “¿qué le sucedía a Frank Harris: era un judío, otro Verlaine, un espía alemán, o qué?”, él se limitaba a contestar que era su forajido preferido. Pero cuando Harris le anunció en enero de 1930 el propósito de escribir una biografía de él, Shaw le respondió: “Confesiones suyas tiene derecho a hacer todas las que quiera, pero confesiones mías de ninguna manera”.
Harris le había enviado seis preguntas junto con su carta. Shaw decía al respecto: “La contestación de ellas constituiría por sí sola el libro que se propone escribir”. Harris le respondió que escribiría el libro con o sin respuestas de Shaw. Este le anunció: “Consideraré culpable a todo aquel que invoque mi nombre en vano. Ya hizo usted de Shakespeare un híbrido de marinero de melodrama y criminal francés. Sabe Dios lo que haría de mí”.
Harris le recordó que el propio Shaw había elogiado (y citado) su libro sobre Shakespeare. Recibió la siguiente respuesta: “No puedo imaginar nada más horrible que un picadillo de Shaw con Harris. Si va a hacerlo, que sea un ensayo sobre nuestra época con bocetos de la gente más varia. Esto, por lo menos, lo sabe hacer, y si lo hace como es debido quizá le sea perdonado ese horrible libro sobre su Vida y amores”. En otra carta de dos meses después, agregaba: “Ya que se empeña usted en escribir mi vida, no estará de más que sepa algo sobre ella, pero en caso de que publique una sola de mis palabras le llevaré ante los tribunales. Comprenda que no voy a escribirle su libro”. La carta continuaba con un sinfín de detalles que Harris “seguramente malinterpretaría” de la vida de Shaw y culminaba con la frase: “Tengo ahora que poner punto final o esta carta no terminará nunca”.
La correspondencia no se interrumpió allí. Shaw siguió bombardeando a Harris con confesiones sobre su vida, mientras insistía en “la imposibilidad de transmitir a un espectador una imagen ajustada a la verdad de lo que ha sido mi vida”. En septiembre de 1930, sin embargo, le anunciaba a Harris: “He escrito de mi propio puño, en las pruebas adjuntas, las informaciones que me pedía. Puede usted, cuando dejen de ser personales y privadas, venderlas e irse de parranda con su esposa”. Por fin, en noviembre de 1930, Harris recibió la siguiente misiva: “Le doy carta blanca en lo que a esta correspondencia y a mi persona se refiere. Aunque insisto en que el libro debe ser de usted: no permita que lo desplace del escenario”.
Así como no había esperado por esta autorización, Harris ya había puesto manos a la obra con su polémico estilo de costumbre: su biografía comenzaba reproduciendo una tras otra, y textualmente, las sucesivas cartas de Shaw, desde la iracunda negativa inicial hasta el paternal consejo del final. De ahí pasaba a una introducción, donde decía: “BernardShaw descenderá a la tumba convencido de que jamás aprobó mi biografía pero, como cada vez que me he puesto a hablar de él en estos veinte años, empezó oponiéndose enérgicamente a toda tentativa para terminar quitándome los pinceles de la mano y hacerlo él mismo”.
A continuación venían trescientas y pico de páginas donde el retrato de Shaw no sólo iba apareciendo en contrapunto con el de la época sino, especialmente, con el del coprotagonista del libro. Harris había tomado al pie de la letra el consejo de Shaw: nunca se dejaba desplazar del escenario por su retratado. El resultado era una de las biografías más deformes, lúcidas y brillantes que se habían escrito desde los tiempos del Doctor Johnson y Boswell. Harris demostraba en sus páginas que Shaw era a Inglaterra lo que Molière había sido para Francia, pero al mismo tiempo ponía en evidencia que el paladín del socialismo había logrado nulos progresos para su causa en el país de Europa más impermeable a la doctrina de Marx. Decía que Shaw había sido el primer texto filosófico legible y vital para al menos dos generaciones de jóvenes y luego lo tildaba de mariposón (literalmente, el capítulo quince del libro estaba titulado: “El mariposón contrae matrimonio”), demostrando que la comedia florecía en épocas femeninas, mientras que las tragedias hacían lo propio en tiempos varoniles. Harris analizaba pormenorizadamente la Fuerza Vital o Evolución Creadora, el concepto por excelencia que recorría la obra de Shaw, para concluir que esa idea (encarnada en el epigrama: “Si hay un dios, se equivoca a veces”) enmascaraba la verdadera vocación de Shaw: no el socialismo, ni el pacifismo, ni otra forma de anticapitalismo más o menos militante sino, sencillamente, corregir los errores de Dios.
Hacia agosto de 1931, el libro estaba casi listo; Harris había logrado cumplir el plazo de un año que le había puesto el editor Gollancz. Sólo le faltaba escribir el epílogo, anunciaba en una carta que adjuntaba al manuscrito. Su último capítulo, titulado “El futuro”, contenía la siguiente afirmación: “En todas las épocas hubo precursores a quienes, al final de sus vidas, el tiempo pareció alcanzar y rebasar. En el caso de Shaw ha sucedido, desgraciadamente, lo contrario. El mundo no ha avanzado; y si bien su fama en estos treinta años ha dado la vuelta al mundo, todos los inoculados con el virus shawiano no han tardado mucho en eliminarlo. El propio Shaw lo ha eliminado hasta cierto punto. Así termina sus días el puritano rebelde que insultó a su tiempo y fue bien retribuido por sus invectivas. Pensador sin originalidad (sus centelleantes estocadas se desvanecen un minuto más tarde en el aire), dramaturgo sin grandeza (la destreza de su diálogo no es sino periodismo teatral), Shaw trascenderá como lo han hecho el Doctor Johnson y Samuel Pepys, cuyas personalidades fueron más grandes que sus obras. No cabe duda que es una lástima. Yo, que tanto lo quise y me daba cuenta del hombre que pudo haber sido, deseé verlo perdurar hasta que otro planeta, chocando con el nuestro, nos enviara a todos a la gloria”.
Todo lector del Shaw de Harris que lea estas líneas y dé vuelta la página para desembocar en el epílogo sufrirá la misma conmoción cuando se tope allí con el siguiente titular: Post-scriptum. Por el personaje de esta biografía. Ya no es la voz de Harris, evidentemente, la que anuncia: “Habiendo terminado este último capítulo, Frank Harris murió el 26 de agosto de 1931, a los setenta y seis años, dejando a mi cargo la corrección de las pruebas. Muchas cosas extraordinarias he tenido que hacer en mi vida, pero ésta es la más extraordinaria de todas”.
Quien nos habla es el propio George Bernard Shaw, y en menos de ocho carillas ofrece los elementos esenciales para completar el retrato de Harris y el de él mismo que ofrecen las anteriores trescientas. Sólo puededecirse de ellas que al propio Harris no le hubieran disgustado; y quizás hasta le habrían parecido el cierre perfecto para un libro como el suyo.
Luego de hacer una semblanza formidable del paso de Harris por la escena literaria británica (y de sus consecuencias, en el uno y en la otra), Shaw dice que, si tuviera que escribir el epitafio de su amigo, pondría sobre su tumba: “Aquí yace un hombre de letras que odiaba la crueldad, la injusticia y el arte mediocre, y que nunca dejó de combatirlos, por conveniencia propia”. Pasa entonces a aclarar que todas las críticas, sarcasmos, condenaciones y explosiones pasajeras de malhumor que contiene el libro han sido piadosamente respetadas, “y espero que no hayan perdido nada de su valor”. A continuación, Shaw dice: “Este libro es muy valioso, no como explicación de mi obra (sólo un idiota buscaría un explicación de segunda mano estando mis propios libros a su alcance para dársela de primera) sino como demostración de las reacciones que yo producía en Harris, el cual era lo bastante interesante como para que sus reacciones sean muy dignas de leerse. Ahora bien, para que una reacción sea suficientemente fuerte se precisa que exista alguna incompatibilidad. Por eso encuentro este libro divertido, en el mejor sentido francés de la palabra: a causa del estruendo que producen nuestros temperamentos al entrar en colisión el uno con el otro. Sin embargo, ningún hombre es buen crítico de su propio retrato; y si éste estuviera bien pintado no tiene derecho a impedir que el artista lo exponga, ni tampoco, cuando el artista es un amigo muerto, puede negarse a darle una mano de barniz antes de que se abra la exposición. Espero, pues, que haya quedado lo bastante clara la participación que me cabe en el asunto”.
Brillante cierre. Sólo que la idea no es de Shaw. Cierta vez, estando en una cena en casa de Sydney Lee, la máxima autoridad de entonces en crítica shakespeareana, Shaw le preguntó al anfitrión qué pensaba del libro de Harris sobre Shakespeare y éste respondió: “Un estudio muy notable. Sólo que ese Shakespeare es... Harris mismo”. Y en las primeras páginas del retrato de Shaw que hizo Harris para la segunda serie de sus Retratos de Contemporáneos, dice: “Shaw es el plagiario más hábil del mundo. Por hostil que sea vuestro punto de vista, él se lo apropiará y lo transformará tan sugestivamente que olvidaréis que os lo ha escamoteado y quedaréis maravillados de su fecunda imaginación”.
Un par de detalles para terminar. Años después de que Gollancz publicara finalmente el Shaw de Frank Harris (en 1935), un periodista norteamericano llamado Frank Scully, que se había desempeñado como secretario de Harris en Niza y a quien estaba dedicado el Shaw (“Para F.S., que me invitó a emprender este libro y no me dejó luego un minuto de reposo hasta que lo hube terminado”), afirmó en su mediocre libro Rogue’s Gallery que él fue el escritor fantasma del Shaw, así como del libro sobre los cowboys de Harris (On the Trail).
Sheila Hodges, en su libro sobre la historia de la editorial Gollancz (The Story of a Publishing House), también afirma lo mismo. Philippa Pullar, por su parte, cuenta en su biografía de Frank Harris una historia levemente diferente: según ella, Harris estaba efectivamente muy enfermo cuando emprendió la biografía de Shaw y sólo pudo llevarla adelante combinando el texto anterior que había hecho de Shaw en sus Retratos de Contemporáneos con la profusa información que el propio biografiado ofreció en la catarata de cartas que le envió a lo largo de 1930. Scully procedía a tomar nota de lo que Harris dictaba desde la cama, leyendo de ambos materiales e improvisando en voz alta los nexos necesarios. Pero la redacción de Scully era tan deficiente que hizo falta un tercer personaje para enmendar el trabajo: el ácrata Alexander Berkman, hombre muy ilustrado y capaz, que había conocido a Shaw en los mitines radicales yque en el año ‘30 había tenido que salir de apuro de Inglaterra y estaba en Niza sin trabajo y sin poder hacer contacto con su célula anarquista. La viuda de Harris, Nelle, parece confirmarlo, ya que en una entrada de su diario con fecha enero de 1931 dice: “Frank logró escribir cuarenta mil palabras. Scully quiere contratar a alguien competente que termine el libro porque ya ha reunido todo el material”.
¿Sabía Shaw todo esto cuando recibió de Gollancz las pruebas del libro? Todo indica que no. Un amigo suyo, llamado George W. Bishop, cuenta en su libro de memorias (My Betters) que, enterado por Gollancz de la muerte de Harris y de la complicada situación económica en que quedaba Nelle, la viuda, Shaw pidió que se le enviara un juego de pruebas especial, que intercalara una hoja en blanco junto a cada página de texto, y que se encargó él mismo de las enmiendas, limitándose a retocar los últimos capítulos, los cuales (según Gollancz contó a Bishop que le había dicho Shaw) “decaían sensiblemente en comparación con el resto, de seguro porque Harris no pudo seguir y quedaron al cuidado de ese Scully”. Cuando Bishop le preguntó a Gollancz qué había pasado con ese juego de galeras corregido por Shaw, él contestó que lo había guardado en su caja fuerte luego de incorporar las correcciones. El día en que le entregó en mano a Shaw el primer ejemplar publicado de la biografía, en las oficinas de la editorial en Henrietta Street, éste le recordó también el juego de galeras y, cuando el editor abrió la caja fuerte y se lo entregó, el aún altísimo y atlético Shaw (que ya tenía ochenta años) se retiró sin decir una palabra, con ambos paquetes bajo el brazo. Quince años después, cuando Shaw murió en 1950, aquel juego de galeras invalorable para los estudiosos de su obra fue inhallable entre los ordenados papeles que dejó el prolífico nonagenario a su albacea.
Las ventas del Shaw de Frank Harris superaron largamente las de todos sus demás títulos (incluidos el Shakespeare, el Wilde y hasta Mi vida y amores) y ofrecieron a su viuda un buen pasar hasta su muerte. Hay por lo menos dos ediciones en castellano del libro, ambas en traducción del gran Ricardo Baeza (una de ellas publicada por Losada en 1943, la otra por Diana de México, ambas en 1950) y se las suele encontrar en las librerías de saldos.
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