Por Guillermo David
Es sabido: clásica, trágicamente, Sarmiento deploró la democracia de los jinetes que, supuso, habría que exorcizar con sacrificios sangrientos para merecer la civilización. Lugones, afecto a establecer empinadas jerarquías mediante la invención de genealogías griegas, vería en el gaucho de Hernández una figura social caduca por la modernización del país. Sublimado en arquetipo de una argentinidad puesta en peligro por el aluvión inmigratorio, el gaucho sería el ideal perdido de una esencia a redimir. Más tarde otro aluvión, el del primer peronismo, fue una invitación para que Carlos Astrada rescribiera el poema con la lengua de Heidegger: el mito gaucho, aparecido el mismo año ’48, propuso un fundamento emancipador a la gruesa utopía plebeya que atropellaba la historia en las calles. Sobre el escenario de esta querella asordinada Ezequiel Martínez Estrada intentará la imposible conjura del mito político encarnado por los hijos de Fierro.
Ya desde comienzos de la Década Infame la sombra terrible del centauro pampero se le había aparecido como premonición del mal: irredimible, la Argentina peroniana que corroboraba aquellos terrores lo empujaba a irse, a combatir al monstruo con su verba engastada de alegorismos morales desde algún refugio resistente. La existencia desdichada de este hombre que hubo de recluirse en su ostracismo electivo de Bahía Blanca se vería puntuada por el drama de la enfermedad: Martínez Estrada tenía un problema de piel con el peronismo. Su cura sería verbal: disparará ensayos desde el vértigo horizontal del lecho como quien recita un ensalmo piadoso a manera de ofrenda. La estrategia empleada en Muerte y transfiguración será curiosa: contra toda evidencia, el radiógrafo infatuado trataría de sacar de los manoseos de la historia al poema devenido epopeya nacional. Para ello necesitó no sólo aislar el texto de sus filiaciones e incidencias más obvias sino –y sobre todo– menoscabar sus figuras centrales. Urdió entonces una estratagema extraordinaria: les confirió un animismo extremo a los personajes, quienes ingresan en la trama para dislocar sus cimientos, liberados de la tiranía del autor. Pues para sorpresa de cualquier lector del poema Martínez Estrada sostiene que Cruz es el personaje primario, alter ego de Hernández, que con su irrupción en el texto anula la voz de Fierro, su “anti él”. El encuentro con Cruz mata a Fierro, le quita su empresa de insurrección; el rebelde ha sido desarmado para siempre por el traidor advenedizo, sostiene. Obsérvese que si le aplicamos a esta construcción el tipo de lectura alegórica martinezestradista, el sargento Cruz, un militar de rango menor que se pasa de bando y plegándose al destino del perseguido decide cambiar de pelaje, transformarse en su otro, remite en 1948 de un modo inmediato a Perón, “el jefe de sus propios enemigos”, como lo llamaría León Rozitchner. De modo que por esa cuerda la verdad del Martín Fierro exhumada por un sagaz psicoanálisis silvestre es siempre moral y reside en un más allá del texto.
Para Martínez Estrada su anomalía radical propició en manos de los críticos un equívoco fundamental, que comporta la muerte del libro. Puesto que no sería la continuidad del lenguaje rural sino su revolución, ni la construcción heroica de un modelo de hombre argentino sino una dramática denuncia de la “máquina de daños” –el estado de la cosa social–, fallido por la integración de Hernández al sistema político, lo que transfiguró su destino lector. Era claro que el nítido afán clausurante de su intento por el que pretendía hundir la construcción mítica caería en el más rotundo de los fracasos. Pero es su misma operación, por increíble, casi diríamos delirante, la que labró su legibilidad ulterior. Para él, la triste tragedia inevitable de la encarnación del mito en una fuerza histórica bastarda habría de resolverse de algún modo. Pero no dirá cuál. Esa será la falencia y la virtud del libro. La época no veía con buenos ojos las vastas alegorías políticas, género de lectura póstuma si los hay. A Martínez Estrada poco le importó. Durante toda su vida lo había aquejado, no sin gozo, el síndrome de Casandra, la pitonisa condenada a predecir la verdad y ser desoída. Desapercibidas, sus admoniciones caían irremediablemente en saco roto. Sólo le restaba tras cada exhortación flamígera el tardío e inútil consuelo de la corroboración ulterior, cuando ya no importaba. Ello se hace manifiesto en el resignado epílogo que adicionara a Muerte y transfiguración a diez años de su aparición.
La carencia de un sujeto histórico que asumiera la resolución de la negatividad de la Ida, aunque más no fuera, como en Astrada, con la apelación al comunitarismo de la Vuelta de Martín Fierro, es la falla interna del libro. Mas al igual que sucede en el Facundo, parece ser su condición de pervivencia, de la transmutación de lecturas que abre. Y es que este hombre atribulado no podía hallar un correctivo a sus diagnósticos a riesgo de volverse contra sí mismo más allá de lo que la veleidad del ensayista puede tolerar. Pues aún por entonces resultaba impensable su adscripción a las huestes radicalizadas que vendrían. Será preciso el huracán de la Revolución Cubana para que condescendiera a dar con una fuente de redención social acorde a sus anhelos. Al igual que su Qué es esto, proferido en el ’56, más dramáticamente atravesado por este dilema, Muerte y transfiguración careció de encarnadura política posible. Esa es la clave de su pertinencia crítica ulterior.
Paradójicamente (él, que tanto gustaba de la paradoja como figura retórica, y que indagó en sus variaciones tomándola como ocasión privilegiada de conocimiento), atrapado en la red de lo que critica, contribuyó a consolidar la vitalidad del mito gaucho con su libro, pese a su declarada intención de devolverlo al parnaso vacío de las rebeliones derrotadas. Puesto que el mito vive en la totalidad de sus versiones; en la suma de sus desplazamientos va modulándose y deviniendo fuerza actual. En repetirse pero a la vez en no permanecer siempre igual a sí mismo estriba la garantía de su permanencia, su eficacia simbólica. Esa es la venganza del propio texto hernandiano y el motivo de la vivacidad del magnífico despropósito de Martínez Estrada que, pese a sí mismo, prosigue aquella estela. Muerte y transfiguración fue su Facundo. Nadie lo notó. Nosotros, los lectores que hoy somos, ¿seremos aquellos destinados a merecerlo?
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