NICOLáS OLIVARI
Fue el poeta amargo de una década feliz, entre los ’20 y los ’30, en una ciudad triste y luminosa llamada Buenos Aires. Un libro recoge sus tres volúmenes de poesía de esa década: La amada infiel, La musa de la mala pata y El gato escaldado. Una buena oferta de tres en uno.
› Por Juan Sasturain
Poesías 1920-1930
Nicolás Olivari
Malas Palabras Buks
175 páginas.
El lector debe leer “La costurerita que dio aquel mal paso” –sí, un soneto como el de Carriego pero arrasado de ironía–, “Nuestra vida en folletín” y “Antiguo almacén A la ciudad de Génova” y después me dice. Ahí hay poesía de la buena, donde hincar el diente, quedarse y masticar. Con un gusto extraño, eso sí. Nicolás Olivari (1900-1967), sobre todo como poeta –ya que escribió también cuentos, alguna novela, teatro y radioteatro, crónicas, películas, un tango famoso que grabó Gardel: “La Violeta”–, es un autor incómodo, difícil de clasificar y sobre todo de manipular críticamente. Incluso para el lector que entra sin aviso ni vacuna –o, a la inversa, con prejuicio o preconcepto positivo– suele operar una fuerza centrífuga, una cierta resistencia que impide o dificulta entrarle con facilidad. Esta edición cuidada y fervorosa de sus tres primeros libros de poesía escritos a lo largo de aquella década prodigiosa para la lírica argentina –los años veinte, los de “los últimos argentinos felices”, según dicen– comprende más de ochenta piezas desparejas en calidad pero uniformadas por un inconfundible y poderoso aliento. La amada infiel (1924); La musa de la mala pata (1926) y El gato escaldado (1929) se leen como un único y originalísimo poemario que no se parece a nada coetáneo. Porque si bien Olivari pertenece a una generación, a una ciudad y a una condición social precisas –que él subraya a menudo, en los versos y en los textos que suele acoplarles como prólogos y comentario–, puesto a escribir rompe con todo, se va de cauce y de causa, sale de lugar, patea intencionadamente el tablero.
En el esquema habitual con que se describe ese momento de la poesía argentina, se redunda en la oposición Boedo-Florida, el barrio y el centro. Groseramente, la iz- quierda, la prosa (Yunque, Castelnuovo, Mariani, Barletta) y el compromiso social de un lado; la vanguardia experimental, la poesía (Girondo, Borges, Marechal, Molinari) y el arte por el arte, del otro. Menos Oliverio, que era más grande y lúcido –sin contar las figuras patriarcales de Macedonio y Güiraldes–, todo el resto de los que vale la pena acordarse eran pibes brillantes de veintipico. También tenían esa edad los fronterizos y tránsfugas que no encajan del todo en el esquema simplista: los dos González Tuñón, Arlt y este Olivari, nada menos. Ese grupo que no es tal ni programático, es por muchas razones de lo más interesante. Da cuenta de una mirada y un “estado espiritual” rico en contradicciones –que son las de la ciudad–, menos sujeto a dogmas y más pegado a la calle, sin redencionismo social a la Carriego ni el turismo urbano del primer Borges. Lo suyo será el grotesco: el ejercicio de un humor amargo ante la sordidez.
Olivari viene de los barcos –la raíz tana es muy fuerte, como en los Discépolo– pero ya no extraña il paese como el ancestro inmediato que alimentó el grotesco; viene del barrio humilde pero recala en el asfalto y las luces del centro –itinerario tanguero, sin su carga sensiblera–, pero, sobre todo, viene de la literatura: como Arlt se carga de Dostoievski y alucina fuera de programa; Olivari sale a la calle con la cabeza llena de Villon, de Lafforgue, de Baudelaire, y pinta y cuenta desde esos modelos revulsivos. Con vocación de dandy y marginal, se piensa poeta maldito mientras trajina en la redacción de Crítica, rema con “prosa asmática” bajo la tutela del capital. Ahí están las tensiones básicas –lo individual y lo social– entre el ideal y la miseria, belleza y fealdad, todo a flor de piel y sin resolver. El resultado es una tristeza sin melancolía, el tedio sin atenuantes, la rabia destilada en puteada, escupida y mueca; el poema de versos disonantes, cojos, autoconscientes de su rareza.
Hay una pareja clave en casi todos los poemas: por un lado el yo lírico, la voz cantante –el joven enamorado, el periodista asalariado, el cliente ocasional, el paseante cínico– y enfrente, con el lector de testigo y a veces de interlocutor, ella en sus tres versiones: la novia inicial que compartió los perdidos sueños adolescentes –el cine de barrio encarna ese universo de deseos insatisfechos: de la pantalla a la butaca– y que deviene la sórdida compañera de la rutina matrimonial; la empleadita, dactilógrafa o modista, sometida y expuesta a un mercado perverso y desigual; y finalmente, abyecta y triunfal, la “puta de dos pesos”, la yiranta, la carne callejera que saltó el cerco de la decencia. La novedad no es el tema sino la mirada al ras, solidaria y cruel a la vez: el poeta comparte con la yira –retórica pero sinceramente a la vez– un mismo horizonte de frustraciones sin salida: “Me gustaría tentar otro destino; / pero ya es tarde, / y estamos clausurados por la desdicha / y por la democracia”.
Sin embargo, el escandaloso, amargo y provocador Olivari no es, por entonces, literariamente un marginal. Reconocido por el Malevo Muñoz en la famosa dedicatoria a La crencha engrasada –que es de 1929– como uno de sus “rivales en el cariño de Buenos Aires” junto a Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges, gana el Premio Municipal en ese mismo año con El gato escaldado y entra en la Década Infame (o sale de la Fiesta) con una soberbia Canción de los libros futuros. No habría mucho que cantar, para él.
En los treinta, los poetas jóvenes maduraron cada uno a su manera, se dispersaron llevados por la Historia y no por la estética: Tuñón encontró la militancia sin perder, en general, la poesía; Marechal, Bernárdez y otros se descubrieron católicos, se hicieron clásicos y brillantemente formales; Borges abominó saludablemente –creo yo– de los sarpullidos de la vanguardia. Molinari se decantó aún más lírico. Olivari endureció aún más sus gestos y, como Girondo, casi tocó el silencio: Diez poemas sin poesía (1938) editado por Destiempo, el sello de la revista de Bioy y Borges, lo dice todo de salida, y Los poemas rezagados (1946) que él mismo editó son casi una declaración jurada de marginalidad consentida. Adhirió políticamente al peronismo –un gesto más que lo acerca a Discépolo: los escépticos que creyeron– con todas sus consecuencias y dejó un poema al 17 de octubre en que suenan los descamisados como una letanía.
Cuando murió, en 1967, dejó un sillón vacío en la Academia Porteña del Lunfardo y un libro en prensa que sacó Jorge Alvarez, las crónicas de Mi Buenos Aires querido. Algo de lo mejor de su legado –y de su poesía– lo había publicado tres años antes en una tímida edición de Trenti Rocamora y se llamó Pas de quatre. Ahí hay un poema en homenaje a Toulouse Lautrec insoslayable. Como muchos de los reunidos acá.
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