NOTA DE TAPA
› Por Claudio Zeiger
“¿Y si las profundidades que yo buscaba estaban vacías?”
Carlos Correas en Los reportajes de Felix Chaneton
Hablar de Carlos Correas escritor (esto es, recortarlo en parte de su dedicación a la filosofía, la docencia, la sociología de los bajos fondos y el ensayo confesional) es quizás un ejercicio temerario e inútil a cinco años de su muerte (acaecida el 17 de diciembre de 2000). Correas maldito y atrapado en los círculos estrechos de la intelectualidad más lúcida de la ciudad de Buenos Aires, santo y seña de la bohemia más rigurosa; Correas el desconocido por otros escritores, lateral, secreto guardado bajo varias llaves en inexpugnable cofre. ¿Por qué sacarlo de ahí, por qué intentar querer darle ahora rango literario y, en el intento, volverlo un poco menos áspero, un poco más accesible? Justificaciones posibles: porque Un trabajo en San Roque, la edición de sus relatos inéditos acompañados de los ya conocidos “El revólver” y “La narración de la historia”, así lo habilita. Tomemos un respiro, hablemos de Correas escritor porque esto ahora es posible. Quizá, milagrosamente, se reedite su otra obra literaria, Los reportajes de Félix Chaneton, que aún persiste en algunas mesas de saldo. Algo de amor por la literatura, por la novela negra, por conexiones quizás insospechadas (¿Correas lector de Burroughs?), por el humor disolvente, segregan estas páginas desangeladas, empapadas en alcohol. Un trabajo en San Roque, a su manera, baja el telón. Se terminaron, vida y obra, y –menos evidente– se llegó a alguna parte con la obra. Una figura se arma: “El revólver” como cuento iniciático; “La narración de la historia” como el momento de crisis, ruptura; las dos trilogías que se pueden enfrentar en espejo, separadas probablemente por unos veinte años.
“¿Y si las profundidades que yo buscaba estaban vacías?”
No es que haya una respuesta tajante. No es que Un trabajo en San Roque venga a contestarle a esa pregunta formulada por Correas en Los reportajes... que sí, efectivamente, las profundidades estaban vacías a llenas, o semivacías. Se trata de otra cosa: el mismo escritor que llenaba densamente su narración, la hinchaba hasta forzarla de sentidos, le insuflaba existencia y carnadura a la obra literaria; ahora, en su versión terminal y alcohólica, lleva a cabo el movimiento contrario: vaciar la narración, adelgazar la literatura hasta verle los huesos, esquematizar las tramas y los personajes, mostrar los cimientos grotescos de la vida mediante diálogos altisonantes que parecen saturados de palabras importantes. Hasta que de pronto, un hecho irrumpe, todo se precipita (generalmente revólver en mano) como en el final apresurado de una obra de teatro que debe concluir porque vienen a arrestar a los actores. Personajes como marionetas congeladas en un escenario de pesadilla y sopor; existencias congeladas. Esta es la materia prima de los dos primeros relatos de esta trilogía (“Doctor Manty” y “Madre, Vivi y Miguel”), mientras que en la tercera y más extensa, la nouvelle Un trabajo en San Roque, efectivamente aparece el esbozo de un género, la novela negra, de la que Correas trabaja el hueso más pelado. La novela negra es la forma apta para enunciar el adelanto inexorable del capitalismo “con todos sus estragos, con todas sus casuales zozobras y sus grandes beneficios”, pero también para dotar de un poco de encanto (de abyecto glamour, si cabe la expresión) a la figura detectivesca de un profesor de 55 años al que le encargan un “trabajo” en un pueblo chico/infierno grande. La conciencia lúcida y alcohólica de este profesor no difiere mucho de la de Philip Marlowe, pero no hay nada de entusiasmo en Correas por trabajar con o en el género. Hay aquí una sequedad irremediable, hay que decirlo, empapada todo el tiempo en cerveza (cerveza con whisky, y vino malo) pero como una esponja, su narrativa se queda seca de nuevo enseguida y pide más. Y entonces estamos más cerca de la respuesta a la pregunta sobre el verdadero contenido de la profundidad.
Los misterios de la ciudad
“Pensábamos que la ciudad tenía una clave secreta y nuestra tarea era develarla”, escribió Juan José Sebreli en su memoria de Carlos Correas. “La buscábamos frenéticamente en el tumulto del bajo fondo, situados tanto en el arrabal como en el centro, el desaparecido parque de diversiones de Retiro, los alrededores de las estaciones ferroviarias, cafetines sospechosos, cines prostibularios. Estas excursiones hacia el mundo lumpen estaban impregnadas, como todo lo nuestro, de arte y literatura.”
Los reportajes de Félix Chaneton abre con una novela sorprendente para la literatura argentina. Rodolfo Carrera: un problema moral es precisamente la búsqueda de esa clave secreta de la ciudad mediante una deriva urbana empapada de arte y literatura. Las lecturas de Correas reconocen un corazón duro. Jean Genet, Roberto Arlt, el policial negro, vienen en auxilio del narrador que recrea la vida clandestina en la ciudad de los años ’50, pero no se mimetiza con sus autores favoritos sino que trata de abarcarlos en una fórmula superadora. Es precisamente la poética del cross a la mandíbula arltiana la que más lo apela y de la que busca tomar distancia al decir explícitamente en Los reportajes de Félix Chaneton: “Quiero el lector más consciente y total; de ningún modo el lector más correctamente culto o el más contemplativo o el más práctico, sino el que más hondo ha llegado en la condición humana. Sé de antemano que estos hombres existen; los deseo y quiero como mis lectores; deseo y quiero trabajar para ser digno de ellos. Para ellos el cross a la mandíbula, que en su momento fue un absoluto, ahora, en los nuevos tiempos, es insuficiente; ahora se necesita una fuerza superiormente penetrante y cabal, aunque ésta, por otro lado, no sea sino la heredera más rica de aquel cross”. (Curiosamente, en Un trabajo en San Roque va a ir un paso más allá, cuando un personaje, alejado del ya lugar común de que Arlt hacía ficción profética asevere que “la locura de los siete locos es ya bazofia. Hizo efecto en su época. Pero no ahora. Roberto Arlt ya está hecho pura nada. El país ha cambiado. Arlt es de otra época”.)
Las tres nouvelles de Los reportajes transcurren entre el comienzo del posperonismo y los agitados días del ’73, precisamente en el ámbito universitario; en Un trabajo en San Roque efectivamente el país ha cambiado, y como señalan Jung Ha Kang y Eduardo Rinesi en el prólogo, “se vislumbra el retrato de la degradación moral y la miserabilización de las vidas en la Argentina de fin del siglo XX” pero no como contexto o marco que estos individuos vendrían a padecer como víctimas. Ni víctimas ni inocentes, quizá los personajes de Un trabajo en San Roque están más cerca del deseo de ser victimarios.
Sebreli da algunas pistas acerca de las armas que Correas fue cultivando desde la primera juventud y que previsiblemente son las que confluyeron en la escritura de sus trilogías. El aceitado manejo de la retórica existencialista (Sebreli pone como ejemplos las cartas que se enviaban y las dedicatorias de los libros) es una de las principales. El colectivo El Ojo Mocho (en el homenaje que le dedicó la revista en 2000) la calificó “como el máximo artificio de la retórica existencial: decir con delicadeza un fondo lóbrego de la vida que nadie podría revelar. Por poco que fuera, dejaba una vibración en el aire y el vago sentimiento de la antigua alianza entre escritura y existencia”.
Clandestina, difícil, intrincada; así es la literatura de Carlos Correas, no hay que negarlo. Y para decirlo con un lugar común pero pertinente: literatura sin concesiones. Este tomo recién editado permite confirmar en todo caso que no se trata de una dificultad caprichosa o cultivada como una forma de snobismo. La constante desde “El revólver”, pasando por el intrincado episodio del juicio por “La narración de la historia” hasta los relatos inéditos muestran una dificultad auténtica, real, con la literatura. Una pelea que muchas veces se definió contra la literatura. El juicio por la publicación en la revista Centro vendría a representar el momento en que esa dificultad se vuelve exterior a sí misma, se pone blanco sobre negro y hace crisis: fueron muchos años los que Correas se llamó a silencio después de ese recibimiento judicial a su ficción. Y hablando de la posibilidad de un estilo: la aspereza de los modelos originales le terminó ganando la batalla a la elegante esgrima de la retórica existencial. Un trabajo en San Roque deja el sabor de una literatura antiliteraria y no por brutalismo, todo lo contrario. Destila una natural desconfianza a cualquier posibilidad de sensibilizar y sensibilizarse en el relato de meras ficciones; se va dejando ganar por algo maquínico y sólo en los momentos reveladores encuentra picos de exaltación epifánica.
Unos párrafos impostergables sobre el sexo y el alcohol en estos relatos (sobre todo viniendo de la pluma de quien había acuñado la frase “un whisky me lleva a la mujer, dos al travesti”). Hay algo aparentemente obcecado en la sexualidad de estas páginas, sobre todo si se las pone frente al espejo de la homosexualidad casi puritana y nada orgullosa de sí de la primera nouvelle de Los reportajes. No son travestis, precisamente, sino la versión distorsionada de esas jóvenes alumnas impolutas que se insinuaban en el relato final de Los reportajes y con las que no hay relación posible. Mientras tanto, el alcohol es una manera de ver la vida, un prisma, un filtro. Alcohol y sexo empiezan a formar un círculo hermético que se va desplazando sobre el tenaz fondo existencial de una vida que llega a su fin, a un destino. Uno podría pensar que la latencia de cada página es el suicidio (finalmente concretado por el autor) pero en el espejo invertido vendría a ser su opuesto, el asesinato. Es posible que en estas ficciones el crimen sea la forma ficticia del suicidio, pero leerlas en plan absolutamente autobiográfico puede ser un tanto abusivo.
Lo que sí deja la lectura de Correas literato es la fuerte sensación de estar asomándose todo el tiempo a su memoria (lo que no es lo mismo que su autobiografía), a sus memorias. Es verdad que esa explícita referencia a hechos pertenecientes al pasado es mucho más fuerte en Los reportajes que en Un trabajo en San Roque, donde se cuela el presente, nuestro presente, con su infinita falta de gracia y carencia de aventuras genuinas.
Lo que persiste, lo que sostiene el andamiaje de estas nouvelles reflejadas unas en otras, el hilo tenue que a veces las une y une a Correas a la literatura, también tenuemente, es ese vago sentimiento detectado por sus amigos de la revista El Ojo Mocho: la antigua alianza entre literatura y existencia. Cada vez más difícil de renovar, cada vez más difícil de conseguir.
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