NOTA DE TAPA
Radicado en París desde los ’60, Arnaldo Calveyra llevó adelante una destacada obra poética absolutamente al margen de corrientes y modas, muy cerca del silencio. Para acompañar la publicación de Maizal del gregoriano (Adriana Hidalgo), Calveyra vino a la Argentina. El recuerdo de su Entre Ríos natal, la experiencia de escribir dentro de una iglesia y de publicar muy de tanto en tanto son algunos de los temas de esta entrevista con el poeta.
› Por Osvaldo Aguirre
Un escritor que trabaja con el silencio. Esa aparente paradoja puede dar una medida del arte y de la intensidad con que produce Arnaldo Calveyra: no son sólo las palabras las que cuentan, sino también, y acaso sobre todo, lo que no se encuentra formulado en ellas, en sus intersticios y en los blancos de la página. Nacido en Mansilla, Entre Ríos, en 1929, y radicado en París desde 1960, Calveyra encontró en el silencio también un ámbito de trabajo, ya que después de su primer libro, Cartas para que la alegría (1959), pasó largo tiempo sin volver a publicar en su lengua. La mayor parte de la obra apareció primero en francés y su valoración local es todavía un hecho reciente. La edición de Maizal del gregoriano se inscribe en ese movimiento de recuperación de una de las experiencias más importantes de la poesía argentina contemporánea.
Cartas para que la alegría contiene al menos dos claves. En primer lugar una forma que asocia poesía y narración (y luego también la escritura teatral) y se construye sobre la base de un habla familiar, la del campo entrerriano. A la vez el libro se abría con el relato de la pérdida de ese espacio, el largo viaje en tren a Buenos Aires. Una ruptura que precisamente no acontece en su obra, vuelta una y otra vez hacia ese lugar y ese lenguaje donde encuentra “su cisterna de fábula, como el agua de regreso al manantial”. Mientras permaneció en la Argentina, Calveyra casi no tuvo contactos con escritores, a excepción de Carlos Mastronardi, quien lo tomó como discípulo; en Francia, aunque fue amigo de Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, se afirmó en la soledad de esa lengua a la que ha vuelto propia. Como cuenta en “Apprende le français”, un texto de Iguana, iguana (1988), las palabras se resistían a ser traducidas, mostraban “la paciencia de fierro que tienen las cosas amadas de no querer pasarse de frontera” y reclamaban su ámbito.
El origen de Maizal del gregoriano remite a unas notas que tomó en la abadía benedictina de Solesmes, en 1962, cuando hizo un retiro tras la muerte de su madre. El canto gregoriano de los monjes evoca el ruido del maizal, tal como se lo oyó en la infancia, una “canción dejada por muerta en lomas junto a las costas del Uruguay”, y pone en movimiento la escritura. La lluvia trae voces de otro tiempo, “el hilito nacido y criado en las lomas entrerrianas”, pero en sucesivas expansiones de ese núcleo el texto evoca un pasado más amplio, el del descubrimiento de América, o más bien el descubrimiento del maíz, a través de los diarios de Colón, e integra otros relatos, como el mito de Salomé, la bailarina que pidió a su padrastro Herodes la cabeza del profeta Juan. El libro relata una experiencia que se consuma en un lapso breve, entre una madrugada y un amanecer, y se proyecta en la Historia a través de fragmentos que integran la prosa, el verso y el diálogo teatral. O ninguna de esas formas, sino la manera en que escribe Calveyra, su ritmo.
Calveyra pasó tres semanas en la Argentina, a propósito de la salida de Maizal del gregoriano, y concedió esta entrevista poco antes de regresar a París.
¿Cómo escribió Maizal del gregoriano?
–Hace unos diez años encontré una nota perdida, extraviada en un cuaderno, que aludía a la experiencia de escuchar el gregoriano en Solesmes. Eso fue cuando llegué a la abadía de Solesmes, en 1962. Me encontré con que el gregoriano era un maizal. Me encontré con un viento que hablaba en esa forma, con esas bocas abiertas. Para mí oír eso fue oír un maizal al viento. Era el ruido que hacía el maizal en el campo entrerriano. Cuando yo era chico salía al campo y el maizal, cuando había viento, hacía ese sonido que después escuché en Solesmes, sin hiato. Por eso el título, que no es ninguna metáfora, es lo que yo escuché. Y la nota que encontré en el cuaderno estaba viva, estaba bien. Ahora no sé qué nota es, si quedó o no quedó, me olvidé completamente. Lo cierto es que el libro sale de esa nota, hay que agradecerle a esa nota que el libro exista. Me dio ganas de agarrar por ahí y, bueno, para bien o para mal está el libro.
Otros libros suyos también partieron de textos escritos mucho tiempo antes. El Diario del fumigador de guardia pasó treinta años en un baúl. ¿Cómo se producen esos reencuentros?
–Fijate vos que también he encontrado cosas que no sirven para nada. Lo más común es eso: encontrar cosas que no te calientan para nada. Lo del Diario del fumigador de guardia fue lindo porque hice esa experiencia como fumigador de barcos y después me fui a París. Pero estaba ese libro, en el fondo de mi casa. Había venido una creciente y estaba todo manchado, la tinta era de estilográfica, no de una birome. Pero claramente escrito todavía, me lo llevé y lo trabajé, lo reescribí.
¿Cómo es eso de encontrar vivo algo escrito hace tanto tiempo?
–Es lo que todavía interesa. Y hay cosas que mueren adentro de los cuadernos. Yo anoto mucho, en el subterráneo, cuando voy a caminar, en cualquier parte. A veces me sucede, no sé por qué misterio, que voy a esas cosas y me gusta hacer un cómputo, a ver qué pasa con todo eso. Porque en general todas esas notas son para pasar el momento.
En Maizal del gregoriano se recuerda a sí mismo como “un entrerriano recién llegado en busca de retiro y de silencio”. ¿Cómo asocia el deseo de silencio con la creación poética?
–Me encanta la palabra cuando está distante. De otra manera no encontrás la poesía. Cuando la palabra está imbuida de silencio. Cuando es palabra pese a ella, cuando más fuerte es el silencio en la palabra. Esa es la poesía, cuando hay más silencio que palabra.
¿Cómo se inscribe, cómo se lee el silencio en los textos?
–Es un toque. No hay reglas para leer poesía. Yo se cuándo está y cuándo no. Siempre estuve con ese problema, porque yo creo que la palabra poética nace del silencio. Después es palabra, pero primero es silencio. Fijate vos.
En Cartas para que la alegría se evocan “las palabras de arar, de moler el maíz, de ir al pueblo”: la lengua como un dominio familiar. Y en Maizal del gregoriano hay un llamado a “no poetizar la voz” para abrir paso a las voces que emergen. ¿Es aquel mismo pasado?
–Seguro. Pero más cerca del pasado está ponerse en órbita, ponerse en función de una página. Eso a veces sucede y a veces no, rotundamente. A veces uno da con un hilo de agua, con una napa, con una longitud de onda y se introduce. Y a veces estás como sordo y mudo. Me interesan las palabras si llegan a dar un poema, si llegan a ponerse en ritmo, en temperatura, suficientemente como para que uno pueda volver a ellas. Está el diario, que da un nivel de información, pero después la información pasa a segundo plano.
¿Qué produce esa temperatura de las palabras?
–Juntar unas con otras, que choquen y den chispas. Calentarlas de tal manera que entonces uno las ve mejor. Porque hay una luz también. A la vez que dan silencio las palabras dan luz. Y calor. Calentar las palabras es estar con ellas.
¿Cómo pudo seguir escribiendo en su lengua estando tan lejos durante tantos años y mantener a la vez el contacto con su mundo de origen?
–No tuve ningún problema. Eso venía a mí. Es un envión que empezó hace más de cincuenta, de sesenta años, y sigue, por suerte. Es un envión en el tiempo, no en el instante. A veces se me olvida un nombre, alguien que hace mucho no menciono, pero las palabras que me sirven para escribir las tengo: las jitanjáforas de la escuela primaria, del campo, las palabras de los corros, de las rondas que hacíamos chicas y chicos en el patio. Eso viene desde entonces: (entona) “zapatito de charol, mediecita de licor”; “lapicera color de ciruela”... Los puse un poco como recuerdo en Maizal. En la discusión (con otros escritores argentinos radicados en París) se podía tal vez hablar de literatura, pero no de la nuestra, sino de literatura en general. Yo me arreglé siempre solo. No tuve personas que me lean, antes de publicar. Soy muy solitario, estoy en una pieza, escribo en una pieza.
En el libro, el pasado llega con la lluvia: “la lluvia conversadora de Entre Ríos”. ¿Cómo es eso de que la lluvia habla?
–Es una lluvia con entonaciones conversacionales. Estás hablando con alguien, algunas lluvias te cuentan cosas. Tiene que ser la lluvia en el techo, en una cosa fabricada por el ser humano. No creo que en el campo, no creo que ese recuerdo venga del campo. Puede ser con los árboles, ahí también se arma un diálogo, que nunca es dramático, a menos que caiga un rayo. Pero una lluvia-lluvia, sin otro aditamento, es alegre. Tengo recuerdos de grandes alegrías escuchando la lluvia. Me encantaría volver a Entre Ríos para ver en qué momento puedo volver a encontrarme con esa conversación con matices, con pausas. En este viaje de ahora fui a Concepción del Uruguay, donde terminé el bachillerato y tengo amigos queridos, que me llevaron hasta Mansilla. Pero siempre voy poquito, nunca me quedo a dormir, porque no hay lugar. Algún día, tal vez.
En Maizal del gregoriano dice que “más allá de la forma no hay nada”. Precisamente en su escritura hay un sentido de la forma particular, que atraviesa los géneros convencionales.
–Cerca de esa frase hay una alusión al teatro religioso. Un amigo griego decía que el teatro religioso existe, está todo armado, se aprenden los pasos, se aprende a mover una mano, a caminar en el escenario, y después no hay nada. Ese movimiento es para enmascarar la nada, algo que necesitamos para seguir viviendo. Para no decir que la nada está ahí. Después de la forma, entonces, no hay nada: pero es más bien una pregunta para la que no tengo respuesta. Yo creo que en Maizal hay una obra de teatro, espero verla. Alguien la va a encontrar, oscuramente sé que hay una dramaturgia.
¿No encuentra diferencias entre escribir poesía, teatro o narración?
–Porque siempre busco lo mismo, que las cosas tengan una cierta calidad de interés. Qué decirte, que las cosas tengan una cierta gravitación en el lector posible, empezando por mí, que soy el primer lector. Que tengan un cierto peso y duren un poco. No mucho, pero que duren. Y así escriba el poema más abstruso, estoy contando algo. Como la lluvia, después de todo. Por ganas de conversar, de molestar a la gente (ríe).
Volviendo a su primer libro: ¿Carlos Mastronardi intervino en la lectura, en la edición de esos textos?
–No. Creo que para él fue una especie de asombro, que yo saliera con eso después de diez años de trabajar con él. No se esperaba ese estilo. Yo salí con el campo de Entre Ríos, sofisticado a causa del ritmo pero crudo a la vez, porque ahí hay cosas de habla popular. Se asombró mucho. Bueno, está el artículo que escribió en la revista Sur sobre ese libro. Y una vez me dijo, en una carta: “me gustó mucho el primer poema”. Cartas para que la alegría es el corolario de mi trabajo con él, de alguna manera. Pero fijate qué maestro excepcional habrá sido que me dejó libre en el momento de la elección o no elección de mi estilo. Intervino para que yo encontrara editor, eso sí. Aristóbulo Echegaray se llamaba. Un amigo de él, radicalísimo, se llamaba así por Aristóbulo del Valle. Tenía una editorial y yo pagué para publicar. No hace mucho encontré la nota diciendo que yo había pagado tanta plata. Incluso pagué en cuotas.
Después de ese libro pasó más de veinte años sin publicar nada en la Argentina hasta la reedición del mismo libro con Iguana, Iguana.
–Y en Francia tampoco, salvo una obra de teatro, Moctezuma, en Gallimard. Y después en 1983 salió la edición francesa de Cartas y la cosa comenzó a andar más rápido. A través de Juan Gelman, que me daba sus libros en París, conocí a José Luis Mangieri. Gelman quiso que publicara Mangieri la reedición de Cartas, porque le gustaba mucho. Yo no tenía contacto con los poetas, mi conocimiento de la poesía argentina era parcial. En un viaje que él hizo conocí después a Jorge Fondebrider, que creía que yo escribía en francés. Cuando vio que los originales eran en castellano los trajo a Buenos Aires. Pero durante añares no hice nada por publicar. Los editores, para mí, no existían. No me preocupaba, estaba trabajando. Fue un gran silencio, pero yo trabajé en ese silencio. Y ahora tengo mucha, mucha cosa escrita. Escribir es como una incontinencia. Hay grandes escritores que se quejan de los momentos de vacío. Desgraciada o felizmente no tengo ese problema, yo puedo sacar algo de mí.
La escena de la escritura, el hecho de tomar notas e incluso de escribir el libro, suelen estar presentes en sus libros y aparecen con insistencia en Maizal del gregoriano.
–Sí. En la iglesia tomo notas, estoy trabajando, estoy escribiendo el libro ahí mismo. Es el libro que se escribe a sí mismo, prescindiendo casi de mí. Yo pongo la mano, y el contexto pone el libro. No sé cómo decirte. Es como un libro sin autor, porque mi mano funciona de manera casi sonámbula. Estás ahí, estás funcionando y a la vez estás completamente aplazado por el mundo que te rodea. No existís. Antes yo pensaba que me había pasado en función del Libro de las mariposas, que escribí completo en Solesmes, en esa semana que pasé en la abadía. Pero esto no, no tengo recuerdo de haber estado como supeditado, como anulado, viste, por lo que pasaba, por los ritmos del gregoriano, yo estaba más bien en función del otro libro, que lo guardé también hasta que salió, hace cuatro años. Para mí el Libro de las mariposas era un libro que tendría que haber estado guardado, un libro póstumo. Me parecía muy íntimo, por la muerte de mi madre. Me equivocaba yo, porque el libro funciona y cierto, la circunstancia es ésa, la muerte de mi madre, pero no es un libro de autoexpresión, es un libro que, me dijeron, está en la literatura. Me explicaron que yo no tenía razón. Yo lo quería guardar para mí, viste. Quería tener un libro propio. Porque los libros publicados no son propios.
¿Y por qué tener un libro propio?
–Porque sos dueño de un libro. Un libro que nadie conoce. El Libro de las mariposas se lo mandé a un amigo español, dudé hasta de hacer eso. Dos o tres días después me llamó por teléfono: “por favor, sacalo”, me dijo.
¿Qué le parecen sus poemas traducidos al francés?
–No sé cómo son. No conozco el francés en ese grado de dificultad en que se pone la poesía. Para los traductores, están llenos de dificultades. Laure Bataillon decía que yo era el más difícil para traducir. Claro, el francés tiene que desplegar lo que está plegado en castellano. En castellano el sujeto puede estar al final, pero en francés debe estar al principio. Entonces es una tarea ímproba.
¿Cuándo considera terminado un libro?
–Ahí me agarraste. En todo caso no lo releo. Maizal del gregoriano tiene unas cincuenta relecturas. Llega un momento en que dejo de releer. Entonces es ahí cuando está terminado. Será que ya me cansé, aunque me canso muy tarde, porque soy bastante tozudo.
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