Domingo, 14 de agosto de 2005 | Hoy
PABLO RAMOS
El alcohol y la tristeza en la base de homogéneos relatos.
Por Rogelio Demarchi
Cuando lo peor haya pasado
Pablo Ramos
Alfaguara
¿Cómo se puede narrar la experiencia de una vida puesta en el abismo de la autodestrucción? Todo parece indicar que esta es la pregunta que sostiene la poética narrativa de este período de la producción de Pablo Ramos, satisfactoriamente abierto el año pasado con la novela El origen de la tristeza y al que pertenecen los once relatos incluidos en Cuando lo peor haya pasado. Como el libro lleva por título el de uno de sus relatos, esa narración es un punto de vista privilegiado para advertir las condiciones del conjunto: un varón joven, alcohólico, atraviesa el desierto de la abstinencia tras la promesa de no beber más, en compañía de su mujer y de un pequeño hijo, con la expectativa de la escritura como nuevo horizonte de vida; pero a cada momento el torbellino interior, en vez de exteriorizarse en palabras, se vuelve violencia que se descarga contra todo y contra todos, incluyendo el propio cuerpo. En una de esas crisis, tras la autoagresión, es la mujer quien, tratando de contenerlo, esboza su juramento: “Vos lo sabés bien, esto no va a durar para siempre, y cuando lo peor haya pasado yo voy a estar acá: al lado tuyo”.
El antes y el después de esa escena describen un abanico de posibilidades que los diez restantes relatos componen caleidoscópicamente: la soledad y el angustiante deambular del separado, los intentos de reconciliación que fracasan cada vez que uno es débil frente a su debilidad, la adicción que lleva a la muerte a algún conocido, la tierna melancolía que protege como preciados tesoros recuerdos de otros tiempos a los que es inútil volver para solucionar el presente, la copa al paso en cualquier bar que representa otro boleto al infierno, el encuentro mágico con un otro cualquiera que arrastra sus propias cenizas...
El conjunto es tan homogéneo que podría hablarse de una novela: si olvidáramos que algunas veces los protagonistas de los relatos tienen diferentes nombres y son padres de hijos de distinto sexo, por ejemplo, dispuestos en otro orden, estos relatos se podrían leer como los sucesivos capítulos de esa novela virtual.
En declaraciones periodísticas, Ramos ha admitido ser un alcohólico en recuperación, ha relacionado una internación con la escritura de estos relatos, y ha reconocido que su novela anterior tiene cierto carácter autobiográfico. Con semejante carga, su escritura podría haberse hundido en el mar de la culpa, tornarse didáctica, retintín de índice moralista en alto. Probablemente, para prevenirse de ese terrible fantasma, lo que podría haber sido una narración de largo aliento y “unipersonal” se nos presenta como fragmentaria y coral. En cualquier caso, con guiños muy sutiles a John Cheever y Juan Carlos Onetti, evitando por igual los artificios literarios y los golpes bajos, y administrando mínimos recursos con meticulosidad franciscana, Ramos reclama su lugar al sol de la literatura con mayúsculas y parece haberlo conseguido: este libro recibió el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, por un dictamen de Vicente Battista, Juan José Hernández y Ana María Shua, y también mereció el Premio Casa de las Américas en Cuba.
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