NOTA DE TAPA
Llega a la Argentina El diablo en el pelo (El Cuenco de Plata), la novela del uruguayo Roberto Echavarren que sitúa la androginia en pleno centro de Montevideo. Finalista del Premio Herralde en el 2000 y publicada en Uruguay en el 2003, narra con un lenguaje notable los avatares barrocos y nocturnos de seres que no encajan mucho en la normalidad, pero que viven con intensidad sus diferencias.
› Por Claudio Zeiger
En el principio es el pelo. Parece un tema leve, frívolo, y quizá descoloca un poco en una novela que por momentos tiene una fuerte torsión testimonial, realista. En el principio de El diablo en el pelo, el “lolito” Julián se ve en la necesidad de afirmar categóricamente: “¡No soy una mina!”, aclaración que deberá volver a hacer más adelante, en una escena en Punta del Diablo, cuando quieran sacarlo a bailar creyendo que es nena. El pelo tiene lo suyo, desde luego. Nada inocente. Fue cifra de la cultura hippie y de la rebeldía juvenil en general, como en la lejana Marcha de la bronca de Miguel Cantilo (“es mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador”) o “el extraño del pelo largo” de Litto Nebbia que, sin querer queriendo, anticipaba algo de la relación entre “rareza”, queer y pelo. No es esa rebeldía entramada con la contracultura de los ‘60/’70 la que late entre las páginas de El diablo en el pelo, que transcurre en nuestros días, pero tampoco se podría afirmar tajantemente que en esta novela inquietante por más de un motivo y –se anticipa– dueña de un nivel literario excepcional, no hay nada de aquella rebeldía ni aquella contracultura. Su autor, Roberto Echavarren, poeta, rara avis uruguaya, estudioso de las modas, los estilos y las formas de lo nuevo en la cultura, la estética y la literatura, no reniega de una estirpe de rebeldía, alternativismo, marcha persistente contra la corriente. En un cuestionario del 2003 de Brecha, con ocasión de la edición uruguaya de este libro, afirmaba: “Mi cuerpo histórico tenía que ver con la nueva música de rock, con las costumbres eróticas alternativas, con la experiencia de psicofármacos, con las minorías raciales, con una nueva capacidad crítica nacida a partir de lo que algún marxista llamaría despectivamente epifenómenos o fetichismo”.
Un dato importante a consignar a la hora de evaluar esta novela de Echavarren es la existencia de un libro de ensayos anterior llamado Arte andrógino (en su origen fue un seminario dictado en el Rojas en 1996), donde, bajo esa idea central de investigar “la estílistica de la convivencia”, Echavarren siguió los pasos del andrógino en modas, ficciones y discotecas, arte de vanguardia y vida cotidiana. Ahí, entre otros modelos, analizaba El diablo enamorado de Jean Cazotte, una nouvelle de 1772 rescatada por Gérard de Nerval, que asociaba esos dos elementos del título de la novela: pelo y diablo. En el pelo anida el diablo, y éste, a su vez, queda enlazado con el deseo de un cuerpo extraño, indeciso. Estamos en la tradición literaria y también en la temática de género, en el “área queer”, como la del Rojas. Y si se avanza en la novela, estamos también en la ciudad real o hecha realidad a través de sus tramas y cruces múltiples entre seres diferentes: diferentes al mundo normal y también diferentes entre sí.
Tomás es un hombre de edad mediana, un gay libre en la ciudad que trabaja haciendo música para obras y performances teatrales, y circula en una camioneta. Cuando esa noche, la que da comienzo al libro, conoce a Julián, el “extraño de pelo largo” no sólo dice lo suyo (“¡no soy una mina!”) sino que da pie a un largo hechizo de más de 300 páginas. Novela de celos, de pequeñas minucias de enamorados, El diablo en el pelo narra la asimetría de la relación de Tomás y Julián y, promediando la novela, ofrece un giro, que no será el famoso “giro lingüístico” pero se le parece bastante: le otorga la voz al joven taxi boy (¿o vividor?, ¿o gatito?) y éste parece querer impresionar a Tomás con una sucesión de hechos escabrosos, sórdidos e intensos asociados a la marginalidad, el robo, la violencia (aun contenida) y otras formas que se van alejando de la imagen más blanda de la androginia y haciendo que nos internemos en un territorio genetiano, o pasoliniano. Las envolturas de la novela, las implicancias de un personaje en otro, de un episodio en otro, son numerosas. No vale contar mucho más (aunque se puede señalar que la tercera parte lleva lo anterior a un nivel dramático notable), pero sí consignar que el manjar del “lolito” es servido aquí con un lenguaje suntuoso y sonoro, barroco y neobarroco, que vuelve la lectura lenta pero muy intensa.
Se lee en Arte andrógino tu énfasis en el hecho de que muy pocos libros de ficción se preocupan por los estilos, por la novedad, por lo singular y por la irrupción de lo diferente en la vida cotidiana. ¿Esa carencia de la literatura actual guió tu propio trabajo?
–En efecto, en El diablo... investigué la vida barrial suburbana del Montevideo del cambio de siglo; registré esos enlaces y maneras de vivir que son los nuestros, pero a los que no se da nombre, o sólo se da nombres obscenos. En cada caso, recorto de un contexto lo que me interesa, que suele ser también lo que ha sido innombrable hasta el presente. En el lapso de mi generación se ha levantado de a poco la censura sobre ciertos aspectos de las relaciones humanas. En los ‘60, las relaciones homosexuales estaban penalizadas en varios países de Occidente. Hoy se legisla sobre el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo en Europa y Canadá. Son pasos imperceptibles día por día, pero gigantes en el lapso de pocas décadas. Sucede algo equivalente con el aspecto de lo que antes se consideraba un hombre y una mujer. En los ‘50 era impensable que un hombre llevase el pelo largo. En la segunda mitad del siglo XX, el aspecto convencional de lo masculino y femenino ha variado vertiginosamente, y los índices de tolerancia con respecto al estilo personal, sobre todo a través de la música, nos vuelven a cada uno de nosotros un posible dandy, vale decir, somos dueños de elaborar nuestro aspecto, nuestro estilo, nuestras formas de vida. Hoy el material del arte es el cuerpo. Tanto en el ensayo Arte andrógino como en mis novelas examino la construcción de una criatura que he dado en llamar el andrógino.
¿Cómo es el correlato con lo real? ¿Dónde o cómo se expresaría el andrógino? Te lo planteo pensando en las dificultades que a veces ocasiona la cuestión queer de postular “sujetos” que luego, en la realidad, no tienen correlato evidente. O como decía una feminista con cierta sorna: hacen un guión y luego salen a buscar a los actores.
–El correlato con lo real está dado más que nada por la entrevista a Julián, que combina la narración novelesca con la crónica. En cuanto al sujeto queer, en mi caso no se trata de plantear o postular “sujetos”.
En Arte andrógino tomé como punto de partida El pintor de la vida moderna de Baudelaire. El analiza el fenómeno del dandismo: el dandy es alguien singular, se expresa por el corte de una prenda, por un modo de caer la tela. Para justipreciar estos rasgos se necesita indudablemente el “pintor” de la vida moderna, vale decir, un ojo que sepa distinguir entre la multitud indiferente y la singularidad del dandy. Si no hay ojo que distinga, tampoco hay singularidad. De modo que el “correlato evidente” resulta sin duda una ilusión. No hay consenso con relación al dandy. “¿Quién oyó? /¿Quién ha visto lo que yo?”, según Góngora citado por Lezama Lima. En varios capítulos de Arte andrógino intenté mostrar, a través de las tribus rockeras o musicales, ciertos rasgos o singularidades o innovaciones con respecto a la propia imagen que ponían en cuestión la imagen convencional de lo masculino y lo femenino. A ellos te remito. Pero reitero que el ojo estético es el filtro indispensable para recoger los rasgos del estilo.
¿Y cómo entra a tallar el pelo en todo esto? ¿El pelo en el hombre o el pelo corto en la mujer alcanzaría para garantizar la androginia?
–El pelo puede ser para alguien (el personaje Tomás, por ejemplo) un fetiche, vale decir, un centro de imantación inexplicable, o que no necesita explicación, porque es uno de los datos de la vida para él. El pelo construye a la vez la imagen andrógina y suscita o tienta como el diablo. Por supuesto que el pelo solo no alcanza. El fetiche se imbrica en un conjunto, y los datos de ese conjunto estimulan o desalientan la imantación que el pelo por sí pueda poseer. Esto tiene que ver con un enclave histórico determinado. Recordemos que en la dictadura tanto argentina como uruguaya el pelo era el foco de la represión. Había –en Uruguay– inspectores escolares que medían con regla la distancia limpia de la nuca entre el pelo y el cuello de la camisa: la norma prescribía un cierto número de centímetros. Si no cumplían con ese requisito, los alumnos no podían entrar a la escuela. El pelo es también el motivo de encarcelamiento en la Cuba de Reinaldo Arenas. ¿Por qué será? Es un factor que toca algún nervio muy condicionado por los patrones de los géneros naturalizados en una época histórica determinada, y a través de él opera una “guerra de estilo” a partir de los ‘60, desde EE.UU. hasta el Paraguay.
¿Cómo surgió la novela, si es que tiene algún origen concreto?
–Después de vivir un tiempo fuera del país, regresé a fines de los ‘90 y me interesó investigar cómo era la vida de los jóvenes en Montevideo, cómo actuaban, cómo hablaban, qué pensaban, aunque también estuve en la Argentina profunda, en las sierras de Córdoba. De la yuxtaposición de esas dos experiencias nació la novela. Es una novela de celos, como Lolita de Nabokov o Albertina prisionera y Albertina desaparecida de Proust. Pero a diferencia de esas novelas, donde el amante experimenta la pérdida del amado y jamás conoce exactamente sus sentimientos y pensamientos, El diablo en el pelo se desarrolla como un solo a dos voces; un relato en tercera persona, muy cercana al protagonista (el amante), y un relato en primera persona: la voz del amado. Busqué contrastar violentamente dos discursos muy diversos y opuestos: una voz que elabora una prosa con referencias intertextuales y densidad poética, y una voz llana, no menos contundente, el idioma hablado en los márgenes del Montevideo actual.
Si la novela se leyera parcialmente en clave realista (y creo que hay algunos elementos que habilitarían la lectura), Julián es un taxi boy más o menos recatado y Tomás un cliente, aunque no parece tener mucha necesidad de pagar por sexo. ¿Qué le pasa a Tomás?
–No es nada clara la condición de taxi para un adolescente, por lo menos en Montevideo. Quizás en Buenos Aires sea diferente, no sé. Viviendo como se le canta, es obvio que un adolescente humilde no cuenta con medios propios y necesita ser invitado por sus amigos o partenaires sexuales.
Lo curioso es que durante el primer tercio de la novela que abarca un período de año y pico, desde que se conocen hasta que termina el verano compartido en La Cumbre, Julián no le cobra a Tomás y juega el rol del simple enamorado. Es cierto que Tomás le ofrece dinero para penetrarlo, pero después Julián no le reclama ese dinero. La novela postula además la ingenuidad o la inocencia de Tomás. No sabemos nada de su pasado, es verdad, pero quizás es nuevo en ese ambiente, quizá no está reificado todavía por la actitud cínica vos sos taxi, yo soy cliente. Si hubiera sido un cínico, la novela no habría podido arrancar, habría quedado paralizada desde el vamos. Personalmente, creo que la condición del muchacho taxi es muy diferente a la de la mujer prostituta. La mujer tiene tarifas, el taxi, por lo menos en Montevideo, no. Es algo mucho más informal, y uno se lleva sorpresas todo el tiempo, en un doble sentido: quien parece taxi no lo es, quien no lo parece lo es. Julián es un actor eximio, un muchacho diferente a todos, no es nada tosco. Puede jugar muchos roles y tiene muy desarrollado el arte del engaño. Y el cobro, cuando ocurre, se manifiesta a través de artilugios. Humbert Humbert le da dinero a Lolita para lograr sus favores sexuales, pero ni por un momento piensa que la niña Lolita es una prostituta profesional.
Entiendo que la riqueza del libro no se agota en la sociabilidad gay realmente existente. Entran otras dimensiones de las que me gustaría hablar: ese lenguaje entre suntuoso y paródico, esa manera de enlazar lo alto y lo bajo. ¿Es el barroco, es Lezama, Perlongher, sos vos mismo?
–Hay algo de Lezama, de Perlongher, y algo mío, en el sentido de que mi obra poética resulta equivalente a mis novelas en su proyecto de enlazar lo alto y lo bajo, de construir un erotismo de escritura: como si cada descripción, pongamos por caso de un coito, no tuviera un referente exterior sino que fuera la recreación –y la creación– de una experiencia donde se cifra y se expone el misterio de un gozo con características particulares. Además de los autores que mencionaste, pienso que puede incluirse también a Marosa di Giorgio, con su erotismo “inventado”. Yo niego lo antropomórfico cotidiano al responder a la construcción de los géneros naturalizados del hombre y la mujer con otra construcción, con el andrógino. Marosa lo hace desplazando las figuras humanas hacia figuras animales o alucinatorias, divinas, etcétera. El lujo, la parodia, la ironía, son factores del deleite en las palabras, que es una aventura de las texturas sonoras. Y es también una aventura del pensamiento.
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