Dom 11.09.2005
libros

NOTA DE TAPA

Toreando a la vida

Eran los años finales de Ernest Hemingway y ese verano fue sin dudas muy peligroso: la revista Life encargó al escritor un artículo sobre los toreros Dominguín y Ordóñez, enfrentados en duelo triunfal. El tormentoso artículo se convirtió finalmente en un libro aparecido póstumamente en 1985. El verano peligroso (Sudamericana, colección De Bolsillo) acaba de reeditarse con un prólogo de Rodrigo Fresán que Radar reproduce.

› Por Rodrigo Fresán


Está claro que el Hemingway que escribió Muerte en la tarde en 1932 no es el Hemingway que, en 1960, lucha no sólo con el indomable manuscrito de El verano peligroso sino también con ese toro de cuernos afilados en que se ha convertido su propia leyenda.

El Hemingway de los años treinta es un escritor en la plenitud de sus facultades que descubre a España como inmejorable escenario para sus proezas. En cambio, este Hemingway crepuscular lidia con un encargo de la revista Life: volver a España y escribir un artículo de 10.000 palabras que se ocupara del duelo abierto por las arenas del país entre los toreros y rivales Luis María Dominguín (retirado en lo más alto desde hacía unos años y, como Hemingway, ahora dispuesto a una rentrée triunfal) y su cuñado, el más joven pero igualmente admirado Antonio Ordóñez.

En principio, la idea de Scribner’s –su editorial– era que luego todo el asunto fuera anexado a modo de coda en una inminente reedición de Muerte en la tarde y a otra cosa: porque lo que en realidad interesaba, lo que todos estaban esperando, era lo que por entonces se conocía como “sketches parisinos”.(1)

Hemingway, por su parte, no estaba convencido o entusiasmado con la idea de ponerse a revisitar el ayer. Le inquietaba la idea de hacer memoria. En una carta a Charles Scribner manifestaba su preocupación –siempre disfrazada de prepotencia– porque los críticos pensaran que estaba “como Scott, pidiendo dinero prestado a cuenta de algo que no tenía intenciones ni podía terminar”. (2) El libro sobre sus años jóvenes en París existía y marchaba bien, sí. Pero un Hemingway sin ningún tipo de problema financiero –más bien todo lo contrario: no dejaban de llegarle propuestas para adaptar sus obras al cine y a la televisión– no estaba en absoluto entusiasmado con la idea de mirarse en el espejo del pasado. Mejor el aquí y ahora, pensaba. Mejor demostrar que Hemingway seguía siendo Hemingway. Y así, se dijo y anunció, la idea no se le pudo haber ocurrido en mejor momento: regresar a lo grande a una tierra y un territorio que buena parte de sus compatriotas y hasta él mismo entendían ya como una virtual Hemingwaylandia donde se le brindaban toros y aplausos en toda plaza en la que entraba como si fuera él quien hubiera inventado toda esa fiesta. (3)

Y la escritura de El verano peligroso también funcionaría como una fuga de sí mismo sin que esto significara batirse en retirada. Porque lo cierto es que a Hemingway no le causaba la menor gracia el Hemingway en el que se había convertido. Años de farras sin fronteras y accidentes en todas partes (destacando la reciente caída de su avión en Africa y las múltiples lesiones sufridas) comenzaban a pasarle factura: dormía poco y nada, su hígado y riñones no funcionaban bien y su presión sanguínea y colesterol alcanzaban cumbres más altas que la del Kilimanjaro, tenía la aorta peligrosamente inflamada, había desarrollado una suerte de fobia a todo contacto físico (nada le disgustaba más que el que le tocasen la nuca), no paraba de gruñirle a su esposa Mary, cada frase que salía de su boca estaba puntuada por insultos y obscenidades. Y para colmo de males pronto se vería obligado a dejar Cuba luego del cada vez más totalitario triunfo revolucionario de Fidel Castro (paisaje en el que la figura de un norteamericano legendario producía cierta incomodidad), y estaba convencido de ser espiado por agentes del FBI. Hemingway sentía que no encajaba en ninguno de los bandos. El presente era un sitio horrible, sí. Y el haber ganado el Premio Nobel le había producido una inesperada angustia: la sensación de haber alcanzado el fin del camino.

Pero, por suerte, ahí estaba España. Y España era el único sitio posible donde escribir sobre España. Y, de paso, cumplir allí los sesenta años de edad. Y allí fue, aquí viene, Ernest Hemingway.

“La segunda línea de El verano peligroso lo afirma categóricamente y sin lugar a duda alguna: España era el país que más le gustaba a Hemingway después de su patria. Y en privado y sólo frente a íntimos, solía ubicar a España muy por encima de América en el ranking de su atlas personal.”(4) En perspectiva, son varios los especialistas que afirman que es posible que Hemingway viviera sus últimos años sufriendo grandes dolores en el cuello producto de sucesivas contusiones, y que éstas hayan tenido mucha mayor incidencia de lo que se supuso entonces en su acelerado deterioro mental.

Y la génesis y cronología de la última aventura es la siguiente:

Al saberse que Hemingway planeaba un triunfal retorno a España, la revista Life (que había tenido un éxito descomunal en 1952 con la publicación de El viejo y el mar) no demoró en interesarse y le hizo una propuesta y el escritor aceptó y el rumor no demoró en extenderse.

Hemingway y Mary cruzan el Atlántico a bordo del “Constitution” y desembarcan el 1º de mayo de 1959 en Algeciras instalándose en La Cónsula, hacienda cercana a Málaga del acaudalado anfitrión profesional Nathan Bill Davis, quien meses atrás lo había invitado a presenciar lo que ya era considerado como el enfrentamiento de toreros más grande de la historia: el mano a mano entre Dominguín y Ordóñez que tendría lugar ese verano.

Hemingway no dudó en aceptar a la vez que pensaba que allí había posibilidades interesantes a la hora de escribir algo importante. Cuando Hemingway viajo de Málaga a Madrid (se instaló en el recién inaugurado hotel Suecia) para presenciar el inicio de temporada durante las fiestas de San Isidro, su presencia se anunciaba casi como parte del cartel de las fiestas. Y así –cuentan los testigos– Hemingway ocupaba los mejores palcos y, al final de cada corrida, la concurrencia se volvía a buscar su barba blanca a la hora de saber si el matador había hecho bien o mal su trabajo.

Lo que no significaba necesariamente que las cosas fueran bien: Hemingway bebía sin límites, se veía obligado a trasladarse de feria en feria en un para él humillante Ford color rosa alquilado y con Davis al volante, los horarios de comidas eran irregulares, las noches se alargaban hasta el amanecer, la noticia de que su gran amigo Gary Cooper se estaba muriendo por un cáncer de próstata lo entristecía profundamente, y su propia salud pronto empeoró. (5) Pero no importaba. El escritor estaba dispuesto a todo: entre el 26 y el 31 de ese mes Ordóñez tenía corridas en Córdoba, Sevilla, Aranjuez y Granada. Mary, engripada, se quedó en Madrid; pero Hemingway estaba dispuesto a no perderse nada. En Aranjuez, Ordóñez sufrió una leve cornada y allí estaba Hemingway para atenderlo y –ya con trece corridas en su haber– se hizo un alto hasta finales de junio para que el matador se recuperara. El otro matador aprovechó el alto para volver a La Cónsula y arremeter en su lidia privada. “Este es un verano maravilloso”, dijo Hemingway en algún momento mientras las corridas y festejos se sucedían a velocidad de vértigo. Y agregó: “Quien no pueda escribir aquí no podrá escribir en ninguna parte”.

Pero no era fácil pasar horas frente a la página en blanco. Una foto de esos días lo muestra sentado en la cama de una habitación austera, sosteniendo un papel, con el rostro ausente, como si se hubiera perdido y no se encontrase. El gran desafío de la escritura, postuló entonces, era “la lucha entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador”. De ahí que nadie fuera más feliz que él cuando en los últimos días de junio Ordóñez retomó su gira. Así, Zaragoza, Alicante, Barcelona, Burgos y Pamplona. “Mucho más divertido que pasármela sentado sobre mi culo en Cuba obligado a tomarme en serio la política cubana”, rugió. Además, Hemingway –quien por entonces ve la muerte en todas partes, quien sólo habla de la muerte– se había convencido de ser el amuleto de la buena suerte de Ordóñez: una presencia imprescindible para que todo le saliera bien a su flamante gran colega. Ordóñez, para no complicarse la vida o lastimar al amigo, no dudaba en darle la razón. (6) Además, donde iba Hemingway iba la prensa.

La fiesta del cumpleaños del escritor coincidió con la de la esposa del torero (Carmen Ordóñez cumplía entonces treinta años) y Mary Hemingway pasó más de un mes planificando una celebración por todo lo alto en La Cónsula. Guitarristas y bailaores y fuegos artificiales y una galería de tiro en la que el escritor demostró su todavía impecable puntería disparándoles a cigarros encendidos en la boca del torero. Hemingway se mostró encantado –aunque enseguida le reprochó a Mary haber gastado su dinero en semejantes tonterías– (7) y protagonizó un episodio desafortunado con su amigo el coronel Buck Lanham, al que había conocido durante el desembarco de Normandía y quien había viajado especialmente para el magno evento. Lanham emocionó a Hemingway hasta las lágrimas con su obsequio –un ejemplar dedicado de un libro que contaba la historia del regimiento 22 de infantería–, pero cometió el gravísimo error de darle al escritor una cariñosa palmada en la nuca. Hemingway enloqueció de furia. Lanham dejó la habitación lívido e indignado y Hemingway, arrepentido, lo persiguió pidiendo disculpas y explicándole entre sollozos que se había peinado cuidadosamente para disimular su calvicie y que él, sin quererlo, había puesto en evidencia semejante maniobra o algo así. En entrevista posteriores, Lanham declaró sentirse perturbado y entristecido “por la insalubre nostalgia de Hemingway por la hombría de su juventud y la creciente obscenidad de su lenguaje”.

Cuando la aventura llegó a su fin, (8) Hemingway y Mary retornaron por separado a Estados Unidos. El escritor había invitado a los Ordóñez primero a Cuba y luego a Idaho, por lo que su esposa partió antes para encargarse de los preparativos. Y descansar un poco de su verano que sí había sido peligroso junto a su cada vez más intratable marido. Hemingway le envió desde París un telegrama diciéndole “Todavía te amo” luego de criticar varias de sus decisiones en cuanto a asuntos domésticos.

Ese último tramo del viaje también tuvo sus complicaciones: Hemingway cogió una fuerte gripe y –horror de horrores– fue perseguido por Andrew Turnbull quien se encontraba en la ciudad documentándose para una biografía de Francis Scott Fitzgerald. (9) El pasado otra vez. Hemingway lo recibió y respondió a sus preguntas con monosílabos. Su versión del asunto estaba en las páginas de sus memoirs parisinas en proceso y no iba a compartirla con un desconocido adorador de Scott, claro.

Agotado, viajó a Nueva York, llegó a La Habana (10) junto a los Ordóñez, y se presentó ante Mary con un broche de diamantes como ofrenda de paz y una maleta en cuyo interior venían las primeras 5000 palabras de su segunda aproximación al segundo de los toros y los toreros.

Hemingway estaba herido y parecía a la espera, siempre, de nuevos estoques. Cuando era joven, caía en el desánimo cada vez que terminaba un libro y lo entregaba a la imprenta y no sabía con qué seguir. Ahora era diferente: eran demasiados los libros a medio escribir –El jardín del Edén, Islas a la deriva, París era una fiesta, Al romper el alba a los que ahora se sumaba El verano peligroso–; y el problema era mucho más grave: no sabía cómo terminarlos.

Las cosas no mejoraron: de regreso en Idaho, y a mitad de camino de un periplo turístico entre el Gran Cañón del Colorado y Las Vegas junto a los Ordóñez, el torero recibió un mensaje de su hermana desde México: había decidido dejar a su marido y la crisis familiar produjo la desbandada de los españoles. Enseguida, Mary sufrió una caída mientras cazaba patos y se rompió un codo. Hemingway, por supuesto, la consideró “extremadamente quejosa”, “pésima paciente” y “un mal soldado”.

A mediados de enero de 1969, Hemingway y Mary retornaron a Finca Vigía donde él esperaba acabar con su crónica del pasado verano taurino. El problema es que –lo que se suponía debía ser un artículo de 10.000 palabras– ahora estaba fuera de todo control: Hemingway le escribió a su editor que ya había alcanzado las 63.000 palabras y que lo mejor sería postergar el libro sobre París. Cuando Aaron Hotchner –quien cumpliría las funciones secretariales de un Boswell durante los últimos catorce años en la vida del escritor– llegó a Cuba para ayudar con la edición, el manuscrito ya sumaba más de 100.000 palabras. Hotchner sugirió varios cortes importantes, Hemingway no quería oír nada sobre cortes: “Lo que he escrito es proustiano y su efecto es acumulativo”, se defendió mostrando los dientes. Finalmente, se consiguió moldear un artículo de unas 90.000 palabras y Charles Scribner Jr. lo hizo llegar a las oficinas de Life donde el jefe de redacción, Ed Thompson, exigió nuevos cortes y acordó pagar 90.000 dólares por los derechos de publicación en la revista y 10.000 más por la traducción al español. Hemingway se mostró de acuerdo, pero exigió más tiempo para un nuevo viaje a España, chequear datos (le preocupaba especialmente la práctica del limado de los cuernos del toro), tomar fotografías y volver a acompañar a Ordóñez en su gira de 1960.

Esta vez Hemingway viajó solo, no se programaron celebraciones de onomásticos, la atmósfera era mucho más sombría. Ocho días después de su llegada a Madrid, una noticia en la radio aseguraba que Hemingway había perdido el sentido en Málaga y que probablemente hubiera muerto. Hemingway –ya curtido en el fino arte de la necrológica antes de tiempo– le envió un telegrama a Mary y le dijo que todo estaba bien, pero sus cartas mostraban a un hombre angustiado que sólo respetaba a Ordóñez. (11) El resto eran basura y buitres: “Querida, no tengo ni idea de cómo acabar con este verano... Me siento tan jodidamente solo, y el negocio de las corridas se ha convertido en algo tan corrupto, y me parece tan insignificante teniendo tan buen trabajo por hacer en el futuro... Así que cada vez que me acuesto a descansar un rato aparece alguien que me da por muerto. Lo único a lo que en realidad temo es el quebrarme física y psicológicamente por demasiado trabajo... Desearía que estuvieras aquí para cuidarme y ayudarme a que no me derrumbe”. Pero Mary no acudió a su lado. Ya estaba cansada de España y, además, pensaba que Hemingway estaba exagerando y que todo mejoraría una vez que entregara el artículo.

El 2 de septiembre, Mary cablegrafió a Hemingway diciéndole que la primera entrega de El verano peligroso ocupaba la portada de Life y que era tema de conversación en toda Nueva York. Hemingway no se mostró demasiado feliz al recibir un ejemplar: “Ese horrible rostro en la cubierta”, dijo. El rostro era el suyo. Y agregó: “Siento vergüenza de haber entregado semejante trabajo”. Después, enseguida, se metió en una cama de una habitación de La Cónsula y se declaró deprimido. Guardaba silencios sepulcrales, sólo hablaba para acusar a sus anfitriones de querer atropellarlo con un auto, insistía con múltiples y cada vez más elaborados delirios persecutorios, insultaba a los editores fotográficos de Life por publicar retratos que no hacían justicia a Ordóñez y a Dominguín, (12) temía estar al borde de la ruina (un gerente de la Morgan Guaranty Trust tuvo que llamarlo para explicarle que estaba todo en orden sin que esto lo convenciera del todo), (13) le preocupaban sin razón alguna los juicios por infamia y perjurio que podrían traerle los artículos de Life y, finalmente, consintió en ser subido a un avión de regreso a casa siempre y cuando se lo autorizara a viajar con todo su equipaje a su lado y no en la bodega. La máquina de Iberia no era un jet: viaje más largo pero más seguro, argumentaba. Menos plazas a ser ocupadas por sus siempre acechantes perseguidores. Quienes lo vieron bajar por la escalerilla al llegar a Estados Unidos comprendieron que la situación era grave.

Mary decidió internarlo en la Menninger Clinic, por entonces el más avanzado centro psiquiátrico, previo paso por el St. Mary’s Hospital para un exhaustivo chequeo. Esa noche, en su habitación, Hemingway tuvo dificultades para responder preguntas sencillas como cuál era su nombre. El informe médico era casi un relato por lo extenso: ligera diabetes, hipertrofia del hígado, un curioso mal conocido como hemocromatosis (un desorden hereditario que afectaba al metabolismo por una acumulación de hierro afectando al hígado, corazón y demás órganos), hipertensión, problemas serios en la vista: “La córnea se seca, los lagrimales ya se secaron”, comentó el escritor. La cantidad de medicamentos recetados –en especial el llamado Reserpine– pudieron ser en parte responsables de una todavía más profunda depresión, argumentó el médico. Redujeron la dosis pero ensayaron una estrategia más contundente. La nueva terapia –electrochoque dos veces por semana a lo largo de más de dos meses– pareció ayudar y Hemingway volvió a Idaho, pero no demoró en recaer. En una carta a L. H. Breague, Jr. –editor en Scribner’s que entonces se ocupaba del “Libro de París” y estaba a la espera de la versión final de El verano peligroso (14)– pide que le envíen un ejemplar del Oxford Book of English Verse y una Biblia con letras grandes y, con respecto al estado de su salud, concluye: “Ya sé que tú, Max y Scribner se han acostumbrado a las mentiras de Scott; pero esto es serio”. La frase no deja de ser extraña y, al mismo tiempo, apropiada: Hemingway invoca fantasmas. Scott Fitzgerald y Maxwell Perkins y Charles Scribner llevan varios años bajo tierra. A Hemingway le preocupa más lo que piensan de él los muertos que lo que le dicen los vivos.

Se suceden los arranques de furia por el dinero que se gasta en alimentos, explosiones de llanto ante la imposibilidad de escribir (culpando de ello al electrochoque) y, una mañana, Mary lo encuentra cargando un rifle. Consigue convencerlo de que no haga una locura. Vuelve a internarlo para un más agresivo tratamiento eléctrico; lo que no resulta muy indicado para una persona que había sufrido numerosos traumatismos en su cabeza a lo largo de su ajetreada vida. Pérdida de la memoria, entradas y salidas de hospitales y nuevos intentos de suicidio: Hemingway intenta romper el candado del armario donde se guardan las armas, Hemingway corre hacia las hélices de un avión próximo a despegar, Hemingway que pasa las horas llevando un obsesivo registro de su peso y funciones corporales, Hemingway cada vez más consciente de que ya no quedaba nada que contar, que sólo faltaba el punto final a demasiadas palabras.

Una madrugada del invierno de 1961, Mary creyó oír, entre sueños, un ruido “como el de un cajón cerrándose de golpe”.

El verano había terminado.

El sol también se pone.

(En la misma colección también se ha publicado con prólogo de Rodrigo Fresán Islas a la deriva)

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