Sábado, 24 de diciembre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Radar reproduce el discurso de fuerte contenido político que el dramaturgo y poeta Harold Pinter pronunció en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de literatura.
Por Harold Pinter
En 1958 escribí lo siguiente: “No existen fuertes distinciones entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa; puede ser a la vez verdadera y falsa”. Creo que estos juicios todavía hacen sentido y aun pueden aplicarse a la exploración de la realidad a través del arte. Como escritor, los sostengo, aunque no puedo hacerlo como ciudadano. Como ciudadano debo preguntar: ¿qué es verdadero? ¿Qué es falso?
La verdad en teatro siempre resulta elusiva. Nunca se la puede hallar de modo absoluto y, sin embargo, es obligatorio buscarla. La búsqueda es lo que obviamente dirige el esfuerzo. La tarea de uno es esa búsqueda. Las más de las veces, uno tropieza con la verdad entre tinieblas, chocándose con ella, o apenas entreviendo una imagen o una forma que parece corresponder a la verdad, a menudo sin advertir que uno lo ha hecho. Pero la verdad es que nunca hay algo así como una verdad única en el arte dramático. La mayoría de las obras se engendran merced a una línea, a una palabra o una imagen. La palabra a menudo es seguida estrechamente por la imagen. Daré dos ejemplos de dos líneas que se me aparecieron en la cabeza como de la nada y fueron seguidas por dos imágenes, a las cuales yo seguí a mi vez.
Las obras son The Homecoming (El regreso) y Old Times (Viejos tiempos). La primera línea de El regreso es ‘¿Qué hiciste con las tijeras?’. La primera línea de Viejos tiempos es “Oscuro”. En ambos casos no tengo más información. En el primer caso alguien estaba obviamente buscando un par de tijeras y le preguntaba eso a alguien de quien sospechaba que seguramente se las había robado. Pero de algún modo supe que la persona a quien se dirigía no le iba a dar un carajo las tijeras, ni siquiera le iba a contestar. “Oscuro” lo tomé de la descripción del cabello de alguien, el cabello de una dama, y fue la respuesta a una pregunta. En ambos casos me vi subyugado a ver qué ocurría. Esto ocurrió visualmente, en un muy lento fundido, de la sombra a la luz.
Siempre empiezo una obra llamando a los personajes A, B y C.
En la obra que luego fue El regreso se ve a un hombre que entraba a una habitación miserable y le preguntaba algo a un hombre más joven que estaba sentado en un sillón horrible, donde leía un folletín hípico. Sospeché vagamente que A era el padre y B su hijo, pero no tenía pruebas. Sin embargo me lo confirmó un poco después cuando B (que luego se convirtió en Lenny) le dice a A (luego Max), ‘Papá, ¿no te importa si cambio de tema? Quiero hacerte una pregunta. La cena de la otra vez, ¿cómo se llama eso que comimos? ¿Cómo lo llamarías? ¿Por qué no te comprás un perro? Sos un cocinero para perros. En serio. Te creés que estás cocinando para un montón de perros’. Entonces ya que B llama a A ‘Papá’ me parece razonable asumir que son padre e hijo. A era entonces el cocinero y su comida no parecía gozar de alta reputación. ¿Esto significa que allí no hay una madre? No lo sé. Pero, como a veces me digo a mí mismo, nuestros comienzos nunca saben nuestros finales.
‘Oscuro.’ Una amplia ventana. El cielo del anochecer. Un hombre, A (luego sería Deeley), y una mujer, B (luego Kate), que están sentados tomando tragos. ‘¿Gordo o flaco?’ pregunta el hombre. ¿De quién hablan? Pero entonces veo, apoyada en la ventana, a una mujer, C (luego Anna), iluminada bajo otra luz, de espaldas a ellos, su cabello oscuro.
Es un momento extraño, el momento de crear personajes que hasta ese momento no tenían existencia. Lo que sigue es irregular, incierto, hasta alucinatorio, aunque a veces pueda ser una avalancha imparable. La posición del autor es extraña. En un sentido no es grato a los personajes. Los personajes se le resisten, no es fácil convivir con ellos, son imposibles de definir. Ciertamente no se les puede dictar lo que tienen que hacer o decir. En cierto grado jugamos con ellos un juego de nunca acabar, del gato y el ratón, la gallina ciega, las escondidas. Pero finalmente nos encontramos con gente de carne y hueso, con voluntades y sensibilidades individuales, hecha de componentes que uno es incapaz de cambiar, manipular o distorsionar.
El teatro político presenta un conjunto de problemas enteramente diferente. El sermoneo debe evitarse a toda costa. La objetividad es esencial. Se les debe permitir a los personajes que respiren su propio aire. El autor no debe confinarlos y obligarlos a satisfacer su propio gusto o disposiciones o prejuicios. Debe estar preparado para aproximarlos a una variedad de ángulos, a un rico y desinhibido rango de perspectivas, tomarlos por sorpresa en ocasiones, pero sin embargo darles la libertad para que sigan su propia voluntad. No siempre funciona. Y la sátira política, por supuesto, no adhiere a ninguno de estos preceptos, de hecho ocurre exactamente lo opuesto, porque ésa es su función.
El lenguaje político, tal como es usado por los políticos, no se aventura por ninguno de estos territorios, ya que la mayoría de los políticos, al menos según la evidencia de que disponemos, no están interesados en la verdad sino en el poder y en la perpetuación del poder. Para mantener el poder es esencial que la gente permanezca en la ignorancia, que viva ignorando la verdad, hasta la verdad de sus propias vidas. Lo que nos rodea es un vasto tapiz de mentiras, del cual nos alimentamos.
Como aquí todo el mundo sabe, la justificación para invadir Irak era que Saddam Hussein poseía un conjunto altamente peligroso de armas de destrucción masiva, algunas de las cuales podían caer en 45 minutos, produciendo una terrible devastación. Nos aseguraron que era verdad. No era verdad. Nos dijeron que Irak tenía contactos con Al Qaida y compartía la responsabilidad por las atrocidades en Nueva York del 11 de septiembre de 2001. Nos aseguraban que eso era verdad. No era verdad. Nos dijeron que Irak amenazaba la seguridad del mundo. Nos aseguraron que era verdad. No era verdad.
La verdad es algo enteramente diferente. La verdad tiene que ver con cómo Estados Unidos entiende su rol en el mundo y cómo eligen plasmarlo.
Estados Unidos apoyó y en muchos casos engendró todas y cada una de dictaduras militares de derecha en el mundo luego del fin de la Segunda Guerra Mundial. Me refiero a Indonesia, Grecia, Uruguay, Brasil, Paraguay, Haití, Turquía, las Filipinas, Guatemala, El Salvador, y, desde luego, Chile. El horror que infligió Estados Unidos a Chile en 1973 jamás podrá ser perdonado.
Se produjeron cientos de miles de muertes en todos estos países. ¿Tuvieron lugar? ¿Y son todos los casos atribuibles a la política exterior de Estados Unidos? La respuesta es sí: tuvieron lugar y son todos atribuibles a la política exterior norteamericana. Pero es difícil llegar a esta conclusión.
Nunca sucedió nada. Jamás sucedió algo. Incluso mientras sucedía no sucedía. No importa. Carece de interés. Los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, crueles, sin remordimientos, pero muy poca gente habla hoy de ellos. Ha ejercido una absoluta manipulación clínica de poder a escala mundial enmascarándose como una fuerza para el bienestar universal. Es un brillante, hasta ingenioso, acto de hipnosis, y altamente exitoso.
Puedo decirles que el de Estados Unidos es sin dudas el mejor show que pueda verse. Puede ser brutal, indiferente, desdeñoso y despiadado pero también es muy inteligente. Como un vendedor, está en su salsa, y su mercancía más vendible es la complacencia y el amor que se tiene a sí mismo. Lo que se dice un ganador. Se escucha decir por televisión a todos los presidentes norteamericanos las palabras ‘el pueblo norteamericano’, así como la sentencia: ‘Le digo al pueblo norteamericano que es tiempo de rezar y de defender los derechos del pueblo norteamericano y le pido al pueblo norteamericano que confíe en sus presidentes y en las acciones que tomará en nombre del pueblo norteamericano’. Es una estratagema vistosa. El lenguaje se usa para mantener a raya todo pensamiento. Las palabras el pueblo norteamericano proveen un almohadón de reaseguros verdaderamente voluptuoso. No hace falta pensar. Sólo desplomarse sobre el almohadón. El almohadón puede sofocar la inteligencia y las facultades críticas pero es muy confortable.
Estados Unidos ya no se molesta en conflictos de baja intensidad. Ya no ve ninguna razón para ser reticente o incluso artero. Pone las cartas sobre la mesa sin miedo o cálculo. No le importan un carajo las Naciones Unidas, la ley internacional o el disenso crítico, a los que considera impotentes e irrelevantes. Lleva un corderito atado con una correa, la patética y sometida Gran Bretaña.
La invasión de Irak fue cosa de forajidos, un acto de patente terrorismo de Estado, que demostró el desprecio más absoluto por las normas del derecho internacional. La invasión fue una acción militar arbitraria inspirada por una serie de mentiras y una grosera manipulación de los medios y obviamente, entonces, de la opinión pública; un acto dirigido a consolidar el control económico y militar norteamericano en Medio Oriente travistiéndolo en última instancia –porque todas las otras razones que alegaron fracasaron estentóreamente– de liberador. Una formidable exhibición de potencia militar, responsable de la muerte y mutilación de miles, miles, miles de inocentes (...)
Dice Pablo Neruda en su poema “Explico algunas cosas”:
Y una mañana todo estaba ardiendo
y una mañana las hogueras
salían de la tierra
devorando seres,
y desde entonces fuego,
pólvora desde entonces,
y desde entonces sangre.
Bandidos con aviones y con moros,
bandidos con sortijas y duquesas,
bandidos con frailes negros bendiciendo
venían por el cielo a matar niños,
y por las calles la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños.
Chacales que el chacal rechazaría,
piedras que el cardo seco mordería
escupiendo,
¡víboras que las víboras odiaran!
¡Frente a vosotros he visto la sangre
de España levantarse
para ahogaros en una sola ola
de orgullo y de cuchillos!
Generales traidores:
mirad mi casa muerta,
mirad España rota:
pero de cada casa muerta sale metal
ardiendo
en vez de flores,
pero de cada hueco de España
sale España,
pero de cada niño muerto sale un fusil
con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio del corazón.
Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal.
¡Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!
Déjenme aclarar que si cito un poema de Neruda no es para comparar la República Española con el Irak de Saddam Hussein. Cito a Neruda porque nadie en el campo de la poesía contemporánea que leo ofrece una descripción tan visceralmente poderosa de un bombardeo a civiles.
Dije antes que Estados Unidos no es del todo franco al poner las cartas sobre la mesa. Este es el punto. Sus políticas oficiales están definidas hoy como de “dominio en todo el espectro”. No es un término mío, es de ellos. “Full spectrum dominante” significa control de la tierra, del mar, del aire y del espacio y de todos los recursos.
Estados Unidos ocupa hoy 702 instalaciones militares en el mundo, en 132 países, con la honorable excepción de Suecia, por supuesto. No sabemos cómo hicieron pero están allá.
Estados Unidos posee 8000 cabezas nucleares activadas y operables. Dos mil están en alerta, con el dedo en el gatillo, listas para ser arrojadas con una advertencia de 15 minutos. Desarrollan nuevos sistemas de poderío nuclear, como las bombas que destruyen bunkers. Los británicos, cooperativos, tratan de reemplazar su propio misil nuclear, Trident. ¿A quién apunta?, me pregunto. ¿A Osama bin Laden? ¿A vos? ¿A mí? ¿A Joe Dokes? ¿A China? ¿A París? ¿Quién sabe? Lo que sabemos es que esta insania infantil –la posesión y el uso amenazador de armas nucleares– está en el corazón de la filosofía política norteamericana actual. Debemos recordar que Estados Unidos ejerce una presión militar permanente y no muestra signo de relajación.
Muchos miles, si no son millones, de personas en Estados Unidos demostraron estar hartos, avergonzados y furiosos por las acciones de su gobierno, pero como están las cosas no cuentan con una fuerza política coherente todavía. Pero la ansiedad, las incertidumbres y el miedo que vemos crecer diariamente en Estados Unidos parece difícil que disminuyan.
Sé que el presidente Bush tiene muchos logógrafos muy competentes, pero me gustaría proponerme para el puesto. Propongo la siguiente alocución, que podría leer por tevé a toda la nación norteamericana. Lo veo grave, con el pelo cuidadosamente peinado, serio, triunfante, sincero, a menudo lleno de misterio, a veces sonriendo con astucia, curiosamente atractivo, todo un hombre en la opinión de otros hombres.
“Dios es bueno. Dios es grande. Dios es bueno. Mi Dios es bueno. El Dios de Bin Laden es malo. El suyo es un mal Dios. El Dios de Saddam era malo, sólo que Saddam no tenía Dios. El era un bárbaro. Nosotros no somos bárbaros. Nosotros no le cortamos la cabeza a la gente. Nosotros creemos en la democracia. Dios también. Yo no soy un bárbaro. Yo soy el presidente elegido democráticamente en una democracia que ama la libertad. Nosotros somos una sociedad compasiva. Nosotros ofrecemos la compasiva electrocución y la compasiva inyección letal. Nosotros somos una gran nación. Yo no soy un dictador. El sí. Y él también. Todos son. Yo poseo autoridad moral. ¿Ven este puño? Es mi autoridad moral. Y no se olviden de eso”. Una vida de escritor es una actividad altamente vulnerable, casi desnuda. No tenemos que llorar por eso. El escritor hace su elección y se queda con ella. Pero se puede decir sin faltar a la verdad que estamos abiertos a todos los vientos, y que algunos son realmente helados. Estamos en nuestro propio territorio, con nuestros propios medios. No encontramos refugio, ni protección –a menos que mintamos, y en ese caso ya nos hemos convertido en políticos.
Esta tarde, me referí a la muerte varias veces. Voy a citar de un poema mío, que se llama “Muerte”:
¿Dónde encontraron el cuerpo muerto?
¿Quién encontró el cuerpo muerto?
¿Estaba muerto el cuerpo cuando lo encontraron?
¿Cómo encontraron al cuerpo muerto?
¿Quién era el cuerpo muerto?
¿Quién era el padre o la hija o el hermano O tío o hermana o madre o hijo Del cuerpo muerto y abandonado?
¿Estaba muerto el cuerpo cuando lo abandonaron?
¿Fue abandonado el cuerpo?
¿Por quién había sido abandonado?
¿Estaba desnudo el cuerpo o vestido para un viaje?
¿Qué les hizo declarar que el cuerpo muerto estaba muerto?
¿Declararon que el cuerpo muerto estaba muerto?
¿Conocían bien al cuerpo muerto?
¿Cómo supieron que el cuerpo muerto estaba muerto?
¿Lavaron el cuerpo muerto?
¿Le cerraron los ojos?
¿Enterraron el cuerpo?
¿Lo dejaron abandonado?
¿Besaron el cuerpo muerto?
Cuando miramos en un espejo pensamos que la imagen que vemos es correcta. Pero nos movemos un milímetro y la imagen cambia. En verdad, estamos mirando un mundo de reflejos que nunca termina. Pero a veces un escritor tiene que destruir el espejo –porque la verdad que nos mira está del otro lado del espejo.
Creo que a pesar de todas las enormes contras que por supuesto existen, una determinación intelectual inconmovible, indoblegable, valiente, que nos lleve a definir la real verdad de nuestras vidas y de nuestras sociedades es una obligación crucial que nos concierne a todos. Es de hecho inexcusable.
Si esta determinación no se corporiza en nuestra visión política, no tenemos esperanzas de restaurar lo que ya casi se ha perdido para nosotros: la dignidad del hombre.
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