NOTA DE TAPA
Autor de culto de muchos músicos de rock, emparentado con los beatniks y el realismo sucio aunque siguiera un camino estrictamente personal, Hubert Selby tuvo una vida signada por una enfermedad pulmonar y la potencia de un gran libro como Ultima salida para Brooklyn (1964), tan admirado como censurado. Recientemente reeditada por Anagrama (la última edición data de 1988), esta obra nos conduce a los infiernos de sexualidad y violencia que habitaron en la mente y el cuerpo de su autor.
› Por Mariana Enriquez
Hubert Selby Jr. solía contar que se dedicó a la literatura cuando a mediados de los ‘50 un médico le anunció que le quedaban pocos meses de vida. Selby (“Cubby” para los amigos) tenía menos de treinta años, no había terminado el secundario y estaba gravemente enfermo. “Fue una experiencia espiritual”, decía. “De pronto me aterrorizó pensar que había arruinado mi vida, que no había logrado nada. Debía hacer algo con el tiempo que me quedaba. Así que decidí escribir.”
Seis años después, Selby tenía terminada su primera novela, Ultima salida para Brooklyn (1964). Crítica y público cayeron a sus pies. Allen Ginsberg profetizó que el libro “arrasaría como una bomba Estados Unidos, y será leído con la misma relevancia dentro de cien años”. El New York Times escribió: “Selby se ubica en la primera línea de los novelistas norteamericanos, y en su trabajo habitan el poder y la intimidad junto con el sufrimiento y la moralidad; tiene la misma honestidad y urgencia moral que Dostoievski. Entender a Selby es entender la angustia de Estados Unidos”.
Ningún elogio era exagerado, y Ultima salida para Brooklyn es un clásico de la literatura norteamericana, tan enorme y mítico que oscureció el resto del trabajo de Selby, por lo general a la altura del impactante debut. Cuarenta y cinco años después de su publicación, cuando gran parte de la literatura contemporánea desgastó los personajes y tópicos favoritos de Selby (prostitutas, travestis, homosexuales, drogadictos, obreros, borrachos, matrimonios violentos, ancianas solitarias), el libro sigue incólume y mucho más feroz que toda su progenie. Es fácil pensar en la conmoción que habrá causado a principios de los ‘60 si aún hoy estremece; no es sólo el estilo, los monólogos interiores de los personajes que parecen sintonías sobrenaturales, ni los recursos tipográficos, ni la lógica interna que convierte a seis relatos independientes en una auténtica novela. Hay algo más, algo despiadado pero compasivo, una escritura casi desesperada. De los seis relatos de Ultima salida..., tres condensan el universo de Selby: La reina está muerta, Tralala y Huelga. En el primero, la protagonista es Georgette, una travesti adicta a las anfetaminas que se expone hasta lo suicida para estar cerca de Vinnie, el ex presidiario de quien está enamorada. El relato culmina con una orgía entre travestis y los rudos hombres que frecuentan el bar El Griego (sitio donde gravitan todos los personajes y elemento unificador) que pasa del erotismo a la violencia, inminente desde el primer renglón.
Pero mucho más violento es Tralala. El relato se centra en una prostituta que, durante la guerra, sobrevive acostándose con los hombres que vuelven del frente. Enamora a uno de ellos –o, al menos, él la considera un paliativo a su soledad– pero Tralala lo rechaza cuando sólo recibe una carta de amor y no el dinero que esperaba. A partir de entonces, cae en una espiral de degradación, espejo de la decadencia de su barrio, sus clientes, sus compañeros de la noche; y su trayecto culmina en un gang-bang que todavía hoy se encuentra entre lo más violento que alguna vez haya alcanzado la literatura: “...y le dieron otra lata de cerveza y bebió y gritó lo de sus tetas y le rompieron otro diente y la herida de los labios se hizo mayor y todos reían y ella reía y bebió más y más y pronto se desmayó y le dieron unas bofetadas y ella murmuró algo y volvió la cabeza pero no consiguieron que reviviera así que continuaron cogiéndosela mientras yacía inconsciente en el asiento... y los que estaban mirando y esperando su turno descargaron su frustración sobre Tralala y le hicieron trizas la ropa y le quemaron con cigarrillos los pezones y se mearon encima de ella y le metieron un mango de escoba en la concha... yacía desnuda cubierta de sangre, meadas y semen y una pequeña mancha de sangre se formaba en el asiento entre sus piernas...”.
Sin embargo, quizá sea La huelga el mejor relato de la novela. Harry, un líder sindical, vive noches infernales cada vez que su esposa le pide sexo; la posee con furia, con asco, sufre pesadillas y vomita cada vez que tiene un orgasmo. No entiende qué le ocurre, ni por qué odia tanto a su mujer. Pero durante una larga huelga que dirige en su fábrica, durante esos días ociosos, conoce a un homosexual en un bar, y descubre un mundo de placer inesperado. Visita los bares de travestis, tiene varios romances; mientras tanto, sigue dirigiendo a los obreros en paro desde su oficina, gastando en sus amigos el dinero que paga el sindicato. Cuando la huelga llega a su fin y Harry se encuentra sin el dinero extra, descubre que las travestis ya no están interesadas en un obrero pobre; y el final, una espantosa escena de abuso infantil que vengan los matones del barrio, lleva a Ultima salida... hasta un clímax infernal. Lo cierto es que la salida del título es una paradoja: no hay escape alguno a la violencia y tragedia que plantea la novela de Selby.
Tralala se publicó en 1961, como cuento, en la revistas literarias The Provincetown Review, Black Mountain Review y New Directions. El editor de Provincetown fue arrestado por venderle material “pornográfico” a un menor –que resultó no ser menor– y la publicación fue a juicio por obscenidad, aunque las acusaciones fueron declaradas nulas en la apelación. Pero cuando Ultima salida... se publicó en Gran Bretaña, provocó un verdadero furor. Aunque recibió críticas positivas y vendió 14.000 ejemplares –un número importante para la época–, el dueño de una librería de Oxford se quejó al director de Fiscalizaciones Públicas sobre las brutales y crueles descripciones del libro. El funcionario no le hizo caso, pero en 1966 Sir Cyril Black, miembro conservador del Parlamento, inició una demanda privada ante la Corte, que consideró al libro culpable de obscenidad bajo la Sección 2ª del Acta de Publicaciones Obscenas. El caso llegó a juicio en la corte londinense de Old Bailey. Del lado de la defensa se encontraban académicos como Al Alvarez II, Frank Kermode (que había comparado a Selby con Dickens) y Anthony Burgess. El juez Graham Rigers consideró que las mujeres “podían sentirse incómodas al leer un libro que hablaba de homosexualidad, prostitución, drogadicción y perversiones sexuales”; tras nueve días de audiencias, Ultima salida... fue prohibido.
Pero en agosto de 1968, la sentencia se apeló y fue revocada gracias al abogado y escritor John Mortimer. El caso marcó un punto de quiebre en las leyes de censura británica: fue un fallo histórico. A esta altura, la novela había vendido medio millón de ejemplares en Estados Unidos.
Pero ni el éxito ni la histórica sentencia lograron darle confianza a un desmoralizado Selby. Al contrario: la notoriedad lo hundió en la peor de las inseguridades. “Todo es tan diferente cuando uno está sentado, solo, escribiendo. Pasé seis años escribiendo Ultima salida.... Nadie lo sabía, a nadie le importaba. Me la pasaba peleando, peleando. No tenía nada que defender, y nada a qué oponerme. Uno no tiene responsabilidades, salvo la que tiene con su arte. Y de repente, hay que mantener algo. Hay que hacerlo otra vez. Mientras en el corazón y en los huesos y en el alma uno siente que no vale nada, que no sirve para nada... que todo es un error y algún día se darán cuenta. Es algo aterrador. Aunque mis amigos escritores, a quienes respetaba, me decían que era talentoso, no podía creerlo. Y por supuesto, en aquella época era un borracho, y de repente tenía el dinero y los motivos para beber todo lo que quisiera. Cosa que entorpeció mi trabajo. Nunca fui Faulkner o Hemingway. Cuando bebía, sólo bebía. Todo lo que escribí lo hice en períodos de sobriedad.”
Viaje al fin de la noche
Los problemas de Selby con las adicciones no comenzaron estrictamente con su éxito. Nacido en Brooklyn en 1928, hijo de un marino mercante (y ex minero de Kentucky), a los 15 años dejó el colegio y siguió los pasos de su padre como marinero. En 1947, sobre el buque, le diagnosticaron tuberculosis avanzada, y lo trasladaron a Alemania antes de devolverlo, casi desahuciado, a Estados Unidos. Selby tenía 18 años, y hasta los 21 estuvo internado en el Hospital de la Marina de Nueva York. Los médicos intentaron un tratamiento experimental con drogas, que le provocó consecuencias casi fatales. Tuvieron que operarlo: en el quirófano perdió diez costillas, uno de sus pulmones colapsó y le fue removida una parte del otro. Sobrevivió, pero padeció problemas pulmonares hasta su muerte en 2004, además de una grave adicción a la morfina y, más tarde, a la heroína.
En 1949, Selby se casó por primera vez, pero sin experiencia y con problemas de salud, no podía conseguir trabajo. Pasó los siguientes diez años postrado, y hospitalizado con frecuencia. Los médicos insistían en que no podía sobrevivir, porque sencillamente carecía de una capacidad pulmonar compatible con la vida. Fue su amigo de infancia, el poeta Gilbert Sorrentino, quien le sugirió escribir; cuando tuvo algo listo, se contactó con el agente de Jack Kerouac. Quizá por eso durante un tiempo se lo asoció con los beatniks, pero Selby solía aclarar: “Nunca tuve mucho que ver con ellos. Me gustaron varios libros de Jack Kerouac y siempre amé a Allen Ginsberg como persona y como poeta. Pero la verdad es que no tenía relación alguna con ellos. Especialmente con los supuestos beatniks que se juntaban en bares. Estaban llenos de mierda, en pose. Ni Allen ni Jack tuvieron la culpa, pero esta gente tenía una actitud al estilo: ‘todo lo que tengo que hacer es pintar un cuadro o tocar un instrumento o poner algunas palabras sobre el papel y es arte porque yo lo hice’. Ridículo. Una locura. El arte precisa de mucha técnica y disciplina. Es el trabajo más difícil del mundo”.
Sin educación, sin entrenamiento, Selby insistía en que su “estilo” tuvo que ver con estas carencias, además de su pasión por la música. “Quería narrar el oscuro mundo de mi juventud, mis experiencias con linyeras, matones, travestis, cafishos, marineros, travestis, homosexuales, adictos... sobre todo hablar de mi comunidad, que era muy pobre y marginal. Por eso usé una gramática inapropiada; no me importaba la puntuación ni abrir diálogos ni usar comillas. Un diálogo consistía en un párrafo, y no me preocupaba en indicar quién hablaba. Pero escribía con mucho cuidado, siempre traté de ser fiel a las voces, y ponerle la mayor dedicación posible. Además, me influencia mucho la música. Así que desarrollé una tipografía que en mi opinión reflejara las notas musicales. Me parecía que la forma en que estuvieran ubicadas las palabras sobre la página traerían un efecto musical, de pausas, de silencios.”
Selby necesitó siete años para volver a escribir. En 1967 estuvo detenido por posesión de heroína, y para fines de la década había superado la adicción. Recién entonces publicó The Room (1971), para muchos su verdadera obra maestra; para Selby, un libro tan brutal que ni siquiera él pudo volver a leerlo. Se trataba de un hombre atrapado en una habitación, consumido por la culpa, las fantasías sexuales, las pesadillas y la desesperación. Después llegó The Demon, quizá su trabajo más convencional; pero recién volvió a alcanzar cierto grado de fama con Réquiem para un sueño (1978) –llevada al cine en una versión mediocre pero respetuosa por Darren Aronofsky en el 2000–. La novela tiene un solo héroe, la adicción, y cuatro personajes atrapados en sus redes: Harry, su novia Marion, su madre Sara y su mejor amigo, Tyrone. Los jóvenes son heroinómanos; la madre es adicta a las pastillas para adelgazar y la televisión. Todos parecen suspendidos en un limbo, que Marion explica así: “Parecía que hubiera pasado toda su vida esperando. ¿¿¿Esperando qué???? Esperando vivir. Se había dado cuenta de eso en algún momento, durante la terapia. Como si esto fuera un ensayo para la vida. Sólo una práctica”. Sara espera que la llamen de un programa de concursos televisivo, y mientras tanto adelgaza para poder usar su vestido rojo; Harry y Tyrone esperan un kilo de heroína pura que les salve la vida; Marion, la chica judía de clase media, culta, pintora, espera que la vida vuelva a resultarle interesante. Y, mientras tanto, niegan la profundidad de su adicción y sus miedos, hasta un final apocalíptico que muchos confundieron con moralizante; Selby usa con frecuencia citas bíblicas en sus libros, y muchos críticos consideraron que se trataba de un guiño, de una condena implícita a sus personajes. “No soy religioso –explicaba–, pero hay cosas muy humanas, profundas y bellas en la Biblia. Usé citas bíblicas en los primeros cuatro libros porque en ninguno hay catarsis. Las únicas respuestas implícitas están en las citas.”
Selby no volvió a publicar una novela hasta The Willow Tree en 1998; la ausencia de 20 años sólo contó con una recopilación de cuentos a mediados de los ‘80. El agujero apenas tuvo que ver con lo creativo; durante esos años se convirtió en un autor de culto reverenciado, especialmente por músicos de rock. El legendario punk californiano Henry Rollins editó un CD con Selby leyendo su trabajo, y lo llevó de gira; Kurt Cobain lo citó como influencia crucial. Pero Selby tuvo que reconocer que escribía cuando su deterioro físico se lo permitía. “La mayor parte del tiempo me ocupo de sobrevivir, lo que ya es demasiado. Intento dar clases de escritura creativa, aunque no creo que nadie pueda aprender a escribir. Uno se quiere morir, transpira, se vuelve loco. Es la única manera. Sin embargo creo que se puede enseñar a reescribir, a corregir, y de eso me ocupo. Encuentro muy difícil, físicamente, hacer algo más.”
En 2002, Selby entregó a la imprenta su último trabajo, pero ya no tenía vida pública. Atado a un tubo de oxígeno, había dejado de dar clase y sufría de depresión; murió en abril de 2004 de obstrucción pulmonar crónica, y rechazó la morfina durante su agonía. Cuatro años antes, había escrito para el diario L.A. Weekly: “Lo extraño, en realidad, es que todavía estoy vivo, y que periódicamente publico un libro. Creo que tiene que ver con aquella sentencia de muerte que me dio el médico cuando era joven. Que se vaya a la mierda, pensé entonces. Nadie me dice lo que tengo que hacer”.
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