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› Por Mariana Enriquez
Pocas novelas recientes provocaron una reacción tan inmediata como Las correcciones de Jonathan Franzen. El revuelo duró poco, porque la novela se editó meses antes del atentado a las Torres Gemelas, con lo que la discusión quedó en un plano decididamente menor. Pero se puede reconstruir de este modo: Franzen era entonces un autor prometedor, a quienes los críticos comparaban con Pynchon y DeLillo (más por espíritu que por estilo), pero que sin embargo no poseía obra suficiente para su status de Gran Narrador Norteamericano. Al momento de la publicación de Las correcciones su novela anterior (Strong Motion, 1994) estaba fuera de circulación y toda la fama de Franzen se apoyaba en un artículo publicado en Harper’s en 1996, donde argumentaba sobre la agonía de la ficción literaria en la era de la imagen y aseguraba que EE.UU. todavía podía producir una novela con relevancia social que además no aburriera a las masas fascinadas por las grandes producciones cinematográficas.
A este llamado a la salvación de la narrativa norteamericana le sucedió un período de encierro: Franzen pasó unos ocho años escribiendo Las correcciones. Cuando se publicó, resultó imposible no verla como el ejemplo, la prueba, la demostración de las propuestas de Franzen. Y hubo quienes afirmaron que sí, era la Gran Novela Norteamericana; otros la consideraron un experimento fallido, y los más vocearon su decepción. Vueltas de la vida, hoy anda en varias librerías a unos 10 pesos.
Ni tanto ni tan poco. Las correcciones es una gran novela –¿quién puede saber qué es esa entelequia, ese sueño llamado Gran Novela Norteamericana?– ambiciosa, sí, pero sorprendentemente fresca. También es una novela anticuada, a veces satírica, por momentos claramente realista –aquí es donde el balance suele fallar– y con un fondo de crítica al capitalismo y cierta cultura de bienestar impostado que parece tan cara al espíritu de Estados Unidos hoy. También resulta, vista desde el 2005, una novela de época, quizá la narración más abarcadora de los ¿prósperos? y confusos años noventa.
La familia protagonista se apellida Lambert. Los padres, ya ancianos, son Alfred y Enid; él sufre de mal de Parkinson, se jubiló repentinamente sin esperar la fecha en que recibiría un dinero importante por mes. Ella vive obsesionada con la Navidad, los nietos y los hijos; demandante, neurótica, perfeccionista, Enid es una madre enloquecedora que maneja la culpa con maestría. La construcción de la pareja es impecable; la escena en que llegan a Nueva York cargados de paquetes y su hijo Chip los recibe en el aeropuerto es de verdad antológica.
Los hijos, por su parte, no pretenden otra cosa más que “corregir” con sus vidas la mediocridad y el conservadurismo típico del Medioeste, donde nacieron y donde viven sus padres. Chip es un profesor universitario especializado en crítica cultural, brillante pero disfuncional, expulsado del college por un obsesivo affaire con una alumna; fracasa en sus intentos de escribir guiones, y acaba envuelto en un fraude internacional con base en Lituania. Gary es un inversor bancario que, en la superficie, tiene una familia dinámica y agradable; pero las escenas en que se lo ve sumergido en ese infierno cotidiano de hijos consumistas y esposa permisiva son casi dolorosas (y de una empatía prodigiosa). Denise, la menor, parece la más funcional, pero es incapaz de establecer relaciones románticas sanas, sea con hombres o con mujeres.
Además, Las correcciones es una novela plagada de información: sobre mercados financieros, sobre neurología, manejo de restaurantes, estudios culturales, política interna de la ex URRS. A veces tantos datos parecen interferir, pero en realidad son necesarios para el mosaico a veces cruel y a veces tierno de esta crónica familiar que, en el fondo, intenta retratar dos generaciones de norteamericanos en cortocircuito.
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