Dom 31.07.2005
libros

Pampa bárbara

La flamante reedición de Muerte y transfiguración de Martín Fierro (Beatriz Viterbo) es un acontecimiento literario. Desde 1983 que la monumental obra de Ezequiel Martínez Estrada no se publicaba, y en casi sesenta años, desde su aparición mexicana en 1948, sólo había tenido tres ediciones, siendo ésta la cuarta y la primera en un solo volumen. Una buena cantidad de razones para sumergirse una vez más en sus páginas y comprobar el grado de riqueza que alcanzó la crítica literaria argentina en una de sus máximas expresiones del siglo XX.

› Por Patricio Lennard


Excepcionalmente el deseo de no tener nada más que decir ha supuesto, en literatura, la utopía de decirlo todo. Las vanguardias del siglo XX son una prueba notoria de que el arte ha vivido (y vive) de proyectos desmesurados. Pero si se piensa cómo ese anhelo de agotar lo escribible se ha manifestado en la crítica literaria, el asunto es más difuso y los ejemplos faltan. Pocas veces los críticos han juzgado sensato el afán de lo imposible en su propia tarea. La utopía de leerlo todo, de saturar a un texto de sentido, no puede ser sino irrisoriamente irrealista.

En Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Ezequiel Martínez Estrada construye la que tal vez sea la única utopía intelectual que en la Argentina vio la luz en el siglo pasado: la de decir todo lo que se pueda decir de un texto clásico. La de acometer una lectura “total” de la obra de Hernández. Que su primera edición –realizada en México en 1948 por la editorial Fondo de Cultura Económica– haya incluido en uno de sus dos volúmenes el texto completo del poema, simboliza hasta qué punto el tour de force de Martínez Estrada fue el de persistir en apropiárselo. Una empresa megalómana que en sus más de ochocientas páginas lleva a cabo una reescritura del texto que se suma a las que Borges realizó en sus cuentos. No por nada éste sospechó que “las futuras generaciones hablarán del Cruz, o del Picardía, de Martínez Estrada, como ahora hablamos del Farinata de De Sanctis o del Hamlet de Coleridge”.

Pocas veces un ejercicio crítico ha alcanzado, en la literatura argentina, una autonomía estética semejante con respecto a su objeto. George Steiner dijo alguna vez que las mejores lecturas de obras de arte son, a su vez, expresiones artísticas. ¿Pero qué hace en su libro Martínez Estrada? Urde el sublime despropósito (y allí están su esplendor y su derrota) de imaginar todas las lecturas posibles del poema hernandiano. De imaginar, incluso, los libros que no fue y pudo haber sido el Martín Fierro. Una suerte de aleph de la pampa al que el autor se asoma cuando escribe: “Nosotros tenemos que leerlo en todos sus textos o sentidos superpuestos –como criptografía–, porque precisamente así fue concebido”.

Con motivo de la publicación de su segunda edición, en 1958, Martínez Estrada corrigió y redistribuyó el material de su libro, y le agregó un epílogo en el que aclara que Muerte y transfiguración “es parte de una trilogía que empieza en 1933, con Radiografía de la pampa, y culmina en 1951 con El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson. La influencia de su primer ensayo (cumbre del examen sobre el “ser nacional” que Eduardo Mallea y Scalabrini Ortiz obraron a su modo) ya asoma en el subtítulo del texto: Ensayo de interpretación de la vida argentina. Lo que es decir que no se trata sólo de crítica literaria. Martínez Estrada contó que para escribir Muerte y transfiguración –además de la bibliografía sobre la gauchesca y las notas periodísticas de Hernández– echó mano a trescientas de las cuatrocientas obras que como un personaje flaubertiano leyó para su Radiografía. No extraña, pues, que algunos de los motivos en los que la crítica no se ha cansado de objetar su esencialismo pesimista (la idea de que los indios masacrados en la conquista del desierto forman un trauma en la conciencia nacional; la del sino de una barbarie en la que gauchos, montoneros e inmigrantes socavan los cimientos espurios del país; la del “fatalismo telúrico” cifrado en la pampa) hayan pasado de un libro a otro. Así, el cuestionamiento de la dicotomía civilización y barbarie –que ha hecho de Martínez Estrada ese “francotirador anacrónico de Sarmiento”– lo lleva a plantear la tesis de que el Martín Fierro es el reverso del Facundo. La creencia sarmientina de que desde la ciudad se irradiaría la civilización al campo es contradicha por Hernández, cuando a través de las desgracias que su personaje sufre denuncia cómo la corrupción política y la injusticia social (encarnadas, en su época, en la leva y los contingentes de frontera) nacen en la ciudad “civilizada”.

Hay una anécdota que le sirve al autor para ver en Hernández la contrafigura de Sarmiento. Andando en amores con una señorita, el poeta se hizo fotografiar de frente y de espaldas y colocó ambas fotos, a modo de broma, en un portarretratos de los que se usaba llevar pendientes en el pecho. Cuando su prometida vio el regalo, no pudo sino sentirse ofendida por esa ocurrencia que juzgó de mal gusto, y arrojó el obsequio al suelo y dio por terminado el romance. Si bien Martínez Estrada lee en ese episodio algo de la misoginia que caracterizaba al poeta (cosa que estaría reflejada en la ausencia casi total en su obra del universo femenino), también vislumbra en ese “dar la espalda” una metáfora de su actitud hacia “esa civilización que se había consolidado en falso”. El hecho de que –a diferencia de los hombres de su generación y su clase– Hernández no tuviera biblioteca lo convierte en un autor iletrado al que Martínez Estrada tilda de “ignorante”. Opinión que pronto exhibe un doblez de ironía: “ignorante” es el anagrama de “argentino” que Sarmiento descubre. La autenticidad que Martínez Estrada rescata del poeta anuda esos dos significantes, y ese ser que de niño acompañó a su padre en las tareas del campo, que entendía al gaucho por haberlo visto trabajar en las estancias y pelear en las batallas de la organización nacional, viene a ser el negativo de Sarmiento: un autor “letrado” que escribe el Facundo sin haber estado nunca en la pampa.

“El Martín Fierro es un levantamiento contra la cultura y las letras, contra el hombre urbano, contra la literatura de cenáculo; contra el Salón Literario, sus corifeos y sus obras”, sostiene Martínez Estrada. Y ya no le es difícil colocar a la gauchesca –y sobre todo al poema de Hernández– allí donde La cautiva de Esteban Echeverría es la primera en ser desplazada: el origen “verdaderamente” nacional de la literatura argentina. El lastre de una forma poética y un lenguaje que contradice el objetivo de la Generación del ‘37 de independizarse de la retórica española denota la insuficiencia de un programa que conjuga lo nuevo de los materiales con lo viejo de la lengua. “Para la formación de una literatura nacional –escribe Martínez Estrada– era preciso mucho más que los asuntos y el ambiente; era preciso el lenguaje real, la traslación fiel de las costumbres, de la forma de pensar del paisano con todos los ingredientes de la realidad infusos en su psicología.” Será la lengua “nacional” que articula el Martín Fierro, su virtual carencia de modelos y su carácter de “cuerpo enquistado” en la literatura –que compartirá, paradójicamente, con las crónicas de los viajeros ingleses y las obras de Hudson– lo que moverá al autor a hallar en Hernández no sólo la originalidad que la Generación del ’37 consiguió a medias, sino también la realización de una fractura con la tradición gauchesca que produce la muerte del género.

A esa muerte –que será en parte “natural”, debido a la sobresaturación que encarna el Martín Fierro– se agregará otra de peores consecuencias. Tanto el discurso de Ricardo Rojas en la fundación de la cátedra de literatura argentina de la universidad –en el que designa al Martín Fierro como poema épico nacional–, como las conferencias que Leopoldo Lugones da en el teatro Odeón en 1913 –y cuyos pomposos postulados sobre la ascendencia helénica del gaucho van a parar a El payador– fundan una tradición crítica que extrae del poema un mito “fundador” de la nacionalidad y la raza. En un contexto en que el Centenario había exaltado el fervor nacionalista, ambos entendieron que las grandes naciones tienen derecho a su epopeya. Pero si lo clásico no es ingénito a la obra de arte, sino efecto de juicios de valor determinados (no se puede más que leer un clásico; nunca escribirlo), es claro que la canonización que diseñan Rojas y Lugones monta un pedestal de pacotilla. Un pedestal que transforma al Martín Fierro –siguiendo el argumento de Martínez Estrada– en la aberración lógica de un “clásico muerto”.

Sustraído de la realidad social que lo victimizaba, el gaucho desvalido y humillado por el Estado es puesto “al flanco de los paladines de las gestas”, al tiempo que se encubren las denuncias que articula el texto de Hernández. Esto es, precisamente, lo que Martínez Estrada pone en evidencia; y su impugnación de esas lecturas del Martín Fierro le permite hallar en la crítica un instrumento político para denunciar una forma de narrar la historia y la cultura nacionales que juzga ilegítima.

Borges será quien lo anteceda en la revisión de la crítica hernandiana, con su ensayo de 1932, titulado “La poesía gauchesca”. Poco toma de allí, sin embargo, Martínez Estrada: apenas la idea (reelaborada y marginal en su texto) de que el Martín Fierro es una novela; o la de que Hernández presupone la pampa y no se detiene a describirla, para darle verosimilitud al gaucho. La comprobación de Borges de que “la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar”, quizá inspira el señalamiento de una de las tantas incoherencias que para Martínez Estrada hay entre la “Ida” y la “Vuelta”: la bajeza en la que cae el personaje –en la segunda parte– al querer justificarse de sus crímenes, cuando éstos en realidad “están en el destino de todo gaucho”.

El Martín Fierro que vuelve es “un libro popular más que un hombre”. Ya el encuentro del personaje con Cruz comienza a transformarlo: allí se vuelve un gaucho dispuesto a escuchar lo que otros cuentan. Los siete años que pasan entre un libro y otro hacen imposible que el protagonista continúe viviendo entre los indios, pues el tiempo ha acentuado en el autor la opinión común de que era necesario exterminarlos. En 1879, la leva como método de reclutamiento militar ya no se empleaba. Pero es Hernández, sobre todo, el que ha cambiado; el que “ha cobrado sentido jurídico del Poema y pretende purgar a su héroe de sus delitos, olvidando que esos delitos ya habían recaído en los jueces”. La “Vuelta” trae una imagen moral (tergiversada) del gaucho. Una imagen que en la escena final, en la que éste se despide de Picardía y sus hijos prometiendo el cambio de sus identidades, le da a Martínez Estrada la sazón de la ironía: “El nombre nuevo que puede adoptar él es Martín Fierro”.

Si bien tanto el autor de Muerte y transfiguración como Borges coinciden en criticar las lecturas que igualan el poema con el Cantar del Cid y La Divina Comedia, el modo en que cada uno opera una transformación del lugar que tiene el Martín Fierro en la literatura argentina difiere en una cuestión clave: mientras para Martínez Estrada el texto es la resolución literaria más representativa de la cultura nacional, Borges lee en él las dolorosas vicisitudes de la vida de un gaucho. La antinomia es clara, al igual que la disputa que de allí se infiere. Máxime si se tiene en cuenta que para Borges “la literatura argentina existe y comprende, por lo menos, un libro, que es el Martín Fierro”. La ironía que se atisba en la forma en que Borges tilda a Martínez Estrada de “poeta” al ponderar –en su libro de 1953 sobre el poema de Hernández– su trabajo como crítico, tiene su contrapartida en cómo aquel le devuelve como un boomerang –en una de las tres ocasiones en que lo cita en su texto– la frase con la que Borges empieza su lectura del poema: “Sospecho que no hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidades”.

Por más que Martínez Estrada reclame el título de libro nacional para el Martín Fierro, situarlo en la línea de Rojas y Lugones no sólo significa desatender la abismal diferencia de ideas que existe entre ellos, sino también caer en una de las inexactitudes que han hecho de Muerte y transfiguración un libro a medias valorado. Leído a la sombra de Radiografía de la pampa y del “ensayo de interpretación nacional”; víctima del desprestigio en que la sociología sumió al ensayismo en la década del ’60 (Gino Germani llegó a decir de Martínez Estrada: “Hice un análisis de toda su obra para ver qué había en ella de rescatable. Y no hay casi nada”); cuestionado por el estructuralismo, que vio en el ensayo un modo poco científico de leer literatura, Muerte y transfiguración no ha tenido el lugar que se merece.

En un artículo sobre Martínez Estrada, Beatriz Sarlo le da crédito a la idea de que su obra no puede ser leída después de haber leído la de Sartre. Y no es difícil suponer que está pensando en Contorno. Lo que Sarlo lee como un “ajuste de cuentas” –al recordar el número que la revista le dedica a Martínez Estrada en 1954– es en realidad un indicio de lo mucho que le deben a Muerte y transfiguración los llamados “denuncialistas”. Por algo David Viñas ha reconocido en él a su “padre intelectual”, y ha marcado ese texto como lectura fundacional de su generación (junto a El juguete rabioso y los libros de Sartre).

Tal vez sea hora de decir que Martínez Estrada inaugura una concepción de la crítica literaria que hará escuela entre los miembros de Contorno: la que halla en la política la verdad oculta del hecho literario. La que concibe al texto como un “hecho social” que da cuenta de un determinado momento de la historia, y ve en la posición de clase y en las opciones políticas del autor una herramienta eficaz para “situar” su obra en su contexto. La que sienta las bases de una sociología literaria y pone “lo nacional” como parámetro de evaluación en la tarea crítica. Decir que Contorno toma de Martínez Estrada su disposición a la denuncia es, en rigor, reduccionista. Al recuperarlo como intelectual, se olvidan (¿lo reprimen?) del crítico literario. Ni siquiera quienes han leído la operación de Contorno han reparado en que su modo de hacer crítica está prefigurado en Martínez Estrada; en que sus integrantes leyeron ese libro (si no antes) a la par de los textos de Sartre.

Afirmar que Muerte y transfiguración incluye las mejores ideas que se han elaborado sobre el Martín Fierro es justo, aunque también insuficiente. En ese gesto de valoración se corre el riesgo de no asir su real estatuto. En el monumento de sentidos en que Martínez Estrada convierte el poema de Hernández, no sólo está impreso el gesto crítico más trascendente en la configuración del Martín Fierro como clásico, sino también el que hace de Muerte y transfiguración el mejor libro de crítica literaria escrito en la Argentina. Un libro en cuya contratapa –lugar donde se suele decir de qué se trata el texto– debería decir, simplemente, TODO.

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